dimecres, 27 de març del 2013

Autoayuda y patatas fritas

Querida M,
Después de algunos éxitos y múltiples fracasos, uno descubre que las variadas técnicas que existen sobre la fritura de las patatas no tienen la clave para que queden bien. La clave está en el tipo de patata que compras. Uno, a pesar de presumir de sapiencia gastronómica, iba a la frutería y compraba las patatas que primero le venían a la cesta, a veces siguiendo el consejo del paquete “ideales para freír”, “ideales para cocer”, “para todos los usos”. Y eso no es, M., eso es un pasaporte al fracaso. Tampoco hubo que investigar mucho. Las Monalisa van muy bien, pero yo las uso sobre todo para la tortilla, porque para unas patatas fritas gloriosas no he encontrado nada como las Kennebec, que las puedes tirar a la sartén de espaldas, si quieres, que siempre salen estupendas.
Conocer cuatro detalles sobre el universo de las patatas tampoco lleva mucho tiempo. Basta con prestar atención el día que las preparas y recordar cómo te ha quedado aquella variedad o aquella otra. Sabes cuánto me ha interesado siempre el mundo de los libros de autoayuda o de  espiritualidad. He consumido bastante más horas de mi vida en eso que en reconocer los diferentes tipos de patata. Eso explicaría la relación, ¿ves?
Hay varias formas de afrontar unas patatas fritas lánguidas, correosas o quemadas por fuera y crudas por dentro. Después de años de experiencia, la correcta no es buscar en los libros o en Google las maneras de conseguir la patata perfecta, sino apuntarse en el cerebro cuáles son aquellas que te quedaron bien y no abandonarlas nunca. Eso, resumiendo, es el simple aprendizaje. Eso, ampliando, sería tener confianza en uno mismo, querer conocer los misterios de la vida, saber que, a través de la sabiduría, alcanzaremos el éxito y nos sentiremos orgullos de nuestros pequeños “yos”.
Pero no siempre sucede así. Tienes invitados, has pelado y cortado en tiras perfectas e iguales un par de patatas, las has sumergido en agua, les has hecho una doble fritura sin perder el fuego de vista y llegas a la mesa con una fuente de patatas fritas caídas, puede que con buen sabor, pero deprimidas. Y para eso está la autoayuda, que te consuela pero te niega el conocimiento porque ella siempre estará ahí. La autoayuda es como aquel compañero de piso que te hace las cosas pero nunca te deja hacerlas porque las haces mal.
¿Cómo afrontaría, M., un libro de autoayuda unas patatas fritas incomibles? Diciéndote que da igual. Que no te preocupes, que lo que importa es la intención, que debes quererte como eres, que los demás ya entienden que tú has hecho lo que has podido. Lo que nunca te dirá es que bajes al mercado y compres patatas Kennebec. Y eso no es quererte, es simular que te quieres.
¿Y un libro new age? ¿Qué diría una novela espiritual sobre un personaje al que las patatas fritas le saben a cocidas? Pues no escucharía una voz interior que le dijera “compra Kennebec, compra Kennebec”, no, ni tampoco le diría no te preocupes, otro día puede que te salgan mejor, no. La voz interior le diría que esas patatas, duras y elásticas a la vez, están buenísimas, que al gusto hay que educarlo, que debes mirar al cielo, cerrar los ojos y saborear esa puta mierda como si fuera lo último que comes.
Dejo a tu imaginación el último eslabón de la cadena, el esoterismo. No quiero pensar ahora qué haría el maestro Gurdjieff con algún acólito que le quemara las patatas.
Quererse es ir al mercado, mirar las etiquetas, comprar las patatas que sabes que te gustan, pagar y salir de allí sabiendo que ese día, tu hijo, de nuevo, te dirá que tus patatas están mucho más buenas que las del comedor del colegio.
Un beso.
R.

