dijous, 5 de desembre del 2013

Barajando la memoria

Querida M.,
Me dice mi madre que Anita está muy grave. Yo no recuerdo cuándo fue la última vez que la vi. Puede que hayan pasado más de veinte años, no me suena haberla visto en el entierro de mi padre; sí vi a su hija, Carmiña, vestida con un impactante chándal rosa, y luego la volví a ver en su carnicería de Monterroso. Pero a Anita no, para mí tiene hoy la misma cara que entonces. Nuestras familias eran varias generaciones de primos que se iban alejando. Recuerdo el día que vino a buscarnos por si la podíamos llevar al médico porque llevaba una punta clavada en un pie y me dolía más a mí que a ella. Recuerdo que no quería jugar con su nieto, Armandito, porque me caía mal. Recuerdo que en su cocina había televisor y ahí, mi prima Ana y yo vimos debutar un agosto de infancia a Mayra Gómez Kemp presentando el “Un, dos, tres”. Y aún noto las manos temblorosas de Ana cogidas a las mías, subiendo la cuesta de regreso a nuestra casa, noche cerrada ya, perseguidos por los ladridos de los perros.
Aún más niño, años atrás, antes de conocer a Cesarito y que mis veranos cambiaran, acompañaba a la madre de Anita a cuidar las vacas por la tarde. Avelina venía a buscarme y yo me iba con ella y una baraja de cartas. Era aburrido pasar la tarde sentados en la hierba, vigilando que las vacas no invadieran prados ajenos, y Avelina sólo sabía jugar a la brisca. Por entonces aún no se había inventado un artilugio al que luego llamaron “el pastor”, que consistía en una batería con forma de bombona que, conectada a la alambrada que rodeaba la finca, propinaba una pequeña descarga eléctrica a las vacas y las persuadía de la fuga. Supongo que iba con ella porque los niños deben estar con los viejos y debía de quererla, de alguna manera. Pero no sé cuándo murió, sólo sé que un verano, o un invierno, fui a Galicia y ella ya no estaba.
El otro de la familia con el que jugaba a las cartas era el marido de Anita, Pancho. Hombre mayor, de aspecto afable, que había aprendido a jugar al chinchón en la mili. Le encantaba ese juego, pero en Galicia no conocía a nadie con quién jugar. Así que, en cuanto me veía el primer día de vacaciones por la aldea, me guiñaba un ojo y me preguntaba cuándo echaríamos una partidita de chinchón. Quedábamos una tarde, jugábamos durante horas, le ganaba sin parar y se quedaba satisfecho hasta las siguientes vacaciones. Cogía las cartas con una premiosidad fascinante y meditaba sus jugadas como si se tratara del ajedrez, pero jugaba muy mal, el pobre. Una vez, en plena partida, vino a buscarme Cesarito para ir a segar, se encontraron frente a frente y no se dirigieron la palabra. La casa de Cesarito y la de Pancho estaban adosadas, así que pregunté por ahí y me explicaron que ellos se llevaban bien, pero que Anita y Filomena se había peleado por un quítame allá ese lavadero.
Muchas veces me dicen que por qué no escribo esas historias de la Galicia profunda que tanto me gusta explicar cuando quiero monopolizar las conversaciones. Y siempre me escudo en la idea de que mientras esas personas sigan vivas no me merece la pena remover sus vidas. Avelina ya murió y se ve que Anita anda cerca, pero sigo sin muchas ganas de buscarle la épica a una paliza que le dieron a Avelina las hijas de un viudo con el que se entendía en una aldea vecina. Una historia precursora de la crónica de García Márquez. Quizá otro día; por lo que supe después, a Avelina la pegó mucha gente, demasiada para citarla hoy.
Sé que casi no te escribo. El trabajo me satura y no tengo tiempo para la imaginación, sólo me queda recordar. Y recordarte.
Un beso.
R.

