dijous, 28 de febrer del 2013

Pedrito y Julieta


Querida M,
La canción de la semana es “Liverpool”.  Unai me pide que la ponga sólo cuando está “desesperado” por oírla. La susurra y eleva la voz al llegar el estribillo… “Som bolets postindustrials, cementiris nuclears, putxinel·lis sense mans, laberints inacabats”. A mí me ha dado por Marisol. Le puse a Magui el “Corazón contento” de tono para el móvil y se me quedó pegado a los dedos. Para mí Pepa Flores es, sin duda, la criatura más hermosa que jamás ha asomado a una pantalla de cine; en aquella escena del play-back en una gasolinera. Su voz, profunda e inabarcable incluso en la canción más desafortunada del mundo. Tengo una imagen remota de ella, de cuando yo estaba en el instituto aún, en un mitin de Herri Batasuna, puño en alto gritando “Gora Euskadi Askatuta”, con acento en la “u”, que no es que sea incorrecto, es que suena feo y foráneo.
Que esa hermosísima mujer de voz inigualable se retirara a sus aposentos por convicciones personales es un drama para el arte, pero una historia de una poesía infinita. Por eso me vino a la memoria la vida de Pedrito, otro niño prodigio al que le había perdido la pista. Le pedí por Skype a mi amigo Jose que investigara qué fue de él. Jose está en México por cosas de trabajo y tenía unos días libres y me dijo que por qué no, que le gusta investigar. No es igual de interesante y sé que no me creerás, ayer me llamó con el resultado de sus pesquisas; te explico.
Resulta que Pedrito se enamoró perdidamente de su compañera de pupitre, Julieta. Ambos compartían la pasión por la música, ella estudiaba piano y él era el niño cantor de rancheras de su ciudad. Pero todo acababa ahí, Pedrito fue desarrollando un amor enfermizo por la niña que le llevaba a acapararla a tiempo completo. Mientras, Julieta, apocada y triste, accedía a sus deseos con los ojos bajos. Él la obligaba a escucharlo cantar corridos mexicanos y pronto aparecieron los celos.
Los padres de Julieta decidieron cortar de raíz la relación y se mudaron a la ciudad de Axolotl, en la Baja California. Los niños sólo tenían seis años y aún estaban a tiempo de un olvido procedente. La cosa habría funcionado si Pedrito no hubiera compuesto lo que fue una famosísima ranchera en la época de la dictadura de Huerta. La marcha de Julieta lo sumió en una tristeza tan profunda que le escribió estos versos “La de la mochila azul, la de ojitos dormilones, me dejó gran inquietud y bajas calificaciones, ni al recreo quiero salir, no me divierto con nada, no puedo leer ni escribir, me hace falta su mirada”. Tantas veces tuvo que cantar esa canción que nunca pudo olvidarla, se sumió en el alcohol y desapareció de la vida pública.
Se ve que a Julieta la separación le fue mejor y no tardó en recobrar una cierta alegría, nada del otro jueves, me dijo Jose. Así pudo desarrollar su carrera como pianista con normalidad hasta que un día, sentada en un sofá, escuchó cantar a la mujer de la limpieza aquella ranchera desgastada. Le llamó la atención la letra y comenzó a recordar, removió sus trastos de infancia y encontró la mochila que llevaba al colegio cuando niña. Según parece, los fantasmas del pasado estaban en el mismo baúl.
Aquí la historia se me complica. Jose me dice que Julieta resolvió sus cuitas componiendo otra canción. En ella le decía “Porque sé que me espera algo mejor, alguien que sepa darme amor, de ese que endulza la sal y hace que salga el sol. Qué lástima pero adiós, me despido de ti y me voy”. Pero no he sido capaz de documentarla, no la he encontrado por ningún sitio y, bien mirado, todo amanece inverosímil y Jose parecía reírse de mí mientras me lo contaba.
Un beso.
R.

