diumenge, 26 de maig del 2013

Una vez cada quince días

Querida M,
Aunque sale poco de casa, una vez cada quince días, John Trollope se encamina hacia la lavandería. Atraviesa un par de manzanas y esas calles son más negras y brillantes.
Hace dos semanas que estoy en Taifa y, cada día, cuando salgo de la parada de Joanic, cambio la música que estoy escuchando por esta canción, “Hamabostean behin”, de Ruper Ordorika, y sus escasos cuatro minutos me acompañan hasta que doblo el Canigó. La escuché por primera vez en clase de euskara, en el instituto.
Mientras gira a la izquierda en el edificio de Correos, John Trollope se acuerda de su sala de estar. Hay tiendas griegas, un billar, hospitales, pero él piensa en su sala de estar.
“Hamabostean behin” es una de esas canciones extremas, perfectas, una de esas poquísimas canciones que no debería terminar nunca pero que se estropearía si fuera diez segundos más larga. A Ruper Ordorika no era difícil verlo pasar con su bicicleta en dirección al parque de La Florida, donde la biblioteca. Ajeno a la moda del rock radical, se empeñaba en construir hermosas melodías y poner música a los versos de Bernardo Atxaga y Joseba Sarrionandia. No sé a partir de cuándo, se hacía acompañar por una banda llamada los “mugalaris”. Aquellas clases de euskara en el instituto fueron las primeras que recibí en mi vida. Recuerdo que utilizábamos un diccionario llamado "Bi Mila" y que nos hacía mucha gracia que la definición de mugalari dijera algo así: persona que ayuda a cruzar la frontera de forma clandestina y que por el bien de nuestra sociedad debería desaparecer.
John Trollope sigue la línea de la acera para regresar a su casa. Se acuerda de su sala de estar, conoce cada rincón de su sala de estar y, una vez en ella, siente la nostalgia de su paseo, del paseo que da una vez cada quince días.
Mi hermano fue uno de los últimos que aún estudió francés cuando a mí no me dejaban estudiar euskara. Un día apareció con una cinta de casete de George Moustaki, se llamaba “Declaration” y me la hacía escuchar mientras me traducía las letras. “Yo declaro el estado de felicidad permanente”, comenzaba. Me acabó gustando, mucho, hasta hoy, que leo que ha muerto y siento que hace tiempo que lo abandoné a su suerte. Las canciones de Ruper transcurren... como si hacerlas fuera la tarea más natural y sencilla del mundo; como las de Moustaki.
Matar un idioma es muy difícil; dejarlo moribundo en el suelo, sanguinolento, es más sencillo y tiende al sadismo. Basta con dejarlo en la escuela a merced de un idioma más poderoso que lo golpee. Quizá por eso ya no quedan hermanos mayores que obliguen a escuchar a Moustaki, o a Jacques Brel a los hermanos pequeños. Quizá por eso mi euskara se tambalea esperando un último asalto.
Tenemos en el escaparate de Taifa el libro de Sarrionandia “Som com moros dins la boira?”. Ayer me dijo la representante de la editorial Pamiela que pronto tendría una reimpresión y me enviaría un ejemplar de la traducción castellana. A través de ese libro ingente e inabarcable se suceden las páginas con la sensación de que es el último libro que nos queda por leer. Es difícil recomendarlo porque asusta, pero lo mantenemos ahí por si alguien desea acometer la empresa de la eterna fascinación. Estar en Taifa es un poco eso, ser un moro entre la niebla.
La única vez que me atracaron en Vitoria, un yonqui me puso contra una pared mientras me apretaba el cuello con el brazo. Con infinita inocencia me pidió todo mi dinero, ignorante de que a un adolescente que regresaba a su casa por la Zapa, a esas horas, ya no podía quedarle un duro. Constatado el hecho de mi pobreza, me registró los bolsillos y sacó un casete de Moustaki de mi cazadora. Lo miró y me preguntó: “¿esto qué es?”, y yo le dije que un cantautor francés (no discutiremos ahora de nacionalidades). El volvió a mirarlo e insistió: “una puta mierda, ¿no?”. Y yo, en aquel contexto, oportuno y traidor, le contesté que sí.
Un beso.
R.
P.S. Hace unos años Radio San Sebastián organizó un concurso para premiar a la mejor Radionovela y ganó una obra que explicaba la historia del John Trollope de la canción. John Trollope, además, es el ídolo de un pequeño equipo de fútbol inglés que nunca ha jugado la Premier, el Swindon Town, una pequeña ciudad a medio camino entre Bristol y Malborough, la de Mambrú. John Trollope fue veinte años consecutivos jugador de ese club y después de retirarse se convirtió en el entrenador.