dijous, 21 de març del 2013

Editores

Querida M,
Imagina que la semana que viene se estrena una nueva versión cinematográfica de “Guerra y paz”. Es una versión espléndida, de un director de moda, los mejores y más guapos actores, nada de decorados, todo en un salvaje marco natural. Igual no, igual es una serie de televisión tipo “Juego de Tronos”, doce capítulos meticulosos de la HBO, sin cortes. La cultura está de enhorabuena y todos notaremos el gusanillo de su lectura. Ni una película con el montaje del director ni doce capítulos son suficientes para hacernos ver todos los matices. De nuevo, que Tolstoi se cayera de un caballo, no fue en vano.
Ya sé que los tiempos no están para que la gente haga cola en las librerías. Las vacas gordas adelgazaron y los fabricantes de tecnología se han llevado los alimentos más dulces. Pero aún así, hay una pequeña fiebre de consumo por “Guerra y Paz”. Se venden muñecos con la efigie del protagonista, Legos que simulan batallas y llaves USB de pocos gigas pero muy bonitas. Y el libro también se llevará su parte. ¿Y cómo será?
Los consumidores compulsivos se nos han largado sin avisar. Han encontrado otras cosas que consumir, y muchas veces los libros tampoco los leían así que aún han salido ganando. En su día también compraban discos; al menos a ésos sólo había que quitarles el celofán y ponerlos en el reproductor. Pero leer “Guerra y paz” requiere otra disposición. ¡Qué caray! Por los viejos tiempos. Lo primero es mirar si está entre los mil libros que venían de regalo con el E-reader. Seguro que sí, no puede faltar. Si no, siempre se puede descargar del Emule o en ExVagos alguien lo tendrá. Con suerte, podremos conseguir una versión con la carátula de la película (¿o era una serie?). Después todos es cosa de subir al tren y abrirlo. Mirar qué estación viene ahora. Cerrarlo, volverlo a abrir. Si es un I-pad lo podremos recolocar en esa bonita simulación de librería que llevan.
Pero también habrá gente a la que, con el mencionado tema del gusanillo, no sólo le hayan venido ganas de comprarlo, sino también de leerlo, o releerlo. Los que nos hemos quedado en paro debemos recurrir a la estantería. Yo tengo dos versiones y ambas son la misma traducción. Mecachis. Parece buena, pero la de las completas de Aguilar es de mal leer. Habrá que decantarse por la otra, con toda esa letra apretujada.
Y aún nos queda otra opción, M., la de aquellos que consideren que dedicar veinte o treinta horas de su vida a leer “Guerra y paz” merece el pequeño esfuerzo de hacerlo bien y no tienen a mano nada convincente. No sé cuántos son, pero son los que quedan. En este caso deberán ir a una librería a consultarlo o entrar en foros de internet, que seguro que hay un post sobre el tema. La variedad no es tanta y algunas traducciones se descartan por sí solas.
Lo más seguro es que al final del camino la mayoría llegue a la conclusión de que leerán la traducción de El Aleph, en el formato que sea. Incluso puede haber alguien que pique en las opciones de las librerías virtuales que recomiendan “si usted compró esto, llévese aquello”, y descubran el precioso ensayo que escribió Mario Muchnik sobre cómo lo publicó. Y quizá así tengamos la certeza de que el futuro, como siempre, es ya, y editores como Mario Muchnik hacen más falta que nunca.
Un beso.
R.