dimarts, 26 de febrer del 2013

Ladrones

Querida M,
El sábado, aprovechando que Unai estaba jugando en su habitación, pusimos “Lo imposible”. Cuando oyó la música promocional de la productora vino corriendo al comedor, “¿vais a ver una película?” y ya no hubo forma de sacarlo de allí. Pasó las dos horas metiendo la cabeza bajo un cojín pero no quiso marcharse hasta no saber si la familia se reunía de nuevo al completo. Yo, a veces, me reía de él y él se enfadaba, “¿cómo te puede hacer gracia ver a esa mujer sangrando?”
Vi muy bien que la reedición en dvd de los capítulos viejos de Barrio Sésamo fuera considerada moralmente para adultos. Es lo que merecemos. Hemos puesto tantas pegas a llamar a las cosas por su nombre, nos hemos acostumbrado tanto a ponernos la venda antes que la herida, y a ver fantasmas donde no los hay, y no verlos donde están en realidad, que hemos acabado por criminalizar a las marionetas.
Para empezar, el nombre del barrio es muy poco afortunado. Podría llamarse el barrio de Nunca Jamás, el barrio de las Maravillas, no sé, muchos otros nombres más apropiados para mantener limpia la mente de los niños. Ponerle Sésamo implica inducir a los niños al conocimiento de un cuento que nada tiene de bueno para ellos, un cuento que ningún niño cuya formación nos preocupe debería leer. Y es que la historia de Alí Babá, una de las últimas que Scherezade le cuenta al sultán, tiene muy poco que ver con las versiones que circulan por los mentideros del cuento infantil y de las películas de Hollywood.
Violencia, M., la historia de Alí Babá está llena de violencia. El hermano de Alí, Kasim, muere descuartizado en seis trozos que son colgados en la cueva para su putrefacción posterior. Treinta y siete de los ladrones son quemados con aceite hirviendo, el jefe, del que nunca sabemos el nombre, muere acuchillado, y los otros dos mueren decapitados de un espadazo.
Truculencia también hay. El autor se regodea en el olor a asado que ofrecen los ladrones quemados dentro de las tinajas que los ocultan. Tampoco tiene desperdicio la idea que se les ocurre para que la muerte de Kasim parezca natural y no un asesinato, buscan a un zapatero ciego capaz de coser los seis trozos del cadáver y dejarlo como estaba como si hubiera muerto por enfermedad.
Hay venganza, avaricia y maldad en el cuento. El personaje de verdad protagonista, la criada medio hija, Morgania, es una psicópata en potencia y teje maquiavélicos planes con tal de conservar un botín que, a fin de cuentas, es robado. Pasa por ser la buena del cuento porque salva a su familia de morir, pero a base de un asesinato masivo, ocultación de cadáveres y artimañas increíbles.
Y erotismo, M., también tiene erotismo Alí Babá. Pasamos por alto el hecho de que la avariciosa mujer de Kasim se convierte en la segunda mujer de Alí después de enviudar, pero el momento cumbre de Alí Babá llega con la danza de Morgania, la erótica danza en la que la asesina en serie lleva los pechos tan erectos que el jefe de los ladrones no puede mirar hacia ningún otro lugar y tan hipnotizado queda que se deja acuchillar sin ninguna oposición.
Ahora somos adultos y ya podemos ver Barrio Sésamo con nuestras mentes limpias de gente adulta y podemos leer cómo los cuarenta ladrones caen asesinados uno por uno. ¡Cómo caen los años en las garras de los ladrones de tiempo si nos despistamos!, goteando, M., hasta no quedar ninguno. No dejes que los Hombres Grises toquen nunca tu reloj, verás cómo así el tiempo parece no pasar y yo te seguiré queriendo igual, como si todos los ladrones hubieran conseguido salvar la piel.
Cuarenta besos, uno por ladrón, ¿o deberían ser más?
R.
P.S. Al acabar Scherezade su historia, el sultán desvela su admiración por Morgania y asegura que si las mujeres de su reino hubieran sido igual de audaces no habría tenido que matarlas. Angelito.