divendres, 20 de setembre del 2013

Libreros y pitufos


Querida M,
La mayor parte de las cosas que ahora todavía sé, la aprendí de niño en una enciclopedia de Argos Vergara cuyos volúmenes comenzaban siempre con la palabra “Dime”. Dime por qué, dime qué es, dime dónde está. Había uno incluso que explicaba las posibilidades de futuro y las potencialidades de las personas a través de unos iconos con los que descubrí que yo nunca serviría para ropavejero; se llamaba “Dime cuál será mi profesión”. En total yo tenía siete tomos, aunque me consta que había alguno más. Creo que debo buscarlo.
Con el tiempo, cuando ya me los sabía todos de memoria, mi preferido pasó a ser el número cinco, el equivalente a una historia de la literatura para jóvenes, “Dime cuéntame”. Recorría ese tomo las grandes obras incluyendo un pequeño párrafo, un poema, un relato de cada una de ellas. Ahí descubrí el poema “A una nariz”, los lagartos llorones de Lorca, las greguerías del alfabeto, un cuento increíble de “El Conde Lucanor” sobre un tipo que le corta la cabeza a un caballo, la historia del ojo de cristal de Daniel… Pero de entre todas, había una historia que me gustaba especialmente, una historia que no abandoné y me convirtió en un ser insistente. En el apartado “Pueblos y letras hispánicos” se reproducía un artículo de Julio Camba  en el que explicaba cómo era una corrida de toros en Alemania.
A mi padre le encantaban los Pitufos. No los tebeos ni, demasiado, los dibujos animados; le encantaba su forma de cantar y encontraba fascinante cómo conseguían esas voces trinadas como una armónica. Por aquellos años triunfaban de la mano de un viejo que se hacía llamar “El padre Abraham”. Creo que el primer regalo musical que me hicieron fue una cinta de Enrique y Ana que incluía la canción “La gallina cocouá”, aún podría cantarte esas canciones, si me dejas. Años después me regalaron mi segundo casete infantil: “El gran libro de los juegos pitufos”. Era genial, tenía el ajedrez pitufo, las damas pitufas y la oca pitufa, “desde pequeñito me quedé, me quedé, algo resentido de este pie, retrocede cuatro casillas”. Me quedé el libro, pero el casete se lo llevó mi padre al camión porque mis gustos musicales habían variado para entonces. No dejaba de ser fascinante verlo al volante, con el brazo izquierdo moreno por la ventanilla, la faria en la boca y una botella de vino en el cuerpo, escuchando aquellas canciones, y su sonrisa cada vez que se acababa una cara y se oía a un pitufo decir “¿se ha terminado la cara A? Pues dale la vuelta a la cinta y sigamos pitufando”.
Supongo que, de tanto en tanto, yo dejaba caer la idea de cuánto me gustaría poder leer un día  algún libro de aquel Julio Camba que tanta gracia me hacía sólo en unas pequeñas líneas. Digo supongo porque no tengo noción de haber sido muy pesado, pero sí creo que podría vérseme pulular por casa, con aquel tomo en las manos, diciendo qué bueno tiene que ser este Julio Camba. El hecho es que un día, no sé si por mi cumpleaños o por el día de reyes, me regalaron dos libros suyos de segunda mano, una edición de 1959 de “Un año en el otro mundo” y otra de 1971 de “Sobre casi nada”. He de decir que no estaban mal, pero no eran como los había imaginado. Siempre me pregunté cómo había hecho mi padre para conseguir esos libros. Si se había apuntado a escondidas, con su letra insegura, el nombre del escritor. Si había recorrido las pocas librerías que había en Vitoria preguntando por un escritor por entonces casi olvidado.
Hace unos años, la editorial de unos amigos publicó un libro sobre anécdotas de libreros. Uno de ellos me preguntó si podían incluir algunas de las mejores que me habían pasado a mí y le dije que no, que no me parecía bien. Algunas de aquellas anécdotas se burlaban de la gente, de personas que no sabían pronunciar bien Rodoreda, y me hicieron pensar en mi padre, recorriendo, quizá, las librerías de Barcelona con un papel garabateado en la mano buscando un regalo para mí, y en muchos libreros de esta ciudad riéndose de él al salir por la puerta sin haber encontrado lo que buscaba.
Un beso.
P.S. Uno de los textos de aquel “Dime cuéntame” recogía un breve episodio de Mariona Rebull, de Ignacio Agustí, aún popular entonces. El verano que estuve de becario en La Vanguardia me dejaron un fin de semana a cargo de la sección de Opinión. La redacción estaba semivacía y entablé conversación con uno de edición que, al poco, me dijo que se llamaba Miguel Agustí y era hijo del autor de la saga de los Rius. Era un hombre apagado y fumador, cuando cogió confianza se fue animando y me explicó que había inventado el nombre y el lenguaje pitufo en castellano. No tuve por qué no creerle, me pareció sincero. Hace poco creí verlo en un anuncio sobre el futuro de las pensiones pero… No puede ser.