dissabte, 18 de maig del 2013

Kate Carew

Querida M,
Cuando Mary Williams decidió ponerse un nombre con el que firmar sus frivolidades, miró a su alrededor y de los anuncios y carteles que vio escogió al azar: Kate Carew.
Mary Williams nació en 1869, en Oakland. Estudió en la escuela de diseño de San Francisco, donde también trabajó como ilustradora para el San Francisco Examiner, de la mano del gran Ambroce Bierce. Una vez casada con el autor dramático Harriet Kellett Chambers, ambos se fueron a vivir a Nueva York, donde Mary quería montar un pequeño estudio en el que poder pintar.
Un día, en el trascurso de una representación teatral, comenzó a dibujar caricaturas de uno de los actores de la obra en los bordes del programa y decidió enviarlas a algún periódico por si sonaba la flauta laboral. Fue entonces cuando rebuscó en la casualidad para encontrar un nuevo nombre que sustituyera al suyo original y firmó esos dibujos como Kate Carew.
Alguien del New York World se fijó en los dibujos y se los comentó al editor del diario, por entonces el célebre Joseph Pulitzer. Pulitzer era más un rey del márquetin que un periodista así que vio en Kate un elemento novedoso para el diario y le dio un par de columnas semanales en las que nuestra heroína de hoy dibujaba caricaturas teatrales al tiempo que las acompañaba de comentarios irónicos sobre las obras.
Por desgracia para Kate, lo único malo que tenía esa sección era el nombre; Pulitzer la bautizó como “La única mujer caricaturista”, motivo por el cual siempre se alegró de haber comenzado a firmar con pseudónimo. Pronto, y también por casualidad, pasó de ser una mujer pionera en el mundo de la caricatura a serlo en el mundo de la entrevista periodística.
De regreso a Estados Unidos tras una larga ausencia, Mark Twain debía negarse a conceder entrevistas puesto que había vendido los derechos de autor de todas sus palabras, fueran escritas o pronunciadas. El New York World logró convencerle de que al menos se dejara retratar para el diario a lo que Twain, efectivamente, accedió. Enviaron a hacer los dibujos a Kate Carew, que retrató al escritor mientras se desayunaba, haciéndole hablar y preguntándole cosas al tiempo que lo retrataba. Fue así como realizó su primera entrevista y fue así como Kate Carew se convirtió en la primera entrevistadora que dibujaba una caricatura de sus entrevistados. No tardó en convertirse en una celebridad para su diario y sus series a personajes ricos y famosos crearon un género de entrevistas basados en la ironía, la observación, la agudeza, el ingenio y, sobre todo, unos deliciosos dibujos.
En 1901 Pulitzer la envió a Europa a que entrevistara a personajes del continente en una serie que se llamó “Kate Carew Abroad”. Se divorció en 1911 y marchó a vivir a Londres, donde trabajó para The Patrician y para The Tatler. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial regresó a los Estados Unidos y continuó trabajando para diarios norteamericanos. A lo largo de todos estos años Kate Carew entrevistó y dibujó a John Drew, Ethel Barrymore, Sarah Bernhardt, Mark Twain, Bret Harte, Emil Zola, Jack London, W. B. Yeats, G. K. Chesterton, Pablo Picasso, Winston Churchill, Theodore Roosevelt, David W. Griffith, Sir Thomas Lipton, o los hermanos Wright, entre otros muchos. Te destaco la entrevista que le hizo al genial y escurridizo científico Marconi, que fue como la descubrí, y al autor británico Jerome K. Jerome, por la parte que te toca.
A partir de 1920 Kate Carew regresó a California con la salud y la vista debilitadas, para retirarse y dedicarse a lo que desde un principio quiso hacer: pintar paisajes. Sus cuadros son fáciles de encontrar en la mayoría de los museos del Estado y para firmarlos adoptó de nuevo su nombre original, acoplándole el apellido de su tercer y último marido, Mary Williams Reed.
Un beso.
R.
P.S. Una última curiosidad, catálogos turísticos de California recomiendan visitar el caserón en el que vivió hasta su muerte como muestra de la arquitectura local.