divendres, 22 de febrer del 2013

Humedad

Querida M,
Salía agua por debajo de la puerta del primero derecha. Era la una de la madrugada y yo volvía del cine. Noté que penetraba la humedad a través de la suela de mis zapatos. Se había apagado la luz que iluminaba la escalera y a mí me daba pereza volver a encenderla, me veía capaz de llegar hasta mi puerta sin usar la vista. Sin embargo, las pisadas sobre el charco me obligaron a apretar el interruptor y entonces vi el agua, no a borbotones pero sí constante.
No podía avisar a Magui, que seguro dormía y me arriesgaba a despertar a Unai. El agua caía por el hueco de la escalera y bajaba por los marcos de las puertas del entresuelo, como si se tratara de un líquido viscoso que se aferrara a ellos. Llamé al timbre de la puerta que segregaba la humedad, nunca tuve idea de quién vivía allí y no me pareció la manera más deseable de conocerlo. “Estarán dormidos”, pensé, e insistí en pulsar el timbre aún a pesar de que su sonido era tan estruendoso que en plena noche las paredes parecían temblar.
Sé que desistir, olvidarlo todo y dejar que las cosas sucedan puede parecer incívico, pero la idea se me pasó por la cabeza. Vivían justo debajo de mí, sólo tenía que subir unas escaleras más y meterme en casa como si no me hubiera dado cuenta. Las ganas de huir casi habían vencido cuando me apoyé en la puerta para reflexionar y ésta cedió. Me asusté, tanto por la movilidad de mi punto de apoyo como por lo inesperado de la nueva situación. Un golpe de agua, algo más espesa salió de repente y luego el flujo volvió a ser como al principio.
La cosa cogía mal color, metí la nariz y salió mi vocecilla de sentirme abandonado, “¿hay alguien?”, “¿hay alguien?”, repetía insistente, palpando las paredes buscando el interruptor. Los pisos de aquel bloque son todos iguales y tuve un segundo de alivio al encontrarlo, pero no funcionaba. Lo pulsé varias veces, nervioso, como si eso fuera a servir de algo. Tenía los calcetines empapados de ese líquido, a cada paso más caliente. ¿Y si no vivía nadie allí? Quizá esa sensación de quedarme pegado al suelo al caminar fuera simple suciedad acumulada.
Avancé por el pasillo confiado en que era idéntico al de mi piso, levantando un poquito la voz mientras cogía confianza al sentirme cada vez más dentro de aquel hogar ajeno. “¿Hay alguien?” Tropecé con algo y caí. Empapé los pantalones y metí las manos en un líquido que en ese instante me pareció repugnante. Llevé las manos a mi nariz pero aquello no olía a nada, aún así daba una extraña sensación de nauseabundo. “¿Hay alguien?” Ninguna respuesta, pero un nuevo descubrimiento, el líquido caía por las paredes del comedor de mis supuestos vecinos. De un mueble con vitrina asomaba un cable que echaba chispas y que seguramente tendría la culpa del apagón. El cable se balanceaba y me rozó la cabeza. El gesto violento por esquivarlo hizo que me percatara de cuánto me costaba moverme. Me agaché y toqué de nuevo el líquido con los dedos, un centímetro, quizá dos, la altura no había subido, pero estaba más caliente que el de la entrada, más espeso. Del ventanal de la terraza entraba algo de luz, igual la luna, igual la iluminación del campanario de la iglesia, ya distinguía sombras, “¿hay alguien?”
Nadie en la cocina, tampoco parecía venir de allí el escape. En ese momento sentí como si una mano imaginaria me agarrara por el hombro. Me quedé paralizado por un ruido plomizo que pareció atravesar todo el pasillo y querer sujetarme. El miedo me sobrecogía de tal forma que creía ver ojos en todos los pomos, no había ninguna mano, la puerta de la calle se había cerrado de repente, pero no era capaz de darme cuenta de ello. “Estoy aquí, he entrado por el escape”, traté de decir. Nadie parecía escucharme, yo sentía presencias pero no había señales de que fueran ciertas.
Con el suelo de la cocina seco decidí entrar en el dormitorio. La puerta estaba cerrada. Llamé con los nudillos por si acaso. Nadie respondió. “¿Hay alguien?” No. Abrí y una larga oleada más caliente y más espesa me pasó por encima de los tobillos. Trastabillé de nuevo, la oscuridad me hacía perder el equilibrio, traté de apoyarme y noté que el líquido caía por la pared, entrometiéndose entre mis dedos. Entonces no tuve duda de que aquello era sangre. No era capaz de gritar, había otro interruptor y lo pulsé sabiendo que no funcionaría. Lo pulsé muchas veces. Mis ojos se acostumbraban a la luz verde del campanario que también penetraba en aquella habitación. Una gota de aquella sangre me cayó sobre la frente, levanté la mirada y me di cuenta de que venía del piso de arriba.
Un beso.
R.
P.S. Ya sabes que lo de verdad irreal en esta historia es que yo no he pisado un cine desde que nació Unai.
Otro.