dissabte, 17 d’agost del 2013

Estadísticas de estío volumen 2


Querida M,
En su versión original, Dora la Exploradora es una nena que habla inglés y, de tanto en tanto, suelta alguna palabra en un castellano con acento macarrónico. La versión española es inversa, pero aún así, es de suponer que muchos padres consideran que esos dibujos insufribles tienen algún componente educativo de cara a que nuestros retoños se saquen el First Certificate. Durante la comida de ayer, una madre insistente no dejaba de decirle a su pequeño que su padre era un “disaster”, así, un “disaster”, una y otra vez, haciéndoselo repetir, como si con eso el niño ya estuviera preparado para saludar a la reina madre. Conozco a un irlandés llamado John cuyo hijo catalán habla un inglés excelente, claro, me pregunto qué opinará de Dora y si cuando le daba el beso de buenas noches le decía kiss kiss y le obligaba a pronunciarlo con corrección.
Observo que el verano es el momento en que los padres culpables tratamos de resarcirnos de la dejadez anual e inyectamos a nuestros hijos toda la educación que no pudimos darles durante el año, amargándoles las vacaciones. También está el otro bando, el de los adolescentes malcriados de la piscina, pero los almuerzos matinales del bufete libre son un cursillo acelerado de paternalismo mal llevado. No es que me parezca mal, yo también lo hago, es que tengo la sensación de que sólo es ahora, este mes, porque algunos, si estuvieran todo el año así, llevarían una vida insufrible.
Ya se ha ido la familia de una niña de nueve años que se portaba de manera inmaculada. Era dulce, agradable y callada, sin embargo, todas las mañanas su madre la sometía a una batería de preguntas imposibles de asimilar incluso para nosotros, vecinos de mesa, que pedíamos, por dios, una tregua con la mirada. El interrogatorio sobre cómo debían organizar su cumpleaños pasado agosto quitaba las ganas de celebrarlo. En mis sueños me levantaba y le decía “pues si sólo caben diez niños invitamos a diez niños y punto, hostia puta, ya”. Sabes cuánto me divierto escuchando conversaciones ajenas, así que debo de ser un mal padre, mientras Unai planificaba cómo conseguiríamos una nueva estrella de Mario yo prestando atención a la mesa de al lado. Una maldad: la madre llevó todos los días un vestido distinto al desayuno, la niña siempre el mismo. Quiero creer que le gustaba mucho.
Acabo de leer la crítica de una película de dibujos animados de estreno. El crítico dice que es repetitiva, desaprovechada, falta de innovación, y remata al final con una frase magnífica: “sólo gustará a los niños”. ¡Ah, coño! ¿No era ése el objetivo? Es una frase habitual en las críticas de las películas de animación. Corre como el viento la vaporosa tendencia de que a los niños deben gustarle las cosas que nos gustan a nosotros. Así, el pobre Unai nunca ha podido ver en el cine ninguna de sus películas preferidas. Así, llevo años vendiendo libros infantiles que no gustan a los niños. El genio que creó al Doraemon, con sus dibujos simples y redonditos, no tiene nada que hacer frente a toda la parafernalia Pixar, ésa que, por desgracia, siempre nos explica la misma historia de redención. Si ves algo que gustará tanto a grandes como a chicos, sospecha primero.
Tengo la enorme fortuna de compartir cada día mesa en la terraza con un bebé que berrea sin descanso cada vez que lo sientan en el carrito. Desde el primer día que llegamos, oye, comimos en el restaurante del apartamento, por probar, y ya lo teníamos encima. Se lo acaban de llevar sus abuelos. Magui y yo llevamos una semana elucubrando de quién es hijo cada niño y cuáles son las parejas; sólo los abuelos están claros, por razones obvias. Esta mañana acordamos una conclusión plausible, pero acaba de suceder algo que la ha echado por tierra. Te dejo, debo investigar.
Un beso.
R.
P.S. Como sabes, mi aburrida adolescencia tiene algunas historias apasionantes que no me pasaron a mí, siempre le pasaban a J, supongo que para tener yo algo que contar. Hay personas que atraen a los sucesos hacia sí mismos como si tuvieran un imán para las peripecias. Acaba de llegar un francés hipersimpático al apartamento. Ayer se nos sentó al lado y no dejó de sonreírnos, Volvíamos por la noche y estaba fuera fumando, sonriente. Hoy, al bajar hacia aquí, hacia la terraza, estaba en una tumbona y me ha vuelto a sonreír, me han entrado ganas de entablar conversación y todo pero, en ese momento, una toalla ha caído de un balcón y, como no podía ser de otro modo, de entre la multitud de la piscina, le ha caído a él encima, como si no tuviera suficientes motivos para reír, como si todo estuviera preparado para que él fuera el simpático del universo, como si él mismo se hubiera tirado la toalla encima...