dilluns, 18 de març del 2013

Intolerancia


Querida M,
El mundo se ha llenado de palabras vacías. Bellas palabras a las que les gotea el significado por los huecos de las letras. La solidaridad ya no se da, se exige; la amistad se convierte en una competición por ver quién llega antes a tres mil; y la tolerancia es aquello que nos demandan los intolerantes para justificar su idea.
Intolerante no es aquel que defiende con vehemencia esa idea, ni siquiera con furia. No tienen sentido frases del tipo “eso es lo que opinas tú” porque plasman la evidencia. Por supuesto que es mi opinión, por eso la digo. Intolerante no es el que considera que los demás están equivocados, intolerante es el que cree que su idea es moralmente superior a la del otro.
La tradición nos dice que el paso primero es adquirir un conocimiento, a partir de él se forma una opinión y después de desarrolla una idea. Adquirir conocimientos se ha vuelto muy cansado, y forjarse una opinión es tontería cuando puedes ir directo a la idea. Conocimiento, opinión e idea son ahora compartimentos estancos, M., y eso hace brotar intolerantes entre el humus que nos ha dejado la adicción a las ideas; la sumisión a las ideas.
¿Por qué esto, hoy? Porque me han regalado un libro intolerante, que me ha irritado. Sabiendo lo que me gusta la cocina me han regalado un libro de Juan Eslava Galán y su hija, “Cocina sin tonterías”, se llama. Podría ser un libro interesante de cocina tradicional española (que no lo es, las recetas no están bien explicadas), pero su concepción no está a favor de nada sino en contra de todo aquel que no comulga con la idea, todo aquel que cocina “tonterías”. Manuales de cocina española con las mismas recetas hay decenas, pero no todos comienzan con un texto como éste para introducirnos en la paella: “La paella es, junto con el flamenco y los toros, el símbolo español por excelencia”. ¿De qué España, Eslava? Así nos va. Que inventen ellos.
Tiempo atrás, el mismo grupo Planeta publicó en su editorial idónea para estos casos, Temas de Hoy, otro libro gastronómico intolerante. En ese afán por paliar los éxitos de la competencia, pagó una morterada al cocinero Santi Santamaría para que escribiera un libro en el que, aparte de obviedades sobre la cocina sana, se pudiera atacar sin piedad a todos aquellos que hicieran cocina “con tonterías”. De nuevo un libro a favor de una idea y en contra del conocimiento. Santi Santamaría se embolsó el dinero a cambio de perder la amistad y el respeto de gran parte de sus colegas.
Tuve un compañero de clase que alzó la mano para explicar su afición al porno diciendo que los consumidores del género eran personas más sanas que el resto. Hace unos días leí en La Vanguardia un titular en el que una mujer que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y las sombras de Grey se venden como churros, ha sacado un libro sobre sadomasoquismo. Decía: “El sadomasoquismo fomenta la comunicación en la pareja”. La defensa de su idea no implica razonamiento, sino la inhabilitación de la del otro. Así, debo mejorar mi salud mental viendo pornografía y mi comunicación marital azotando a mi pareja.
El gran canto a la intolerancia de Temas de Hoy se publicó para contrarrestar el éxito de ventas de la competencia “Duérmete niño”, de Eduard Estivill. Se titula “Bésame mucho” y está escrito por el pediatra Carlos González. Al igual que el libro de Santamaría, basa su enganche comercial no en lo que aporta sino en lo que niega que aportan los demás. A partir de algunas argumentaciones evidentes, la comida fresca y sana es mejor, a los niños hay que quererlos mucho, se busca un coco al que sacudir como una estera , en el caso de Santamaría el resto de cocineros de su entorno y en el de González, la mayor parte de los demás pediatras y la práctica totalidad de la pedagogía mundial y, por fin, se personifica el demonio (con argumentos, por lo general, torticeros) en alguien célebre por su especialización en la materia: Ferràn Adrià y Eduard Estivill, Adrià envenena y Estivill maltrata.
Sabes M., lo que opino de Carlos González y puedes pensar que no soy objetivo al juzgarlo; pero no me molesta de él la mediocridad de sus ideas, ni siquiera discutirlas. Me molesta su sectarismo y su catadura moral, me molesta su apropiación del argumento indiscutible, me molesta que haga ver que quienes no le seguimos somos malas personas, me molesta que divida el mundo entre nosotros y ellos, y los ellos sean los malos.
Subía hace unos días por la calle donde estaba la antigua guardería de Unai y había en la pared un cartel anunciando una conferencia de Rosa Jové, una de las acólitas más destacadas de González manifiestamente contraria a las guarderías. El cartel aseguraba que la conferencia la organizaban “personas que se toman muy en serio a esos locos bajitos”. También anunciaba una conferencia de Carolina Harboe, se ve que es una especialista en kinesiología holística.
Quizás decir que te quiero ahora pueda sonar hueco. Tengo una amiga que me dijo que enviar besos que no se dan también es un acto vacío. Creo que la voy convenciendo de que no, de que aún así merecen la pena.
Mil besos.
R.
P.S. Soy un confeso admirador de Ferran Adrià, como la mayoría de personas que conocen su obra y saben cocinar. Sin embargo, siempre que he tenido que recomendar un recetario de cocina ha sido el mismo con el que yo aprendí, las 1080 recetas de Simone Ortega. Aparecen en él la mayoría de las recetas del libro de Eslava y muchas más y mucho mejor desarrolladas y sin meterse con nadie. En una de las editoriales de más prestigio del grupo Planeta, Ariel, podemos encontrar un libro extraordinario titulado “Sferificaciones y macarrones”, del catedrático de Química Claudi Mans, tratando de explicar los principios científicos en que se basa el arte de cocinar. Es un libro que no va contra nadie, sólo enseña cosas, sólo te da el conocimiento. No debería ser tan difícil.