dilluns, 18 de febrer del 2013

Cesarito, Marcelino y el gran Espinàs

Querida M,
Tengo en la estantería un libro que no es mío. El único. Lo compré para enviárselo a Cesarito, a Piñeiro, pero siempre que me acuerdo lo cojo, me lo llevo al lavabo un rato, lo releo y me da lástima deshacerme de él. De esta semana no pasa que me acerco a correos y se lo mando.
Cesarito se licenció de la mili un verano y todos los niños de la aldea nos tiramos a su cuello porque era la alegría del lugar, la locura y el juego permanente. Al poco me lo quedé para mí, todos los veranos y algunos inviernos que pasé en Piñeiro me separé de él lo justito. P0r las mañanas me levantaba temprano y si no había nadie libre rondaba su casa, esperándole para ir a coger maíz, hierba, patatas, cualquier cosa que conllevara conducir el tractor o la segadora. Su madre, Filomena, me decía que lo despertara, no podemos decir que fuera madrugador,  y yo le tiraba piedras a la ventana.
Ahora, cuando puedo, bebo Estrella de Galicia. No es morriña, es que está buena. Si fuera por el recuerdo que tengo de ella no la volvería a beber por nada del mundo. De niño, en Galicia no había otra y mi memoria no la asocia a nada bueno. Es posible que no fuera culpa sólo de la cerveza, por lo general se tomaba “del tiempo” y eso no ayudaba. Cuando iba con Ana a la Rigueira la tomábamos allí caliente, en pleno agosto, porque Marcelino no tenía nevera.
Marcelino era tratante de vinos y venía gente de bastante lejos a comprarle. Quizá por eso la frialdad de la cerveza no acababa de interesarle; no era su negociado. Marcelino era un hombre inmenso, de risa inmensa, de cabeza inmensa, de anecdotario inmenso. Me vendía o regalaba, a veces, cromos de futbolistas de temporadas pasadas que le habían quedado por algún rincón del mostrador. La Rigueira era una especie de colmado surrealista cuyo único defecto era no tener refrigerador. Si por septiembre aún andaba por allí, salía a coger moras con Carmiña, las echábamos en un cubo y Marcelino nos las compraba. Supongo que las echaba en el vino para darle color, ahora dirían afrutado. Carmiña era una máquina de coger moras, con esos dedos ágiles en el esquivar de las espinas.
El libro que le guardo a Cesarito es el viaje a pie que hizo el gran Josep Maria Espinàs por toda esa zona. Explica Espinàs que entró en el bar de Marcelino a pedir agua y le atendió María (él no sabe que se llama así) y ella le dice que tiene que ser de manantial. El pobre viajero se sorprende al ver que el manantial es el tubo de goma que reposa en el suelo a modo de manguera. Describe a María como una mujer canosa, aunque no muy mayor, vestida toda de negro; no sabe que Marcelino acababa de morir muy poco antes de pasar él por allí. Dice Espinàs que cuando se marcha de allí abandona un lugar llamado A Regueira, yo siempre lo dije con “i”, pero no sé la grafía. Lo que no sabía Espinàs es que aquel lugar era Piñeiro, pero que por aquella época no tenía un cartel que lo anunciara, simplemente llegabas allí. No sé cómo se las apañó Marcelino para poner un letrero en la carretera que anunciaba que habías llegado a su establecimiento, a La Rigueira, entre paréntesis decía Balboa, que es el nombre de la parroquia.
Prometí a Cesarito que le enviaría ese libro la última vez que estuve allí. Le conté que en él se puede leer un curioso cotilleo del bar de Pacior y él me dijo que le haría gracia tenerlo. Cuando llegamos su perro asustó a Unai y él no estaba. Pasamos un rato charlando con su mujer y viendo las vacas hasta que al final del camino vimos una polvareda y pensamos que volvía a casa. Pero no era él. Aquél que conducía igual, como un loco, era su hijo pequeño, que no debía de tener más de quince años, llevaba una camiseta del Madrid y ya derrapaba con el tractor.
Un beso.
R.

dissabte, 16 de febrer del 2013

Líquidos

Querida M,
Hoy he visto a los surfistas por la ventana de mentira y me ha parecido que tiene que ser muy emocionante. No encuentro motivos para mojarme los pies más allá de la higiene y el cabello húmedo vuelve turbadoras a las mujeres y ridículos a los hombres. Hubo quien creyó que el agua había que embotellarla en azul para que parezca más pura, cuando veo a esos deportistas desfallecidos hacerla caer a chorros por las comisuras de sus labios siento que nada malo puede sucederles. Sin embargo somos mayoría los que la preferimos sometida a diversos procesos de destilación.
El triunfo mayor del capitalismo se plasma en la confianza ciega que depositamos en las latas de Coca Cola. Bebemos su contenido ajenos por completo a la desconfianza de lo que pueda hallarse dentro. Estamos seguros de que no habrá nada que no sea Coca Cola. Y no es porque pensemos que las personas que la fabrican son buenas personas, es porque sabemos que cualquier incidente dentro de una lata puede suponer pérdidas millonarias a la compañía. Así es como confiamos a pies juntillas es su afán de lucro por encima de la honradez de sus trabajadores.
No se han investigado suficiente las propiedades del esperma. Es un líquido que se comporta de forma tan extravagante en los distintos elementos que estoy convencido de que tiene usos insospechados para la industria. No hablo de vulgares mitologías sobre la cosmética. Hablo de la industria pesada, de los grandes aparejos que mueven el mundo. Creo que no se estudia porque su producción generaría polémica, pero quién dice que no tiene potencialidades extraordinarias.
Me irritan los que comparan otras drogas con el alcohol. Es como comer carne cruda; quizá alimenta, pero carece de civilización. El alcohol es el refinamiento absoluto de la necesidad imperiosa de drogarse del ser humano evolucionado. Un mono puede mascar hojas de plantas hipnóticas, pero no tiene la paciencia suficiente para esperar veinte años a que un brandy sea capaz de hipnotizarnos sólo con el olor.
Hace muchos años comencé un cuento en el que un hombre había descubierto que el secreto de la inmortalidad residía en no probar el agua a lo largo de toda una vida. La combinación de hidrógeno y oxígeno era un veneno que a la larga devenía mortal. Por desgracia ese hombre moría oculto, perseguido por la relevancia de su descubrimiento y por ser la prueba evidente de su teoría. Moría con más de cuatrocientos años por los efectos del agua que había consumido antes de darse cuenta de una verdad que toda la comunidad científica trataba de evitar.
Estoy escuchando a Itoiz. Enjugar tus lágrimas de calcio…
Debería llover.
Un beso.
R.
P. S. Recorrer una por una todas tus trenzas, con el tren eléctrico que nunca me regalaste. ¡Qué grandes!