dijous, 15 d’agost del 2013

Estadísticas de estío volumen 1

Querida M,
No sé si algún día Catalunya será un estado independiente. O, para ser más preciso, no sé si en un breve plazo de tiempo, pongamos, por ejemplo, cien años, Catalunya tendrá su propio Estado. Sólo sé que el independentismo ya tiene un pie colocado en eso que podríamos llamar la “internacionalización del conflicto”, y forma parte del paisaje, y va ser difícil sacarlo de la foto. No me refiero a la proliferación de “senyeres estelades” por los balcones; me refiero a que hace unos días paseaba por una feria de atracciones con Unai y en los tenderetes se vendían camisetas infantiles con la estelada;  en el puesto de camisetas metaleras donde, inexplicablemente, siempre tiene un hueco Camarón, vendían toallas de playa con la estelada; y en el chiringuito de nuevas tecnologías fundas de móvil con la estelada. No hace tanto la estelada era un símbolo de subversión y ahora forma parte del márketing turístico, y todos sabemos que para eso nunca hay marcha atrás.
Estoy en unos apartamentos y el momento mejor del día es cuando me siento en la terraza del restaurante a leer el diario. Leer el diario, esa vieja tradición. Por las mañanas, a la hora del almuerzo, se nos sienta al lado un alemán con su IPad siempre encendido en la portada de algún diario de su país. No lo lee, claro, nadie lee el diario en un IPad. Se entera de las noticias de última hora, lee cuatro titulares apresurados, como si las cosas fueran a cambiar por enterarse unos minutos antes, y lo toquetea un rato. Lo mismo que hago yo con el móvil pero más grande. Me siento, pido una caña y, siempre por el final, comienzo. Leo las críticas televisivas, hago el sudoku (fácil), leo los deportes, las necrológicas (siempre me han gustado mucho), la columnas sueltas, los pies de foto, avanzo hacia opinión y leo las cartas al director. Hasta llegar a la primera página. Yo lo leo todo. Desde niño. Siempre he creído que si me saltaba alguna página podría estar perdiéndome algo. Eso, y sólo eso, es leer un diario. Me parece bien estar al día de las últimas noticias, no tengo nada en contra, pero eso y leer un diario son cosas distintas. ¿Se puede leer un diario en un IPad? Técnicamente sí. ¿Se hace? No.
La adicción al móvil se manifiesta de forma evidente cuando perdemos el sentido del oído. Por presión infantil, nos sentamos todos los días en la misma mesa para desayunarnos. Detrás de mí queda una curiosa máquina que mantiene calientes los frankfurts, los huevos revueltos y el bacon. Cada poco tiempo, esa máquina emite un extraño zumbido idéntico al de haber recibido un mensaje. Yo sé que no, que no he recibido nada, que tengo las alarmas del móvil en silencio pero, ahora que tienes Whatsapp me entenderás, ¿sabes lo que cuesta no mirar por si acaso? Es un segundo, aprietas la tecla que habilita el móvil y te cercioras de que no, de que ha sido otra vez la máquina del bacon. Incluso el oleaje del mar, a veces, emite un sonido que nos puede hacer creer que alguien se ha acordado de nosotros.
Subimos al tren de la bruja de la feria y el maquinista conducía chateando por el móvil. Supongo que sólo tenía que llevar la cuenta de las vueltas, o ni eso. Los socorristas de la piscina se sientan a la sombra de un árbol y chatean por el móvil. Los dos. Hay uno que, al menos, de tanto en tanto levanta la mirada. Quizá tiene pocos amigos. Ayer, volviendo de comprar el diario, pasé por delante de dos camareros sentados a la puerta de su restaurante, no hablaban entre ellos, ambos chateaban por el móvil a la espera de clientes. Y me acordé de ti, y de Pitxu, anda que no le habríamos sacado nosotros partido a ver la gente pasar.
Un beso.
R.
P.S. Hoy Magui me ha dicho que, caminando por el sendero de arena que conduce a la playa, hacemos el mismo ruido que cuando Unai recorre la nave del Mario Galaxy 2. ¿Ves lo que te decía?