divendres, 15 de març del 2013

Oferta Cincuenta Aniversario

Querida M,
- Siéntese.
Lo miró de arriba abajo mientras hacía el ademán de apartar la silla y sentarse. Una llamada del jefe a su despacho y una incitación a la comodidad no suele traer nada bueno.
- ¿Tiene alguna idea de por qué le he mandado llamar? –le preguntó a la vez que alargaba la mano por encima de la mesa para estrechársela.
- No –contestó-. La verdad es que no puedo imaginar...
- Mire, Rafael, porque ¿le puedo llamar Rafael, verdad? –el otro asintió con un gesto demasiado leve para ser convincente-, pues bien, mire, Rafael, ya sabe usted que a mí me gusta tratar a mis empleados de tanto en tanto, para conocerles, saber cuáles son sus problemas, sus impresiones…-malo. En estos casos, si no hay intención de derivar en un agrio desenlace, las frases introductorias son, cuando menos, tranquilizadoras.
Rafael siguió escuchando sin prestar atención. No porque no le interesara lo que oía, sino porque era incapaz de concentrarse en lo que le estaba intentando explicar su jefe. Le miraba a los labios, pero tenía la cabeza en otra parte.
- …A mí me parece una actitud coherente, ¿no cree?
-  Sí. Por supuesto –respondió Rafael sin titubear.
-  Lleva usted muchos años con nosotros y, por lo que a mí respecta, su labor ha sido intachable y, cómo diría…, no quiero decirle que es usted un trabajador ejemplar, pero sí que, hasta ahora, no le ha ocasionado usted a la empresa ningún conflicto. Más bien al contrario... ¿sigue usted sin percatarse de por qué está aquí ahora?
Rafael dudó un momento. Los elogios habían suavizado la situación e intentaba recordar si había surgido alguna vacante en un puesto de mayor responsabilidad. No recordaba.
- Bueno, como acaba usted de decir… le gusta conocer mejor a sus empleados –le respondió sin un ápice de ironía en la voz.
- Sí, sí, claro, pero no es sólo eso, hay muchos momentos para conversar entre nosotros sin necesidad de estas formalidades, nos conocemos desde hace bastante tiempo –No tanto, pensó Rafael, ese hombre no llevaba en la empresa más de año y medio. Intentaba calcular, pero no acababa de cuadrar las fechas-. Verá –continuó-, usted ya sabe que las normas de esta casa no son especialmente rígidas en cuanto a la disciplina para con los empleados –miró a Rafael a los ojos para comprobar si asentía; Rafael procuró mantener el rostro firme, sin ningún aspaviento, eso provocó una pausa de autoconvencimiento en su interlocutor-. Nunca hemos sido estrictos a la hora de los horarios… no hemos investigado con demasiado celo las tarjetas de fichar. No creo que hayamos sido rígidos para conceder permisos, ni creo que hayamos escatimado gastos a la hora de conseguir material de oficina, ¿cierto? –sonrió antes de decir- Le aseguro que sus correos electrónicos son completamente privados –la sonrisa derivó en una risita cómplice al tiempo que Rafael reprimía una mueca de incredulidad-. Sin embargo, usted ya sabe que la empresa inició hace unos meses una campaña de concienciación entre los empleados para evitar, sobre todo, el despilfarro.
- Sí. –interrumpió Rafael-, todos estamos al corriente, pero no creo que yo…
-  Entiéndame bien, Rafael. Creo que dejamos muy claro que no se trataba de una campaña de restricciones, sino de que vieran ustedes la necesidad de que el buen uso de cuanto ponemos en sus manos es una garantía para evitarnos problemas en el futuro.
-  Ya, ya, y así lo entiendo yo también, señor… -Dios, estaba en blanco, se le había ido el nombre-… Sanjuán.
-  Sanjuán –dijo a un tiempo Isidro Sanjuán, el nuevo responsable de recursos humanos-. Pero llámeme Isidro, hombre, que hace años que nos conocemos.
-  Sí, sí, señor Isidro, que yo también lo entiendo se esa forma.
-  Pues no lo parece –y volvió a sonreír al tiempo que a Rafael un hachazo le cruzaba la cara.