dimecres, 13 de febrer del 2013

Luces

Querida M,
A mi padre no acababan de gustarle las películas de los hermanos Marx. Podían hacerle algo de gracia, pero cuando se ponían a tocar el arpa o el piano le entraba el sueño y perdía el hilo del argumento, si es que alguna vez tuvieron argumento. Sin embargo, de joven debió de verlas todas porque, para él, Harpo Marx siempre fue el tipo capaz de encender una bombilla con la electricidad acumulada en los rizos de su cabeza.  Esta descripción me inculcó durante años la brumosa idea de que el inventor de la iluminación eléctrica había sido un actor de cine.
A Scott Summers y su hermano Alex su padre los llevó un día a una excursión aérea a bordo de un avión de fabricación británica conocido como De Haviland Mosquito; y eso les cambió la vida. No fue un acto de inconsciencia, el padre era un aviador del ejército norteamericano y pensó que a los chavales les haría ilusión darse una vuelta. Además, Chistopher Summers no cometió ninguna imprudencia pilotando a su “Mossie”, como cariñosamente se conocía este modelo; no se estrellaron por una impericia o un problema mecánico, una nave extraterrestre en misión de reconocimiento se topó con ellos en pleno vuelo y los atacó, incendiando el aparato. El padre arrojó a los niños al vacío para salvarlos, pero el paracaídas de Scott estaba en llamas y no logró evitar un terrible golpe en la cabeza al tocar tierra. Ese día, Scott Summers se quedó huérfano, fue separado de su hermano, olvidó toda su infancia y perdió la capacidad para controlar los rayos ópticos que comenzaron a salir de sus ojos. Ese día nació el Cíclope, el miembro de la Patrulla X que oculta la mortífera luminosidad de su mirada tras unas tecnológicas gafas de sol.
La única persona que conozco capaz de emitir luz con la mirada eres tú. No es una luz violenta ni extremada, es una luz tenue, parecida a la que emiten las bombillas de bajo consumo recién encendidas. Lo descubrí un día que nos quedamos a oscuras; se fundió un fluorescente, yo hice una broma sobre nuestra repentina ceguera y al reírte abriste los ojos tanto que nos vimos las caras. Tú disimulaste, claro, yo giré un poco el fluorescente y logré que funcionara de nuevo. Y seguimos charlando como si tal cosa.
Desde entonces busco tus ojos siempre a la caza de un rayo de luz que me confirme lo que vi aquel día. Como no ha vuelto a coincidir que nos quedemos a oscuras es difícil de saber, pero creo que son muchas las ocasiones en que no es el brillo en tus pupilas lo único que luce. Por si acaso, no dejaré de mirarte, no me lo tomes a mal.
Cuentan que Edison dio con el modelo definitivo de bombilla al probar con la número 1000, pero que no consideró fracasados los 999 intentos anteriores. Él decía que gracias a esos intentos había logrado saber 999 maneras de cómo no se hace una bombilla. No sé qué número hace este intento de escribirte, M, pero seguiré tratando, como Edison, de que me sigas iluminando.
Un beso.
R.

dilluns, 11 de febrer del 2013

Robinsones

Querida M,
Hay en el mar Caribe un banco de arena conocido con el nombre de Serrana Bank. No tiene vegetación ni agua y no estuvo en las cartas marinas de los navegantes que hacían la ruta entre La Habana y Cartagena de Indias hasta entrado el siglo XVII.
A ese inhóspito pedazo de tierra fue a parar el capitán español Pedro Serrano en 1526 a causa de un temporal. Cuando el inca Garcilaso describe el Perú, al inicio de sus “Comentarios Reales”, explica la extraordinaria historia de Serrano y cómo sobrevivió a ocho años de privaciones infrahumanas.
Pedro Serrano se alimentó durante todo ese tiempo de moluscos, crustáceos y tortugas crudas. Sustituyó el agua por sangre de tortuga y con caparazones y corales logró construir un pequeño refugio e ideó un sistema para recoger el agua de lluvia.
De los dos marineros que naufragaron con él, uno de ellos murió a los pocos días y el otro permaneció a su lado durante tres meses, hasta que aparecieron dos nuevos náufragos en un bote. De esos dos nuevos compañeros uno marchó en el bote junto al marinero que ya había naufragado con Serrano, en busca de la costa de Nicaragua, mientras el otro se quedó con él durante los ocho años que tardó un navío en vislumbrar sus señales de humo.
Una vez rescatados, el compañero de Serrano murió en la travesía de regreso a casa. Pedro Serrano escribió su historia y se convirtió en un célebre personaje de la época, dando nombre a aquel malhadado banco de arena que se conoce por Serrana Bank. Doscientos años después, Daniel Defoe conoció la historia de Pedro Serrano en uno de sus viajes por España y en ella se inspiró, junto con la menos apasionante historia del náufrago británico Alexander Selkirk para escribir su Robinson Crusoe.
El escrito original de Pedro Serrano se encuentra en el archivo de Indias de Sevilla. Aún no hace muchos años que unos aventureros norteamericanos visitaron Serrana Bank y hallaron restos de los utensilios de los náufragos así como su precario refugio.
No deja de ser curioso que la isla del archipiélago Juan Fernández en la que naufragó Alexander Selkirk lleva ahora el nombre de Robinson Crusoe, mientras que se bautizó como Alejandro Selkirk otra isla del mismo archipiélago en la que probablemente el personaje nunca estuvo.
Un beso.
R.