divendres, 26 de juliol del 2013

La náusea

Querida M,
Estaba bajo la ducha y me llegó la náusea. Fue sólo un momento, un pequeño detalle. Como si se hubieran acumulado todas mis fuerzas en el comienzo de la garganta. Un horrible sabor se apoderó de mi lengua y comencé a sentirla ajena al resto del cuerpo. Caí al suelo de la bañera y me golpeé con uno de los grifos en la espalda. No sé el daño que pudo hacerme. Cuando te estás muriendo, el desconcierto sustituye al dolor y eso te salva. Las heridas de la muerte serían insoportables si se quedaran sólo en heridas.
Las gotas de agua me caían encima ya frías. Eran las mismas gotas de agua que antes, pero el trayecto hasta mí se les hacía demasiado largo. Sonaba la radio y nadie parecía percatarse de mi drama. Me acurruqué entre las cuatro pequeñas paredes de cerámica que se convertirían en mi última celda y esperé. Mi hijo golpeó la puerta del lavabo para echarme en cara el consumo de gas.
Uno de mis dedos del pie se había encajado en el desagüe y yo yacía allí, con el agua acumulándose a mi alrededor. Me descubrieron gracias a una broma; una de esas bromas que se gastan en el momento menos afortunado, una de esas bromas capaces de acabar con una buena amistad. A mi mujer se le ocurrió apagar el calentador para que el agua saliera fría y yo abandonara de una vez el lavabo. No era extraño que me pasara largas horas en aquel recinto que estimaba el más acogedor de la casa, pero acabó por intrigar a todos que no se escucharan mis alarido nada más percibir la sacudida del líquido helado. No sé por qué se nos corta la respiración ante un cambio de temperatura radical, o no sé si esa asfixia me ataca sólo a mí, de lo que estoy seguro es de que esa broma no tuvo nada que ver con la náusea. La náusea había llegado antes, cuando todavía mi cuerpo era cálido.
Estaba muerto. Me encontraron muerto y encogido por el agua que comenzaba a rebosar los bordes de la bañera. La broma había hecho que mi último color no pudiera resultar más agradable. Según los comentarios que escuché después, una palidez mayúscula se había apoderado de mi piel, pero mientras todas las versiones parecían culpar de esa tonalidad a la náusea, yo sabía bien que la culpable había sido la broma, aquella broma que desde que se descubrió el acontecimiento nadie había vuelto a recordar.
Los médicos certificaron una muerte natural pero eso yo no pude verlo. Me habían cerrado los ojos. En torno a mí se había llegado a la conclusión de que mi mirada me daba un aire fantasmal y me habían cerrado los ojos. Cerrarle los ojos a un muerto es un crimen mayor que matarlo. Yo veía, mi cuerpo no sentía nada, era más bien una prisión que me impedía hacer todo aquello que estaba acostumbrado a conseguir sin ningún esfuerzo, pero veía. Me cerraron los ojos y no pude ejercer ninguna capacidad sobre mis párpados para volver a abrirlos. Ésa fue mi primera lección para aprender a convivir con la angustia. Dejé de preocuparme por la tristeza que se había sembrado en mi entorno y pasé a pensar en mí mismo y mi desgracia. La angustia es aquello que te hace saber que ves, saber a través de la opacidad del párpado que ves, pero que alguien con sus constantes vitales en perfecto estado ha decidido colocar una cortina entre tu vista y el mundo, sólo por una cuestión estética.
Al principio mi razón me intentaba convencer de que no estaba muerto, de que se trataba de un error. De que me sucedía como a cualquiera de esos tipos a los que se les da por muertos por alguna paralización muy similar a la definitiva. Pero desistí pronto. Desde el primer momento supe que mi cuerpo había caducado. Casi desde la náusea. Los esfuerzos de mi razón vinieron después, cuando había tomado verdadera conciencia de mi nueva condición, sin embargo siempre hubo algo que me aseguraba que mi fin había sido aquél, que no se trataba de un fin de mentira. Una certidumbre cruel e instintiva se encargaba de recordarme cada minuto, o como se mida el tiempo en el nuevo orden, que la náusea había compuesto una representación perfecta.
