divendres, 20 de setembre del 2013

Libreros y pitufos


Querida M,
La mayor parte de las cosas que ahora todavía sé, la aprendí de niño en una enciclopedia de Argos Vergara cuyos volúmenes comenzaban siempre con la palabra “Dime”. Dime por qué, dime qué es, dime dónde está. Había uno incluso que explicaba las posibilidades de futuro y las potencialidades de las personas a través de unos iconos con los que descubrí que yo nunca serviría para ropavejero; se llamaba “Dime cuál será mi profesión”. En total yo tenía siete tomos, aunque me consta que había alguno más. Creo que debo buscarlo.
Con el tiempo, cuando ya me los sabía todos de memoria, mi preferido pasó a ser el número cinco, el equivalente a una historia de la literatura para jóvenes, “Dime cuéntame”. Recorría ese tomo las grandes obras incluyendo un pequeño párrafo, un poema, un relato de cada una de ellas. Ahí descubrí el poema “A una nariz”, los lagartos llorones de Lorca, las greguerías del alfabeto, un cuento increíble de “El Conde Lucanor” sobre un tipo que le corta la cabeza a un caballo, la historia del ojo de cristal de Daniel… Pero de entre todas, había una historia que me gustaba especialmente, una historia que no abandoné y me convirtió en un ser insistente. En el apartado “Pueblos y letras hispánicos” se reproducía un artículo de Julio Camba  en el que explicaba cómo era una corrida de toros en Alemania.
A mi padre le encantaban los Pitufos. No los tebeos ni, demasiado, los dibujos animados; le encantaba su forma de cantar y encontraba fascinante cómo conseguían esas voces trinadas como una armónica. Por aquellos años triunfaban de la mano de un viejo que se hacía llamar “El padre Abraham”. Creo que el primer regalo musical que me hicieron fue una cinta de Enrique y Ana que incluía la canción “La gallina cocouá”, aún podría cantarte esas canciones, si me dejas. Años después me regalaron mi segundo casete infantil: “El gran libro de los juegos pitufos”. Era genial, tenía el ajedrez pitufo, las damas pitufas y la oca pitufa, “desde pequeñito me quedé, me quedé, algo resentido de este pie, retrocede cuatro casillas”. Me quedé el libro, pero el casete se lo llevó mi padre al camión porque mis gustos musicales habían variado para entonces. No dejaba de ser fascinante verlo al volante, con el brazo izquierdo moreno por la ventanilla, la faria en la boca y una botella de vino en el cuerpo, escuchando aquellas canciones, y su sonrisa cada vez que se acababa una cara y se oía a un pitufo decir “¿se ha terminado la cara A? Pues dale la vuelta a la cinta y sigamos pitufando”.
Supongo que, de tanto en tanto, yo dejaba caer la idea de cuánto me gustaría poder leer un día  algún libro de aquel Julio Camba que tanta gracia me hacía sólo en unas pequeñas líneas. Digo supongo porque no tengo noción de haber sido muy pesado, pero sí creo que podría vérseme pulular por casa, con aquel tomo en las manos, diciendo qué bueno tiene que ser este Julio Camba. El hecho es que un día, no sé si por mi cumpleaños o por el día de reyes, me regalaron dos libros suyos de segunda mano, una edición de 1959 de “Un año en el otro mundo” y otra de 1971 de “Sobre casi nada”. He de decir que no estaban mal, pero no eran como los había imaginado. Siempre me pregunté cómo había hecho mi padre para conseguir esos libros. Si se había apuntado a escondidas, con su letra insegura, el nombre del escritor. Si había recorrido las pocas librerías que había en Vitoria preguntando por un escritor por entonces casi olvidado.
Hace unos años, la editorial de unos amigos publicó un libro sobre anécdotas de libreros. Uno de ellos me preguntó si podían incluir algunas de las mejores que me habían pasado a mí y le dije que no, que no me parecía bien. Algunas de aquellas anécdotas se burlaban de la gente, de personas que no sabían pronunciar bien Rodoreda, y me hicieron pensar en mi padre, recorriendo, quizá, las librerías de Barcelona con un papel garabateado en la mano buscando un regalo para mí, y en muchos libreros de esta ciudad riéndose de él al salir por la puerta sin haber encontrado lo que buscaba.
Un beso.
P.S. Uno de los textos de aquel “Dime cuéntame” recogía un breve episodio de Mariona Rebull, de Ignacio Agustí, aún popular entonces. El verano que estuve de becario en La Vanguardia me dejaron un fin de semana a cargo de la sección de Opinión. La redacción estaba semivacía y entablé conversación con uno de edición que, al poco, me dijo que se llamaba Miguel Agustí y era hijo del autor de la saga de los Rius. Era un hombre apagado y fumador, cuando cogió confianza se fue animando y me explicó que había inventado el nombre y el lenguaje pitufo en castellano. No tuve por qué no creerle, me pareció sincero. Hace poco creí verlo en un anuncio sobre el futuro de las pensiones pero… No puede ser.