dilluns, 13 de maig del 2013

Taifa


Querida M,
En el diccionario del Institut d’Estudis Catalans, la palabra “Taifa” sólo tiene dos acepciones: la que recoge cualquiera de los estados de “Al-Andalus” tras la disolución del califato de Córdoba y la que define al soberano de esos estados. En el diccionario de la Academia Española tiene más. Siempre atento el castellano a los submundos le da a la palabra una tercera posibilidad: reunión de personas de mala vida o poco juicio. Ésta es la acepción que José Batlló incluyó en las solapas de los libros que editó con la editorial a la que llamó así, Taifa.
Sabes cuánto me habría gustado ser un antihéroe valeroso, malcarado y burlón, entregado a las más disolutas de las costumbres. Pero no, la genética me hizo de otra manera, cobarde y con vértigo, así que no puedo responder a las expectativas del nombre con decoro. El miércoles comencé a recorrer el camino de la librería Taifa con la ilusión de entrar en el mundo del bandidaje y el miedo a subir por las escaleras que conducen a las estanterías altísimas, infinitas, donde encontrarme con los libros cuyos autores comienzan por la letra A.
Me cuentas que conociste a Batlló cuando pasabas por allí como representante y que un día le comentaste lo bonita que era la edición ilustrada de la Alicia de Akal, y que él te dijo que si la querías te la dejaba a mitad de precio. Me cuadra. Supongo que no hay ojos que merezcan más mirar esa edición que los tuyos e imagino que Batlló pensó lo mismo. Si todo el mundo tuviera tu mirada sería ruinoso vender libros.
El miércoles esperé a Jordi para abrir la librería sentado en el banco de piedra que hay delante de la puerta; no teníamos más que un juego de llaves. Recorrí varias veces la calle Verdi arriba y abajo, tratando de identificarme con ella. Cuando encendimos el ordenador y abrimos el gestor de correo vi algo que me removió el cerebro. Jordi me hablaba y no podía concentrarme, le dije, déjame ver una cosa, es que no lo puedo creer. Volví a mirar los correos pendientes y entre ellos había un pedido por la página web a nombre de Susanna, nuestra Susanna. Lo abrí y era su dirección, su correo, su teléfono. De todas las personas del mundo que podían habernos pedido un libro por Internet, ese primer día, tuvo que ser ella la que se interesara por una edición en catalán de los cuentos de Katherine Mansfield. Hacía mucho tiempo que no sabía de ella ni ella de mí, así que lo tomé como un buen augurio.
Ese mismo día me escribió Rafael Dalmau para confirmarme que el diccionario Alcover-Moll recoge otra acepción para la palabra Taifa. Se ve que, sólo en Terrassa, una taifa es una fiambrera. También me enviaba un enlace al diario local La Torre en el que se explicaba que eran los obreros de la ciudad los que llamaban así al recipiente metálico en el que llevaban la comida. Quizá mi mayor aportación a la librería pueda ser adaptarme mejor a esta definición de la palabra que a la original. Me quedaré a comer muchos días allí y el descuento de Batlló no puedo mejorarlo.
Necesito un microondas.
Y un beso.
R.