dijous, 7 de febrer del 2013

Las fotos y el tiempo

Querida M,
Me ha sucedido algo tan extraño que no sé si contártelo. Bueno, sí lo sé. Estaba buscando las fotos del carnaval del año pasado para enviártelas y no las encontraba. Ya estaba por desistir cuando me han llamado a la puerta. Era el cartero, me traía un paquetito en un sobre fluorescente con remitente Unai G. y matasellos de Londres, 24 de febrero de 2052.
Dentro del sobre había una pequeña nota escrita en la que Unai me decía que estaba a punto de poner un disco para su nene (el vinilo vuelve a ser el método de reproducción musical más popular) y al ir a escoger qué cuento podía contarle se ha encontrado con un libro viejísimo, con un oso en la portada, titulado “Yo”. Ha pensado que a él de pequeño ese cuento le gustaba mucho y que nunca se lo había contado a su hijo, que nació en 2048.
Al abrir el libro para explicarle la historia al nene, Unai se ha dado cuenta de que de dentro de sus páginas caía una tarjeta Sd, de ésas que se usaban antiguamente para la memoria de las cámaras fotográficas... Y le ha picado la curiosidad. Se ve que en esos años ya no se utilizan tarjetas, pero pensó que en su caja de recuerdos, junto al helicóptero rojo y a su osito de tela, tenía un lector compatible y que cortándole el cable y retocando un poco la conexión podría servirle.
Le ha puesto a su niño un vídeo de un personaje muy popular en el Londres de la época para distraerlo y ha comenzado la tarea (vale decir, perdón por la catalanada, que Londres, en el año 2052 ya no pertenece a Inglaterra, pero ésa es otra historia). Me cuenta que, cuando ha logrado leer la tarjeta en su ordenador, se le han asomado las lágrimas a los ojos. La tarjeta contenía muchas fotos suyas de bebé y de niño que creíamos perdidas.
Ha regresado al comedor a contar el cuento que tenía pendiente y se ha percatado de que tenía una dedicatoria y ha pensado que debía enviármelo. Él sabe que me acabo de jubilar y ya sólo vivo de recuerdos, así que ha pensado que me gustaría recuperar ese cuento. Ha escrito deprisa y corriendo la nota explicativa y me lo ha mandado, pero se ha quedado con la tarjeta, dice, porque la mayoría de las fotos son suyas y quiere traspasarlas a formatos nuevos.
Así que he mirado otra vez dentro del sobre y he sacado el cuento “Yo”, con su oso degradado en la portada, los bordes roídos por el tiempo y tu dedicatoria intacta, M. Por un momento me ha intrigado la posibilidad de que ese ejemplar hubiera sustituido al mío, aún nuevecito. He ido al cajón de los cuentos de Unai y no lo he visto, pero he dado un vistazo alrededor y lo he encontrado bajo su almohada, lo ha estado hojeando esta noche. Lo he abierto y he leído la dedicatoria idéntica, todo igual y he respirado tranquilo, la única diferencia son los 30 años que los separan.
Aún no comprendo muy bien cómo puedo tener dos ejemplares del mismo libro, pero no he tenido tiempo de reflexionar sobre ello, al abrirlo, de su interior, se ha deslizado la tarjeta de mi cámara que Unai ha debido esconder ahí en un momento en que yo anduviera despistado. Te adjunto las fotos.
Un beso.
R.

