divendres, 26 de juliol del 2013

La náusea

Querida M,
Estaba bajo la ducha y me llegó la náusea. Fue sólo un momento, un pequeño detalle. Como si se hubieran acumulado todas mis fuerzas en el comienzo de la garganta. Un horrible sabor se apoderó de mi lengua y comencé a sentirla ajena al resto del cuerpo. Caí al suelo de la bañera y me golpeé con uno de los grifos en la espalda. No sé el daño que pudo hacerme. Cuando te estás muriendo, el desconcierto sustituye al dolor y eso te salva. Las heridas de la muerte serían insoportables si se quedaran sólo en heridas.
Las gotas de agua me caían encima ya frías. Eran las mismas gotas de agua que antes, pero el trayecto hasta mí se les hacía demasiado largo. Sonaba la radio y nadie parecía percatarse de mi drama. Me acurruqué entre las cuatro pequeñas paredes de cerámica que se convertirían en mi última celda y esperé. Mi hijo golpeó la puerta del lavabo para echarme en cara el consumo de gas.
Uno de mis dedos del pie se había encajado en el desagüe y yo yacía allí, con el agua acumulándose a mi alrededor. Me descubrieron gracias a una broma; una de esas bromas que se gastan en el momento menos afortunado, una de esas bromas capaces de acabar con una buena amistad. A mi mujer se le ocurrió apagar el calentador para que el agua saliera fría y yo abandonara de una vez el lavabo. No era extraño que me pasara largas horas en aquel recinto que estimaba el más acogedor de la casa, pero acabó por intrigar a todos que no se escucharan mis alarido nada más percibir la sacudida del líquido helado. No sé por qué se nos corta la respiración ante un cambio de temperatura radical, o no sé si esa asfixia me ataca sólo a mí, de lo que estoy seguro es de que esa broma no tuvo nada que ver con la náusea. La náusea había llegado antes, cuando todavía mi cuerpo era cálido.
Estaba muerto. Me encontraron muerto y encogido por el agua que comenzaba a rebosar los bordes de la bañera. La broma había hecho que mi último color no pudiera resultar más agradable. Según los comentarios que escuché después, una palidez mayúscula se había apoderado de mi piel, pero mientras todas las versiones parecían culpar de esa tonalidad a la náusea, yo sabía bien que la culpable había sido la broma, aquella broma que desde que se descubrió el acontecimiento nadie había vuelto a recordar.
Los médicos certificaron una muerte natural pero eso yo no pude verlo. Me habían cerrado los ojos. En torno a mí se había llegado a la conclusión de que mi mirada me daba un aire fantasmal y me habían cerrado los ojos. Cerrarle los ojos a un muerto es un crimen mayor que matarlo. Yo veía, mi cuerpo no sentía nada, era más bien una prisión que me impedía hacer todo aquello que estaba acostumbrado a conseguir sin ningún esfuerzo, pero veía. Me cerraron los ojos y no pude ejercer ninguna capacidad sobre mis párpados para volver a abrirlos. Ésa fue mi primera lección para aprender a convivir con la angustia. Dejé de preocuparme por la tristeza que se había sembrado en mi entorno y pasé a pensar en mí mismo y mi desgracia. La angustia es aquello que te hace saber que ves, saber a través de la opacidad del párpado que ves, pero que alguien con sus constantes vitales en perfecto estado ha decidido colocar una cortina entre tu vista y el mundo, sólo por una cuestión estética.
Al principio mi razón me intentaba convencer de que no estaba muerto, de que se trataba de un error. De que me sucedía como a cualquiera de esos tipos a los que se les da por muertos por alguna paralización muy similar a la definitiva. Pero desistí pronto. Desde el primer momento supe que mi cuerpo había caducado. Casi desde la náusea. Los esfuerzos de mi razón vinieron después, cuando había tomado verdadera conciencia de mi nueva condición, sin embargo siempre hubo algo que me aseguraba que mi fin había sido aquél, que no se trataba de un fin de mentira. Una certidumbre cruel e instintiva se encargaba de recordarme cada minuto, o como se mida el tiempo en el nuevo orden, que la náusea había compuesto una representación perfecta.