dissabte, 11 de maig del 2013

Alfombras voladoras

Querida M,
Hace tiempo ya, estaba comiéndome un flan de una marca blanca en la cocina cuando por el rabillo del ojo vi cómo Unai salía volando disparado por el ventanal de la terraza, montado en la alfombrita de colores y ruiditos varios en la que pasaba largas horas sentado. Para cuando quise reaccionar y me asomé al balcón ya no hallé rastro de su estela en el firmamento, así de rápido parecía recorrer el espacio aquella alfombra.
Se debe comprender que, por unos instantes, la suma de la estupefacción y el desespero me dejó paralizado, sin saber cómo reaccionar. Cuando mis piernas quisieron obedecerme bajé corriendo a la calle a preguntar a todo el mundo si habían visto a un bebé volando sobre una alfombra de colores. ¡Qué vergüenza pasé! Todos me miraban como si estuviera loco y nadie me ayudaba a encontrar a mi nene. Casi histérico, corrí a la comisaría a denunciar el hecho.
Tan mal me vieron que me atendieron enseguida, pidiéndome que me sentara. Yo no paraba quieto en la silla y comencé a explicar mi historia a un policía que me prestó atención hasta que llegué a la parte del relato en que aparecía la alfombra de colores. Entonces amagó una sonrisa y me puso la mano sobre el hombro, dándome palmaditas acompasadas. “Ahora mismo nos ponemos a buscar a la alfombra voladora” me decía, riéndose de mí, el muy cabrón. “Les digo la verdad”, yo insistía y enseñaba fotos del niño para que lo reconocieran (tengo unas cuantas). Pero acabaron cansándose y empujándome con suavidad hacia la salida.
Reconozco que hasta entonces mi mente había estado bloqueada, pero en ese instante reaccioné y pude recordar la marca que fabricaba aquella alfombra presidida por una enorme cabeza de caracol. Cogí un taxi, procurando respirar hondo y no contar lo sucedido a nadie más, y me dirigí a una sucursal de aquella empresa. Cuando llegué pedí hablar con algún responsable y, más inteligente que con la policía, procuré ir introduciendo el tema poco a poco, recalcando que se trataba de algo muy preocupante y confidencial.
Pero ni por ésas. Cuando le pregunté si ese modelo de alfombras volaba se enojó conmigo como si le hubiera mentado a la madre. Me amenazó con llamar a seguridad mientras yo le pedía que por favor me dijera si tenían algún sistema de rastreo. Me echaron a la calle con cajas destempladas y ya no se me ocurría qué más podía hacer que mirar al cielo a cada rato, buscando una señal.
Regresé a casa sin saber qué explicaciones podría dar al hecho de haber perdido al niño sin haber salido de casa. Entré en el comedor y Unai estaba allí, sentado sobre el parqué, mirándome con cara de estar a punto de llorar por haberlo abandonado tanto rato. Lo cogí entre mis brazos con las lágrimas cayendo por mis mejillas como un vidrio sacudido por una tormenta. Cuando lo volví a dejar, con los ojos y la boca abiertos de par en par por el susto, me planteé mi ataque de locura como un peligro para el cuidado de mi hijo, como un anticipo de la incapacitación. Si una cosa así volvía a sucederme, Unai podría acabar haciéndose daño de verdad: había pasado más de tres horas de total enajenación.
En ese momento llamaron a la puerta. Era el desagradable vecino de los bajos de mi bloque. “¿Es suyo esto?”, me preguntó de mal humor, como siempre que se nos caía algo del tendedero sobre su  terraza. Le dije que sí, llevaba en la mano la alfombra, con el caracol que desprendía música por uno de sus cuernos, y con los demás animalitos sonoros. Cuando la tuve de nuevo en mi poder la analicé en profundidad y me quedé tranquilo, no parecía volar, pero tenía en el centro una pegajosa mancha de vómito de cereales, semejante a la que Unai llevaba adherida al culo.
Un beso.
R.