dilluns, 4 de febrer del 2013

El racó del Dandy


Querida M,
La María parecía retroceder en el tiempo. Cuando fuimos a vivir al lado del colegio, ella regentaba el bar “Racó del Dandy” y ya entonces parecía una mujer demasiado mayor para estar a cargo de semejante responsabilidad. Pasaban los años y lucía cada vez una imagen más juvenil, vestía chándal y se desenvolvía mejor detrás de la barra. Incluso, cuando Unai le hablaba con su vocecita, parecía haber olvidado su sordera y le entendía casi todo sin necesidad de repetirlo.
Vi por el televisor  a un supuesto experto en algo comentar la serie “Mash” diciendo que su acción transcurría durante la guerra de Vietnam. Es lo malo de algunos expertos, que no tienen ni idea de lo que hablan. Ese tipo se está forrando vendiendo libros de autoayuda para ejecutivos. ¿Querrá esto decir algo? Poco después, en el mismo programa, vi a otro experto comentar la serie “La Barraca”. Ahora no recuerdo bien lo que dijo pero sí que, de sus palabras, lo único claro que podía extraerse es que o no había visto “La Barraca” o no se acordaba de nada.
En el “Racó del Dandy” era fácil encontrarse por las mañanas otra persona sorda, el carpintero. Durante muchos años, al pasar por delante del bar, se le podía ver sentado en la mesa que hay junto a la ventana, acompañado por el portero del colegio. Se esperaban el uno al otro para almorzar. Como María no hacía nada de comer, desplegaban sus bocadillos por la mesa, sacaban cubiertos y María les servía las bebidas. El portero del colegio es poco hablador así que a mí me parecían la pareja de amigos perfecta: un hombre callado y un sordo que almuerzan juntos, cada día. En silencio.
Despidieron a la panadera del culo extraordinario. Los años que llevaba a Unai a la guardería o cuando comenzó el colegio fui infiel a “El racó del Dandy” e iba allí, me compraba el pan y me tomaba un carajillo. La panadera me acogió en el local como su asesor en todos aquellos aspectos de la vida que implican papeleos; tiene una niña de la edad de Unai y a veces una total estupefacción ante sus necesidades escolares. Dos padres, con niños de tres años, estábamos condenados a la conversación.
Cada vez que iniciábamos una charla, María me descubría un lugar inédito en el que había vivido en algún momento de su vida. Ha pasado por cualquier vicisitud que pueda imaginarse y nada a sus anchas en todas las aguas. Como la sordera y su edad, sus ideas iban y venían según el cliente que tenía delante así que nunca sabré si era yo el único al que decía la verdad. Ella es de Vic y dice haber conocido a Baltasar Porcel cuando ambos eran jóvenes, en Mallorca. Tiene mucho acento catalán pero tanto se queja de lo pueblerinos que son algunos catalanes empeñados en hablar su lengua como de los foráneos incapaces de aprenderla.
En “La Barraca” se explica la historia de Batiste, un hombre que emigra a una localidad del campo valenciano tratando de iniciar una nueva vida con su familia y se encuentra con el violento rechazo de todos sus vecinos, que lo culpan de haber ocupado la barraca de la que desahuciaron a su anterior habitante, el “tío Barret”. A la panadera del culo extraordinario no la echaron por incompetencia sino porque la panadería se traspasó y las nuevas propietarias creían que podían llevarla por sí solas. Durante un tiempo yo, como los enemigos de Batiste, sentí la reticencia a entrar en ese lugar ocupado ahora por personas extrañas y la primera vez que les compré el pan buscaba cualquier excusa para criticar los cambios realizados en el local. Pasaron los meses y mis reticencias no acabaron de ceder; ya no les compro el pan, ni tomo carajillos allí. Mientras pude, regresé al cálido redil de la María.
Durante el tiempo en que abandoné el “Racó del Dandy” por el café de la panadería ocurrieron cosas sorprendentes. Hubo un tiempo en que al pasar por delante veía sentado solo al portero del colegio, con su cuchillo y su barra de pan. Como sólo iba los domingos a tomar un vermú con Unai o alguna tarde que me veía con ganas nunca me atreví a preguntar. ¿La pareja perfecta se habría enemistado? Pero no, un día pude escuchar cómo la María le preguntaba al sobrino del carpintero por la salud de su tío y éste le comentaba que ya iba un poco mejor. Al poco tiempo ya se les veía almorzando juntos de nuevo.
La María se lesionó un brazo y el “Racó del Dandy” ha cerrado para siempre. Al menos en la época en que volví allí pude comprobar que, definitivamente, el carpintero y el portero se habían peleado, aunque por más que pienso no logro imaginar la manera. Seguían sin hablarse, claro, pero el portero se sentaba en la mesa mientras el carpintero sordo se quedaba en la barra, rodeado de los otros carpinteros, pero con más cara de incomunicación que nunca.
Un beso.
R.