-  No entiendo –acertó a decir, el temblor, le había llegado el temblor.
-  Tranquilo, hombre. No vaya usted a preocuparse, tampoco es tan grave. No piense que le estamos investigando ni nada por el estilo. Sólo es que, haciendo números, hemos descubierto un curioso fenómeno del que parece ser que usted podría darnos alguna explicación.
-  Si puedo ayudar en algo… -respondió Rafael intentado recomponer el rictus.
-  Yo creo que sí. Todos los caminos nos conducen a usted. Bueno, en realidad no hay tantos caminos. De hecho sólo hay uno, pero conduce a usted.
-  Yo… debo de tener enemigos, no lo comprendo.
-  Hombre de Dios. Qué va a tener usted enemigos. Tranquilícese y verá cómo hallamos una solución, es un asunto mucho más rutinario de lo que usted se imagina.
-  Llevo una vida tranquila, no me gustan las complicaciones…
-  Como usted sabrá –proseguía Sanjuán-, la empresa genera mucho correo comercial y eso es algo que, hasta ahora, se tramitaba sin demasiados miramientos, es algo normal, un gasto necesario.
- Sé que no me relaciono demasiado con los compañeros, pero siempre he pensado que a la larga eso me evitaría muchos problemas…
- ¡Por Dios! – se exasperó Sanjuán-. No tiene nada que ver con los compañeros. ¡Son los certificados! –Rafael enmudeció de golpe. Se hizo una larga pausa, pero el silencio, lejos de ser incómodo, sirvió para relajar el ambiente, no a Rafael, en un estado de estupor tan culpable que lo sumía en la más profunda indefensión-. Veo que podríamos empezar a entendernos.
- No pensaba que los certificados pudieran tener tanta importancia –balbuceó Rafael.
- En teoría no –siguió Isidro Sanjuán-. En principio, la mayoría del correo que genera la empresa es normal y corriente, propaganda, publicidad o envíos informativos a nuestros clientes. El correo certificado está reservado en exclusiva a documentos de mucha mayor relevancia y en este sentido somos una empresa modesta, no generamos tantos documentos cuya entrega al destinatario sea una cuestión de vida o muerte. Con la valija interna tenemos más que de sobra para ciertas cosas. Así que los certificados tienen importancia… cuando los pagamos nosotros.
- Entiendo –Rafael iba sumergiendo la cabeza en sus hombros esperando acontecimientos, buscando excusas.
- Resulta que en los últimos meses ha habido un incremento muy espectacular del envío de correos certificados por parte de nuestra empresa a dos direcciones en particular, aunque a diferentes nombres que no tengo el gusto de conocer. Le repito que no le hemos investigado, pero comprenderá que no nos ha resultado difícil averiguar que ambas direcciones tienen mucho que ver con usted en su vida privada.
La palidez de Rafael delataba su deseo de extender los brazos y dejarse esposar, Sanjuán seguía, machacándolo.
- Se ha enviado usted a sí mismo más de un certificado diario durante los últimos tres meses. Algo que sin ser un gran desfalco para a la empresa, sí que supone un gasto preocupante de cara al futuro. Además hay otra cosa…
Rafael abrió de nuevo los ojos de forma desmesurada.
- Uno no se envía cartas a su domicilio sin ningún motivo. No le hemos investigado, pero sí que hemos intentado averiguar qué tipo de documentos son los que usted tiene tanto interés en conseguir sin ser visto –Rafael pareció respirar aliviado al oír eso, mientras, un todopoderoso Sanjuán seguía jugando a detective-. Por más vueltas que hemos dado, no conseguimos saber qué le puede interesar tanto de nosotros. No hace usted demasiadas fotocopias, no tiene acceso a documentación trascendente, no corretea por los pasillos, no trata con los compañeros por lo que no debe de enterarse de ningún cotilleo interno… Por el amor de Dios, me quiere decir ¿qué coño es lo que llega a su casa a nuestra costa?
Rafael bajó los ojos un poco más y dijo:
- Es por los adhesivos.