dimecres, 8 de maig del 2013

Anacronópete

Querida M,
Anda Unai intrigado por los viajes en el tiempo, así que hemos visto un par de entregas de “Regreso al futuro” y está esperando a que llegue el fin de semana para ver la tercera. Debe de ser una cosa genética, sé que no me creerás, pero yo te lo cuento igual.
Que vuela hacia atrás en el tiempo. En traducción cutre del griego, eso significaría la palabra “anacronópete”; el nombre que mi antepasado aragonés, Sindulfo García, le puso al artilugio que inventó a finales del siglo XIX. Con ese aparato pretendía demostrar que viajando en dirección contraria a la rotación de la tierra se regresaba al pasado.
Sindulfo García presentó su invento en París, para los aficionados a las modernidades científicas, en un intento por burlarse de las supuestas tonterías que escribía Julio Verne. Lo cierto es que la incredulidad de los asistentes, y algunos fallos técnicos los días clave, hicieron que el anacronópete fracasara y se convirtiera en una vieja reliquia familiar, quedando en el olvido para casi el resto de la humanidad.
Yo sólo había escuchado algunas historias sobre aquel aparato hasta que, en una visita a la rama aragonesa de la familia, comprobé que aún conservaban un viejo frasco del fluido García. Esa rama familiar se había desplazado a Castellón, dicen las malas lenguas que a causa de la vergüenza que les había traído el fracaso del loco de Sindulfo. Quizá por eso, cuando pregunté qué era aquel fluido, me dieron largas.
Desde entonces investigué a ratos sobre Sindulfo y su máquina e hice algunos descubrimientos no demasiado importantes, pero clarificadores. Sólo hubo dos personas que le creyeron. Uno fue Enrique Gaspar, un diplomático español que había recorrido medio mundo y se había convertido en un autor teatral de cierto éxito en la segunda mitad del diecinueve. A través de Gaspar averigüé que el fluido García era el líquido que producía el anacronópete para evitar que los pasajeros que viajaban en el tiempo rejuvenecieran o modificaran su aspecto en el trayecto. También fue el primer traductor al castellano de “Mar i cel”.
El otro fue el ilustrador catalán Francesc Gómez Soler, del cual se conservan algunos dibujos que nos muestran cómo era la máquina. Sindulfo la construyó en 1881, años antes de que H.G. Wells escribiera “La máquina del tiempo”, pero yo no sé qué ha sido de ella, M., la he buscado, pero supongo que alguien la destruyó y la convirtió en chatarra. Se trataba de una gran caja de hierro difícil de ocultar.
Es lástima, a veces me gustaría volver atrás.
Un montón de besos. Si son pequeños, en un montón caben muchos.
R.
P.S. Una de mis novelas preferidas de niño se llamaba “El viajero del tiempo”, de un francés llamado Noel Noel. En ella, un tipo de la Francia pre-revolucionaria construye una máquina que permite recuperar las imágenes reflejadas por los espejos en el pasado. Un descendiente actual de aquel sabio parte de su invento para construir otra máquina que le permite viajar en el tiempo. Su intención es visitar la época de su antepasado para conocerlo y, de paso, conocer a una mujer que había visto reflejada y de la que se había enamorado. El descendiente cree que morirá guillotinada y puede salvarla. Mi madre regaló ese libro y no he sido capaz de encontrar otro ejemplar. Parce que será más fácil regresar a la infancia y traérmelo.