Pude escuchar todo lo que dijeron de mí, que fue bueno en los grupos numerosos y malo en esas charlas íntimas, susurradas. Me regalaron los oídos y me descubrieron todas mis miserias y todas las miserias de quienes me descubrían mis miserias. Oí muchas mentiras. La mentira es el peor de los vicios, todos los males se reducen a ella. Si hurgas en cualquier acontecimiento deleznable, detrás se esconde una mentira de aquéllas que una vez dicha ya no se pueden olvidar, ni aun siendo desenmascarada. Y una mentira ensució mi memoria sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, ni siquiera a escondidas, como en las historias de muertos que no mueren.
Cuando ya no existes florecen los bajos instintos. Me hizo feliz saber que me había desposado con una persona que aún me quería. Y me encogió ¿el alma? conocer sus facetas más humanas, las más abyectas. Yo había peleado, no está de más recordarlo, frente a la oposición de todos mis ahora deudos por un panteón familiar y lo compré pagándolo de mi propio bolsillo con la esperanza de que allí estaríamos unidos para siempre. Con esa esperanza, que parece convertirse en certidumbre, de que fuera posible no perder el contacto de la sangre de mi sangre cuando ya no queda sangre. El día de mi entierro noté con desespero cómo me introducían en un nicho unipersonal de los que te despiden con una foto amable en la tapa. No me cubrió una lápida; me encerraron en un gran congelador, húmedo, dándome la impresión, falsa, por supuesto, de que me provocaría terribles enfermedades lumbares. Dentro tuve tiempo para conjeturas. Llegué a la conclusión de que tras el desespero viene el pragmatismo, y de que mi familia había vendido el panteón cuando creían que yo no me enteraba. Pero sí me enteraba, el eco del sonido quejicoso de la losa tapiándome la salida fue lo último que escuché, lo último que noté del mundo exterior.
Mi segundo curso de angustia comenzó en ese mismo instante, en el interior impasible de mi nuevo hogar. Allí el tiempo no marchaba en ninguna dirección. Mi única tarea era pensar y convertirme en un sabio que, sin duda, ha llegado a comprender todos los misterios de la vida y probablemente de la muerte; no son incognoscibles, sólo hay que dedicarse a ello. Lo primero que hice fue recordarme a mí mismo, comencé a repasar mi vida como terapia al hastío global de mi nueva existencia. Lo supe todo, lo vi todo, no se me quedó ningún segundo sin rememorar. Revisando mi pasado percibí todo aquello que nos inventamos y hacemos nuestro como si hubiera sido cierto, de tanto repetirlas nos acabamos creyendo nuestras propias mentiras. La mentira lo inunda todo, mi vida era un cúmulo de mentiras derruidas por el repaso último, al fin veraz. Todas las heroicidades que realicé en mi infancia y mis padres repetían una y otra vez en las reuniones familiares no eran otra cosa que miserables actuaciones de un niño carente de gracia. Tantas veces las oí que creía recordarlas, pero el repaso último me las restregó por la conciencia y la vergüenza que sentí me habría sonrojado, si pudiera.
El repaso me inhabilitó durante unos momentos, no sé si largos o cortos. Me presentó tan mezquino como somos todos y nos negamos a vernos. Cuando terminé decidí pensar en las cosas en las que me recreaba normalmente. Pero fue imposible; pensé en el sexo y no me excité, pensé en el fútbol y noté a los futbolistas envejecidos, sustituidos por otros, ni siquiera los equipos tenían el mismo nombre, y por fin fui del todo consciente de que la realidad se había olvidado de mí.