- ¿Perdón?
- Es por los adhesivos –repitió-. Las etiquetas. Necesito las etiquetas. Hace meses que me compré un congelador nuevo.
- ¿Y eso qué tiene que ver? –preguntó Sanjuán cuando pudo cerrar la boca.
- Al principio no le di importancia. Pero con el tiempo descubrí que me resultaba imposible saber lo que había en cada paquete. Así que comencé a descongelar alimentos que no me hacían falta y que se me acababan estropeando –La candidez en los ojos de Rafael habría desarmado a cualquiera-. Así es como decidí que debía etiquetar los paquetes.
Isidro Sanjuán se pasó una mano por la frente como para secarse un sudor imaginario. Respiró hondo para adaptarse a la nueva situación y continuó preguntando.
- ¿Me está usted diciendo que se envía por correo certificado los adhesivos de etiquetas de la empresa para sus paquetes de congelados? ¿No podía llevárselos bajo el brazo como todo el mundo?
- ¡Oh, no! –Rió el empleado, cada vez más liberado de su carga-. No me ha entendido usted. Eso fue lo primero que hice. Pero no funcionó. Los adhesivos que utilizamos nosotros no pegan. Se desprenden tanto del papel de aluminio como de las bolsas de congelación. He probado con todas las marcas del mercado y ninguna me iba bien. Siempre acababa con el congelador lleno de paquetes sin identificar y adhesivos desperdigados. Hasta que –se acercó al rostro de su jefe bajando el tono de voz- descubrí lo de los certificados…
Isidro Sanjuán creyó percibir una mirada de loco tras la sonrisa de su subordinado. Su rostro reflejaba un desconcierto tal que Rafael Cabello prosiguió como si alguien le hubiera dado cuerda por la espalda.
- Un día recibí una reclamación del impuesto municipal por correo certificado y me percaté de que en el sobre, se quedaba una copia del adhesivo para la firma como el que se lleva el cartero. Me dio por probar y… ¡voilá! Mano se santo. Esa etiqueta resiste a la humedad y las bajas temperaturas como si hubiera nacido en el polo –Rafael parecía poseído por una felicidad inmensa.
- ¿Entonces, los certificados?
- Van vacíos –insistió Rafael con displicencia, como si Isidro no demostrara estar a la altura de las circunstancias para comprender la realidad. Volvió a acercarse al rostro de su jefe para susurrarle-: El valor está en el sobre. A veces, si el paquete no es muy grande, puedo utilizar también los dos pequeños adhesivos que rodean la etiqueta.
Se hizo un silencio ambiguo en el despacho. Rafael estaba ligero bajo la capa de sinceridad que flotaba en el aire, sin embargo, Isidro notaba que el techo estaba unos centímetros más bajo que antes de la reunión. La espera fue desdibujando la sonrisa de Rafael y eso permitió a Isidro recomponer algo el gesto, recolocarse la americana y erguirse un poco en el sillón. Sacudió la cabeza como si hubiera llegado al final de un asalto de boxeo y volvió a preguntar:
- ¿Y me puede usted explicar por qué no intentó conseguir ese tipo de adhesivos de otra manera? Pudo usted ponerse en contacto con la empresa que los fabrica.
Rafael perdió de nuevo el buen humor. Con gesto serio, sintiendo que intentaba hablar ante un auditorio que no cesaba de abuchearle, insistió:
- Pero, ¿por quién me toma? ¿Usted sabe el grado de desesperación que se puede llegar a alcanzar cuando tienes un congelador que te ocupa un espacio enorme y se te estropean la mitad de las cosas por una tontería… burocrática? ¿De verdad cree que no lo he intentado todo antes de tener que recurrir a un método tan trabajoso? Claro que hablé con esa empresa –se relajó, y con esa infinita calma digna dijo: Insistí de todas las maneras que pude, ofrecí mucho más dinero del que valían, pero sólo venden al por mayor. Así que me quiere usted decir ¿para qué quiero yo cincuenta cajas con cincuenta rollos de mil adhesivos cada una?
Un beso, y feliz aniversario.
R.