dissabte, 17 d’agost del 2013

Estadísticas de estío volumen 2


Querida M,
En su versión original, Dora la Exploradora es una nena que habla inglés y, de tanto en tanto, suelta alguna palabra en un castellano con acento macarrónico. La versión española es inversa, pero aún así, es de suponer que muchos padres consideran que esos dibujos insufribles tienen algún componente educativo de cara a que nuestros retoños se saquen el First Certificate. Durante la comida de ayer, una madre insistente no dejaba de decirle a su pequeño que su padre era un “disaster”, así, un “disaster”, una y otra vez, haciéndoselo repetir, como si con eso el niño ya estuviera preparado para saludar a la reina madre. Conozco a un irlandés llamado John cuyo hijo catalán habla un inglés excelente, claro, me pregunto qué opinará de Dora y si cuando le daba el beso de buenas noches le decía kiss kiss y le obligaba a pronunciarlo con corrección.
Observo que el verano es el momento en que los padres culpables tratamos de resarcirnos de la dejadez anual e inyectamos a nuestros hijos toda la educación que no pudimos darles durante el año, amargándoles las vacaciones. También está el otro bando, el de los adolescentes malcriados de la piscina, pero los almuerzos matinales del bufete libre son un cursillo acelerado de paternalismo mal llevado. No es que me parezca mal, yo también lo hago, es que tengo la sensación de que sólo es ahora, este mes, porque algunos, si estuvieran todo el año así, llevarían una vida insufrible.
Ya se ha ido la familia de una niña de nueve años que se portaba de manera inmaculada. Era dulce, agradable y callada, sin embargo, todas las mañanas su madre la sometía a una batería de preguntas imposibles de asimilar incluso para nosotros, vecinos de mesa, que pedíamos, por dios, una tregua con la mirada. El interrogatorio sobre cómo debían organizar su cumpleaños pasado agosto quitaba las ganas de celebrarlo. En mis sueños me levantaba y le decía “pues si sólo caben diez niños invitamos a diez niños y punto, hostia puta, ya”. Sabes cuánto me divierto escuchando conversaciones ajenas, así que debo de ser un mal padre, mientras Unai planificaba cómo conseguiríamos una nueva estrella de Mario yo prestando atención a la mesa de al lado. Una maldad: la madre llevó todos los días un vestido distinto al desayuno, la niña siempre el mismo. Quiero creer que le gustaba mucho.
Acabo de leer la crítica de una película de dibujos animados de estreno. El crítico dice que es repetitiva, desaprovechada, falta de innovación, y remata al final con una frase magnífica: “sólo gustará a los niños”. ¡Ah, coño! ¿No era ése el objetivo? Es una frase habitual en las críticas de las películas de animación. Corre como el viento la vaporosa tendencia de que a los niños deben gustarle las cosas que nos gustan a nosotros. Así, el pobre Unai nunca ha podido ver en el cine ninguna de sus películas preferidas. Así, llevo años vendiendo libros infantiles que no gustan a los niños. El genio que creó al Doraemon, con sus dibujos simples y redonditos, no tiene nada que hacer frente a toda la parafernalia Pixar, ésa que, por desgracia, siempre nos explica la misma historia de redención. Si ves algo que gustará tanto a grandes como a chicos, sospecha primero.
Tengo la enorme fortuna de compartir cada día mesa en la terraza con un bebé que berrea sin descanso cada vez que lo sientan en el carrito. Desde el primer día que llegamos, oye, comimos en el restaurante del apartamento, por probar, y ya lo teníamos encima. Se lo acaban de llevar sus abuelos. Magui y yo llevamos una semana elucubrando de quién es hijo cada niño y cuáles son las parejas; sólo los abuelos están claros, por razones obvias. Esta mañana acordamos una conclusión plausible, pero acaba de suceder algo que la ha echado por tierra. Te dejo, debo investigar.
Un beso.
R.
P.S. Como sabes, mi aburrida adolescencia tiene algunas historias apasionantes que no me pasaron a mí, siempre le pasaban a J, supongo que para tener yo algo que contar. Hay personas que atraen a los sucesos hacia sí mismos como si tuvieran un imán para las peripecias. Acaba de llegar un francés hipersimpático al apartamento. Ayer se nos sentó al lado y no dejó de sonreírnos, Volvíamos por la noche y estaba fuera fumando, sonriente. Hoy, al bajar hacia aquí, hacia la terraza, estaba en una tumbona y me ha vuelto a sonreír, me han entrado ganas de entablar conversación y todo pero, en ese momento, una toalla ha caído de un balcón y, como no podía ser de otro modo, de entre la multitud de la piscina, le ha caído a él encima, como si no tuviera suficientes motivos para reír, como si todo estuviera preparado para que él fuera el simpático del universo, como si él mismo se hubiera tirado la toalla encima...