Y sin embargo no había pasado tanto tiempo. Mis conocimientos adquiridos en vida, o en la otra vida, me permitieron corroborar que sólo llevaba enterrado unos días cuando empecé a sentir el hormigueo de la muerte. Ahí me licencié en la angustia. Comencé a percibir mi propia descomposición. Ése fue un tiempo en el que tuve que dejar de pensar, una oquedad en mi nueva vida de conocimiento. La angustia me obligó a dedicar todos mis momentos a pensar únicamente en el hormigueo de la muerte.
Fue aquél mi periodo peor. Empezaba a deleitarme en el mero ejercicio del pensamiento durante tiempo indefinido y tuve que dejarlo. Primero fue una leve sensación. Después, con la certeza de haber averiguado qué me estaba sucediendo, ese fenómeno copó todo mi pequeño universo. No es algo doloroso, sólo una larga transformación, un cosquilleo que se hace eterno y que no te deja concentrarte en nada que no sea sentirlo. Pasada la toma de contacto con la nueva experiencia casi podía contar cada célula de mi cuerpo que desaparecía. Era como un inmenso vaciado de mi mismo. Como si alguien me estuviera devorando a cucharadas lentas y pacientes. Podía sentir cada minúsculo pellizco de mi ser que se esfumaba, podía sentir mi olor sin olfatearlo; había una presencia hedionda a mi alrededor. Los olores son inherentes a la atmósfera y te impregnan, no es necesario respirarlos, son visibles, palpables, el olfato es un sentido complementario.
Pronto el hormigueo de la muerte se acompañó por escalofríos que me recorrían de arriba abajo, horadándome. Notaba en mi interior un vaciado más voraz, mis pilares se iban derruyendo y trozos de mi carne caían sobre otros como galerías mal apuntaladas y el hormigueo de la muerte dio paso al asco infinito. Los túneles de nada que crecían dentro de mí eran provocados por miles de seres cuya visión me habría ocasionado terribles náuseas en mi otra "vida". Náuseas en plural, náuseas repugnantes, no como la náusea.
Quería vomitar y no podía. La imagen de los gusanos hozando flotaba por todas partes y yo ni siquiera podía vomitar para aliviar mi asco infinito, un asco atroz que llenaba todos los instantes y me atrapaba dentro de él sin dejar sitio a ninguna otra imagen. Ellos trabajaban sin descanso, deslizándose, jugando a hacer carreteras en mi interior y el asco infinito me ataba dejándoles hacer.
No puedo situar el momento en el que el asco infinito acabó. De repente desaparecieron todos los gusanos y, tras una breve temporada de hormigueo, no quedó nada de mí, sólo mi esqueleto, limpio y seco, en perfecto estado para una clase de anatomía. Las marcas de la soldadura de mi brazo izquierdo quedaron al descubierto. Y pensé que podría huir. Pensé que el cuerpo había sido una cárcel para aquella parte de mi yo que aún continuaba consciente, pero encerrada. Pensé que, desaparecido el cuerpo, esta cosa que, para entendernos, podríamos llamar alma se deslizaría entre los huesos y podría escapar.
Pero aquí sigo, adherido a este esqueleto en un estado bastante deplorable. Y lo único que me sorprende es que, con todo el tiempo que ha debido de pasar, el cementerio siga en su sitio y no me hayan trasladado a otra parte. Quizá lo han hecho, los de fuera, y yo no me he enterado. He estado tan ocupado pensando.
            Y ahora sé.
                                   Sé por qué estoy aquí; sé todo lo que le ha sucedido a eso que podríamos denominar alma para haber superado las etapas descritas.
                                                           Sé la respuesta a todas las preguntas, incluida aquélla que más os intriga; la de saber si todos los que están en los nichos que me rodean y en todos los demás nichos y tumbas del mundo se encuentran en la misma situación que yo.
                                                                                  Y por supuesto sé que no debo decírtelo.