Pude escuchar todo lo que dijeron de mí, que fue bueno en los grupos numerosos y malo en esas charlas íntimas, susurradas. Me regalaron los oídos y me descubrieron todas mis miserias y todas las miserias de quienes me descubrían mis miserias. Oí muchas mentiras. La mentira es el peor de los vicios, todos los males se reducen a ella. Si hurgas en cualquier acontecimiento deleznable, detrás se esconde una mentira de aquéllas que una vez dicha ya no se pueden olvidar, ni aun siendo desenmascarada. Y una mentira ensució mi memoria sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, ni siquiera a escondidas, como en las historias de muertos que no mueren.
Cuando ya no existes florecen los bajos instintos. Me hizo feliz saber que me había desposado con una persona que aún me quería. Y me encogió ¿el alma? conocer sus facetas más humanas, las más abyectas. Yo había peleado, no está de más recordarlo, frente a la oposición de todos mis ahora deudos por un panteón familiar y lo compré pagándolo de mi propio bolsillo con la esperanza de que allí estaríamos unidos para siempre. Con esa esperanza, que parece convertirse en certidumbre, de que fuera posible no perder el contacto de la sangre de mi sangre cuando ya no queda sangre. El día de mi entierro noté con desespero cómo me introducían en un nicho unipersonal de los que te despiden con una foto amable en la tapa. No me cubrió una lápida; me encerraron en un gran congelador, húmedo, dándome la impresión, falsa, por supuesto, de que me provocaría terribles enfermedades lumbares. Dentro tuve tiempo para conjeturas. Llegué a la conclusión de que tras el desespero viene el pragmatismo, y de que mi familia había vendido el panteón cuando creían que yo no me enteraba. Pero sí me enteraba, el eco del sonido quejicoso de la losa tapiándome la salida fue lo último que escuché, lo último que noté del mundo exterior.
Mi segundo curso de angustia comenzó en ese mismo instante, en el interior impasible de mi nuevo hogar. Allí el tiempo no marchaba en ninguna dirección. Mi única tarea era pensar y convertirme en un sabio que, sin duda, ha llegado a comprender todos los misterios de la vida y probablemente de la muerte; no son incognoscibles, sólo hay que dedicarse a ello. Lo primero que hice fue recordarme a mí mismo, comencé a repasar mi vida como terapia al hastío global de mi nueva existencia. Lo supe todo, lo vi todo, no se me quedó ningún segundo sin rememorar. Revisando mi pasado percibí todo aquello que nos inventamos y hacemos nuestro como si hubiera sido cierto, de tanto repetirlas nos acabamos creyendo nuestras propias mentiras. La mentira lo inunda todo, mi vida era un cúmulo de mentiras derruidas por el repaso último, al fin veraz. Todas las heroicidades que realicé en mi infancia y mis padres repetían una y otra vez en las reuniones familiares no eran otra cosa que miserables actuaciones de un niño carente de gracia. Tantas veces las oí que creía recordarlas, pero el repaso último me las restregó por la conciencia y la vergüenza que sentí me habría sonrojado, si pudiera.
El repaso me inhabilitó durante unos momentos, no sé si largos o cortos. Me presentó tan mezquino como somos todos y nos negamos a vernos. Cuando terminé decidí pensar en las cosas en las que me recreaba normalmente. Pero fue imposible; pensé en el sexo y no me excité, pensé en el fútbol y noté a los futbolistas envejecidos, sustituidos por otros, ni siquiera los equipos tenían el mismo nombre, y por fin fui del todo consciente de que la realidad se había olvidado de mí.