dijous, 2 de maig del 2013

Vacas

Querida M,
Me compré una jarra medidora en el bazar de los chinos. Tiene la forma de las antiguas jarras de lata y ¿adivinas? Me ha traído recuerdos. Ésta es de plástico, claro, pero muy parecida. Suerte que tengo un vaso medidor y sólo la quiero para sustituir a la jarra de mi batidora, que está resquebrajada y siempre dejaba escurrir parte del contenido. Digo suerte porque, en un alarde de ilusionismo, la jarra de los chinos es bastante más pequeña que la anterior pero también tiene un litro de capacidad. Si haces la comprobación, un litro de mi jarra antigua no es igual a un litro de jarra china, de hecho no cabe. Aún así, las rayitas dibujadas con mano poco firme en el lateral de la jarra china lo dicen bien claro: 1L.
Hace tiempo compré, también en los chinos, unos juegos de seis flaneras de plástico con una bandeja especial para meterlas en el microondas. La chinita que suele cobrar es muy simpática, es la hija de los dueños, pero ya me miraba raro. Cuando Unai era bebé desarrollé un complejísimo sistema de purés de verduras congelados: sin nada, con pollo, con ternera y con conejo. Las flaneras eran estupendas porque cabían cien gramos justos y tenían una tapa en la que podía escribir lo que había dentro con el rotulador de los deuvedés. La bandeja especial la tiraba nada más llegar a casa porque nunca tuve intención de hacer flanes en el microondas.Me deshice de la mayoría al empezar Unai a comer normal; tenía un armario lleno sólo con flaneras.
¡Ah sí, los recuerdos! Ya sabes, me disperso. Si me hubieras preguntado hace una semana te habría contestado que la única leche de vaca auténtica que he bebido en mi vida ha sido la de Galicia. En Piñeiro le comprábamos la leche a Filomena, la madre de Cesarito, cada mañana. La hervíamos enseguida y ya podíamos desayunarnos. Acabo de darme cuenta de que, años antes, mi abuelo aún tenía un par de vacas propias, así que imagino que nos tomábamos su leche. Yo era muy pequeño entonces. Coño, M., una se llamaba Rubia y la otra Toura, me acaban de venir sus nombres como en una iluminación. No era ése mi recuerdo de hoy ¿dónde estarían guardados esos nombres en mi memoria para aparecer ahora así, tan de repente?
No hace tanto, mi tía Esther aún tenía vacas, así que en su casa también debíamos de consumir producción propia. No sé, no veo ahora la olla hirviendo en su cocina. De las vacas de mi tía no recuerdo ningún nombre, ni siquiera el de una muy mayor y mansa que tuvo un solo verano. Yo le cogí cariño porque tenía los cuernos como el manillar de una bicicleta de carreras. En casa de Esther pasaba menos tiempo y no solía llevar nunca las vacas al prado así que supongo que no recordar esos nombres es normal. En Piñeiro sí, los de la casa de Diego o la Anita me dejaban ejercer de pastor durante el verano. Las que nunca llevé fueron las de Filomena, a pesar de mi amistad con Cesarito, no es que no me dejaran, es que tenían una vaca muy agresiva, que se te encaraba y te perseguía, y le cogí miedo; se llamaba Gallarda.
Esto es lo que te habría dicho si me hubieras preguntado hace unos días, que sé que este tema te inquieta desde hace tiempo. Gracias a los chinos he recordado que no es así, que antes incluso de estos recuerdos yo ya bebía leche de vaca. Sucedió al ver mi propia mano verter un puré agarrando la jarra nueva por el asa. De forma automática me vino la imagen de la hija de una casera de Ermua a la que mi madre le compraba la leche. Mientras vivimos allí, venía cada mañana una mujer que tenía un caserío en el monte, con unos cántaros grandes metálicos, a repartir leche por el barrio. Pero yo no recuerdo a esa casera, ni a su marido, sólo recuerdo a la hija, que metía una jarra de lata de igual forma que la que me acabo de comprar dentro del cántaro, y con ella medía las cantidades que nos teníamos que llevar. Recuerdo sus manos, con heridas, o sabañones del frío, no sé, cogiendo la jarra y recuerdo que me daba mucha grima ver que la leche al verterse contactaba con sus dedos y pensaba que menos mal que la hervíamos después.
Ya no recuerdo nada más, M., sólo tengo suposiciones. Supongo que no recuerdo a los padres porque yo no bajaba casi nunca al portal a buscar la leche. Supongo que casi siempre veía a la hija porque, quizás, yo buscaba la leche los días que no tenía colegio, y debíamos coincidir.
Para la despedida iba a hacer una comparación con los enormes ojos de las vacas que tan lustrosos sacó Medem en la película que les dedicó, pero no sería justo. Los ojos de las vacas son grandes, M., pero no son brillantes ni alegres, son ojos tristes, lánguidos, lentos y poseídos por el espíritu del aburrimiento. No tienen nada que ver con los tuyos.
Un beso.
R.
P.S. Toura, en gallego, es como un femenino raro de toro: “tora”. En realidad se refiere a las vacas jóvenes que aún no han sido preñadas.