divendres, 1 de febrer del 2013

Elisabet Trabes y el amor

Querida M,
Bajó del autobús en la parada equivocada, pero cuando quiso darse cuenta del error había llegado a su destino. Volvió a mirar el plano que llevaba y no lograba comprender la situación. La oficina del paro estaba ante sus ojos, en la planta baja del 24 de la calle Amador Prats. Pero él se había bajado en la calle Elisabet Trabes, como poco a un kilómetro de distancia. Ya que estaba allí aprovechó para realizar la gestión. Regresó a su casa en el autobús correcto, obsesionado por lo que le acababa de suceder.
El primer día que tuvo libre aprovechó para regresar a la calle Elisabet Trabes y hacer el recorrido a pie hasta Amador Prats. Tres veces. Había memorizado el plano y no encontró ningún itinerario que le permitiera tardar menos de veinticinco minutos. Pero aquel primer día, sólo girar la esquina, había aparecido allí, como por un encantamiento. Decidió dedicar más esfuerzos a ese tema, debía llegar a la clave del asunto. Empezar desde el principio.
Fue a una biblioteca e intentó averiguar algo sobre la historia de aquellas dos calles en un nomenclátor de la ciudad. No es que eso le pareciera relevante, pero pensó que lo mejor era situar la acción en su contexto. Ahí la cosa se empezó a complicar. Las dos calles aparecían citadas en el libro, sí, pero sin ninguna información. Ni rastro de quiénes eran las personas a las que se había dedicado la calle. Ni rastro de por qué se escogieron esos nombres. Ni rastro de qué nombre habían tenido antes, si es que tuvieron alguno.
Intentó conseguir información en el ayuntamiento, pero allí nadie sabía nada especial sobre esas dos calles. Se puso en contacto con historiadores que se burlaron de él y, por fin, dio con alguien que parecía conocer la verdad. Logró concertar una cita con uno de los cronistas oficiales de la ciudad que, desde el primer instante, se había mostrado intrigado por la cuestión. Pidieron unos cafés y enseguida le preguntó quién era Amador Prats. El cronista se afiló sus largos bigotes y le respondió con otra pregunta: “¿Y a qué vienes ese interés? Necesito saberlo”. Él no le quiso explicar su asombroso viaje en autobús para que no lo tomara por loco y se escudó en un interés motivado por el desinterés general.
El periodista no pareció convencido. Aún así comenzó la explicación. “Amador Prats no fue nadie importante”, le dijo. “Pasé años tras su pista, escarbando en árboles genealógicos, hasta que di con algunos de sus descendientes. Amador Prats fue un campesino analfabeto que nació en el siglo XVIII. Un hombre hermosísimo que un día se acercó a Barcelona a comerciar con sus productos y nunca regresó. Se perdió en la ciudad, dio vueltas y vueltas, preguntando, sin ser capaz de salir de la calle que ahora lleva su nombre”.
“¿Y Elisabet Trabes?” Insistí. Perdón, insistió. El cronista sonrió con malicia. “Ella fue más fácil de encontrar, aunque estaba mejor escondida. Era la cuarta hija de una de las familias más acaudaladas de aquella misma época, la hija díscola, según parece. Vivían en la calle Amador Prats, aunque nadie sabe cómo se llamaba entonces. Incluso tenían su propia capilla allí”. Y en ese punto dejó caer como con un gesto de gracia la taza de café sobre el plato. “¿Y ya está?” “Sí”, me contestó. “¿Qué más esperaba usted?”
No esperaba nada en particular, pero la sonrisa que el cronista tenía en la cara hacía entrever que sí que había algo más. Se encogió de hombros. No sabía, muchas casualidades, ¿no? “Los datos acaban aquí” continuó aquel pozo de sabiduría, “ahora sólo queda la imaginación popular”.
Cuentan que fue la propia Elisabet Trabes la que encontró llorando al perdido Amador Prats y que se apiadó de él y que lo encontró un hombre tan dulce que se enamoró de él. (La cosa se ponía muy ñoña, pensé). Cuentan que lo escondió y se entregó a él en la capilla familiar y que cuando la familia fue avisada del escándalo los separó en pleno acto. Cuentan que mientras lo golpeaban a él, a ella se la llevaron profiriendo unos gritos tan salvajes que hubo gente que los escuchó en localidades cercanas. Cuentan que ella aún tuvo fuerzas para huir, regresar a la capilla y enterrar el cadáver de su amado escarbando con sus propias manos. Cuentan que la familia quedó tan avergonzada por aquellos acontecimientos que destruyó la capilla, se trasladó y construyó una nueva en la calle que ahora se llama Elisabet Trabes, donde yacen todos sus miembros hasta que la estirpe desapareció sin mucha explicación.
Que la única tumba que no lleva nombre sea la de Elisabet tampoco tiene explicación, pero se imagina. Que la calle sí lleve su nombre ni tiene explicación, ni se imagina, ni se comprende. Me miró a los ojos. “Se contaron muchas otras cosas curiosas e increíbles sobre aquella separación, sobre aquellos gritos que se escucharon, sobre aquella relación, ¿me contará usted ahora de dónde vino su interés?”
Un beso.
R.