Y sin embargo no había pasado tanto tiempo. Mis conocimientos adquiridos en vida, o en la otra vida, me permitieron corroborar que sólo llevaba enterrado unos días cuando empecé a sentir el hormigueo de la muerte. Ahí me licencié en la angustia. Comencé a percibir mi propia descomposición. Ése fue un tiempo en el que tuve que dejar de pensar, una oquedad en mi nueva vida de conocimiento. La angustia me obligó a dedicar todos mis momentos a pensar únicamente en el hormigueo de la muerte.
Fue aquél mi periodo peor. Empezaba a deleitarme en el mero ejercicio del pensamiento durante tiempo indefinido y tuve que dejarlo. Primero fue una leve sensación. Después, con la certeza de haber averiguado qué me estaba sucediendo, ese fenómeno copó todo mi pequeño universo. No es algo doloroso, sólo una larga transformación, un cosquilleo que se hace eterno y que no te deja concentrarte en nada que no sea sentirlo. Pasada la toma de contacto con la nueva experiencia casi podía contar cada célula de mi cuerpo que desaparecía. Era como un inmenso vaciado de mi mismo. Como si alguien me estuviera devorando a cucharadas lentas y pacientes. Podía sentir cada minúsculo pellizco de mi ser que se esfumaba, podía sentir mi olor sin olfatearlo; había una presencia hedionda a mi alrededor. Los olores son inherentes a la atmósfera y te impregnan, no es necesario respirarlos, son visibles, palpables, el olfato es un sentido complementario.
Pronto el hormigueo de la muerte se acompañó por escalofríos que me recorrían de arriba abajo, horadándome. Notaba en mi interior un vaciado más voraz, mis pilares se iban derruyendo y trozos de mi carne caían sobre otros como galerías mal apuntaladas y el hormigueo de la muerte dio paso al asco infinito. Los túneles de nada que crecían dentro de mí eran provocados por miles de seres cuya visión me habría ocasionado terribles náuseas en mi otra "vida". Náuseas en plural, náuseas repugnantes, no como la náusea.
Quería vomitar y no podía. La imagen de los gusanos hozando flotaba por todas partes y yo ni siquiera podía vomitar para aliviar mi asco infinito, un asco atroz que llenaba todos los instantes y me atrapaba dentro de él sin dejar sitio a ninguna otra imagen. Ellos trabajaban sin descanso, deslizándose, jugando a hacer carreteras en mi interior y el asco infinito me ataba dejándoles hacer.
No puedo situar el momento en el que el asco infinito acabó. De repente desaparecieron todos los gusanos y, tras una breve temporada de hormigueo, no quedó nada de mí, sólo mi esqueleto, limpio y seco, en perfecto estado para una clase de anatomía. Las marcas de la soldadura de mi brazo izquierdo quedaron al descubierto. Y pensé que podría huir. Pensé que el cuerpo había sido una cárcel para aquella parte de mi yo que aún continuaba consciente, pero encerrada. Pensé que, desaparecido el cuerpo, esta cosa que, para entendernos, podríamos llamar alma se deslizaría entre los huesos y podría escapar.
Pero aquí sigo, adherido a este esqueleto en un estado bastante deplorable. Y lo único que me sorprende es que, con todo el tiempo que ha debido de pasar, el cementerio siga en su sitio y no me hayan trasladado a otra parte. Quizá lo han hecho, los de fuera, y yo no me he enterado. He estado tan ocupado pensando.
            Y ahora sé.
                                   Sé por qué estoy aquí; sé todo lo que le ha sucedido a eso que podríamos denominar alma para haber superado las etapas descritas.
                                                           Sé la respuesta a todas las preguntas, incluida aquélla que más os intriga; la de saber si todos los que están en los nichos que me rodean y en todos los demás nichos y tumbas del mundo se encuentran en la misma situación que yo.
                                                                                  Y por supuesto sé que no debo decírtelo.