dijous, 15 d’agost del 2013

Estadísticas de estío volumen 1

Querida M,
No sé si algún día Catalunya será un estado independiente. O, para ser más preciso, no sé si en un breve plazo de tiempo, pongamos, por ejemplo, cien años, Catalunya tendrá su propio Estado. Sólo sé que el independentismo ya tiene un pie colocado en eso que podríamos llamar la “internacionalización del conflicto”, y forma parte del paisaje, y va ser difícil sacarlo de la foto. No me refiero a la proliferación de “senyeres estelades” por los balcones; me refiero a que hace unos días paseaba por una feria de atracciones con Unai y en los tenderetes se vendían camisetas infantiles con la estelada;  en el puesto de camisetas metaleras donde, inexplicablemente, siempre tiene un hueco Camarón, vendían toallas de playa con la estelada; y en el chiringuito de nuevas tecnologías fundas de móvil con la estelada. No hace tanto la estelada era un símbolo de subversión y ahora forma parte del márketing turístico, y todos sabemos que para eso nunca hay marcha atrás.
Estoy en unos apartamentos y el momento mejor del día es cuando me siento en la terraza del restaurante a leer el diario. Leer el diario, esa vieja tradición. Por las mañanas, a la hora del almuerzo, se nos sienta al lado un alemán con su IPad siempre encendido en la portada de algún diario de su país. No lo lee, claro, nadie lee el diario en un IPad. Se entera de las noticias de última hora, lee cuatro titulares apresurados, como si las cosas fueran a cambiar por enterarse unos minutos antes, y lo toquetea un rato. Lo mismo que hago yo con el móvil pero más grande. Me siento, pido una caña y, siempre por el final, comienzo. Leo las críticas televisivas, hago el sudoku (fácil), leo los deportes, las necrológicas (siempre me han gustado mucho), la columnas sueltas, los pies de foto, avanzo hacia opinión y leo las cartas al director. Hasta llegar a la primera página. Yo lo leo todo. Desde niño. Siempre he creído que si me saltaba alguna página podría estar perdiéndome algo. Eso, y sólo eso, es leer un diario. Me parece bien estar al día de las últimas noticias, no tengo nada en contra, pero eso y leer un diario son cosas distintas. ¿Se puede leer un diario en un IPad? Técnicamente sí. ¿Se hace? No.
La adicción al móvil se manifiesta de forma evidente cuando perdemos el sentido del oído. Por presión infantil, nos sentamos todos los días en la misma mesa para desayunarnos. Detrás de mí queda una curiosa máquina que mantiene calientes los frankfurts, los huevos revueltos y el bacon. Cada poco tiempo, esa máquina emite un extraño zumbido idéntico al de haber recibido un mensaje. Yo sé que no, que no he recibido nada, que tengo las alarmas del móvil en silencio pero, ahora que tienes Whatsapp me entenderás, ¿sabes lo que cuesta no mirar por si acaso? Es un segundo, aprietas la tecla que habilita el móvil y te cercioras de que no, de que ha sido otra vez la máquina del bacon. Incluso el oleaje del mar, a veces, emite un sonido que nos puede hacer creer que alguien se ha acordado de nosotros.
Subimos al tren de la bruja de la feria y el maquinista conducía chateando por el móvil. Supongo que sólo tenía que llevar la cuenta de las vueltas, o ni eso. Los socorristas de la piscina se sientan a la sombra de un árbol y chatean por el móvil. Los dos. Hay uno que, al menos, de tanto en tanto levanta la mirada. Quizá tiene pocos amigos. Ayer, volviendo de comprar el diario, pasé por delante de dos camareros sentados a la puerta de su restaurante, no hablaban entre ellos, ambos chateaban por el móvil a la espera de clientes. Y me acordé de ti, y de Pitxu, anda que no le habríamos sacado nosotros partido a ver la gente pasar.
Un beso.
R.
P.S. Hoy Magui me ha dicho que, caminando por el sendero de arena que conduce a la playa, hacemos el mismo ruido que cuando Unai recorre la nave del Mario Galaxy 2. ¿Ves lo que te decía?