diumenge, 9 de juny del 2013

Réquiem


Querida M,
Durante el tórrido verano de 1985, si es que en Vitoria un verano puede adjetivarse así, fui al cine Azul a ver “Réquiem por un campesino español”. Debía de estar solo, después de fiestas, cuando la ciudad quedaba desierta. A la salida del cine subí hacia la calle Siervas y me detuve en la librería Mayner, rebusqué un poco en mis bolsillos y me compré la novela de Ramón J. Sénder que tan poco había inspirado la película. Creo que aquél fue el primer libro que compré por impulso. Lo tengo aquí, es la edición de Destinolibro de diciembre de 1984 y, a lápiz, indica que me costó doscientas cuarenta y cinco pesetas. Supongo que la soledad hace que te gastes el dinero en frivolidades.
Muchas tardes venía a la librería Catalònia, a última hora, un tipo de carácter hosco que solía encargarnos libros referentes a su Aragón natal. Es un hombre muy mayor, que se nos sentaba al lado, y se quedaba hasta la hora de cerrar escuchando nuestras conversaciones. Cuando cogía confianza, se animaba a lanzar algún requiebro inoportuno al personal femenino. No era desagradable, sólo inoportuno. A veces Anna se sentaba a su lado y le daba un poco de charla. Un día le pregunté que de qué lo conocía y me dijo que de nada, que de venir por allí, que había escrito una biografía sobre Sénder. La busco y, efectivamente, en Páginas de Espuma, autor, Jesús Vived. Hurgo un poco más y es el responsable de varias obras de Sénder publicadas por el Instituto de Estudios Aragoneses.
Otro aragonés que solía venir por la Catalónia era Javier Tomeo. También parecía tener querencia por el personal femenino así que sólo hablaba conmigo cuando no había nadie más. No se lo reprocho, yo tampoco hablaría conmigo. Se interesaba por cómo iba su último libro, se daba una vuelta y se marchaba. Un día no tuvo más remedio que preguntarme a mí, consulté los movimientos de su última novela y le dije que me sabía mal, pero que aún no habíamos vendido ninguna. Se llevó una doble desilusión, las pocas ventas y que una mujer le mintió un par de semanas atrás. Hace dos o tres años dejó de venir y a veces nos acordábamos de él y nos preguntábamos si estaría bien.
Leí “Amado monstruo” cuando aún iba al instituto. No sé si recomendada por Pitxu o fruto de un juego que hacíamos los dos y consistía en sacar libros de la biblioteca al azar, con los ojos cerrados. Ahora Javier Tomeo ha vuelto con otra novela estupenda “Constructores de monstruos”, dicen que goyesca por el humor negro y buñueliana por el surrealismo. Supongo que es correcto y así todo queda en casa. A mí sus protagonistas me recuerdan a Trurl y Clapaucio, de Lem, pero en el pasado. O quizá sea al revés, y los de futuro sean los constructores de Tomeo. Me cuentan los editores que ha estado pachucho pero que va saliendo adelante y, de paso, sigue dejando muestras de genio.
Cuadrando fechas doy con una vieja polémica que en su día me fue ajena. Leo en El País de agosto de 1985 que Francesc Betriu quiso titular la película sólo como “Réquiem por un campesino” ya que en catalán se titulaba “Rèquiem per un camperol”. El gobierno español, por boca de Pilar Miró, amenazó a la productora con retirarle la subvención si no le añadían la palabra “español” al título. Y así quedó. El título original de la primera versión de la novela en México fue “Mosén Millán”. Según parece, treinta años después de aquello, el gobierno aragonés conserva intactos los espíritus de Goya y Buñuel a la hora de tomar decisiones e inventarse idiomas a los que poner el nombre más imbécil posible.
Abro las primeras páginas de mi vieja edición del “Réquiem” para escribirte hoy. Veo el precio. Es la undécima edición en bolsillo. Por entonces, Destino estaba en Consell de Cent, a pocos metros del lugar donde nos conocimos. Y veo la dedicatoria que en su día escribió Sénder: “A Jesús Vived Mairal”. Mecachis.
Un beso.
R.