divendres, 8 de març del 2013

Cuadros de una exposición


Querida M,
Como sabes, me trasladé a otro edificio buscando el silencio para escribirte. No es que en mi antiguo piso tuviera demasiado ruido, es que los ruidos que tenía me resultaban molestos. Busqué hasta hallar mi nuevo hogar. Por delante atraviesa una carretera, pero está bien aislado y no se oye. Las paredes son recias y los vecinos pocos. Lo visité numerosas veces antes de comprarlo, poniendo poco interés a las explicaciones de los propietarios y siempre la oreja a la caza de sonidos desagradables. Nada, a diferentes horas del día y nada. Decidí arriesgarme.
Según iba cogiendo confianza, ponía mi música cada vez más fuerte sin que nadie pareciera molestarse por ello. Ponía a funcionar los electrodomésticos durante la noche para no turbar mi sosiego sin recibir reproche alguno. La vida transcurría plácida entre el procesador de textos y mi amplificador. Así he vivido en la más absoluta tranquilidad hasta hace aproximadamente un mes.
Trataba de abrir la puerta del portal con las bolsas de la compra mientras veía a una desconocida subir en el ascensor. Viendo mi torpeza, me ayudó otra vecina que aprovechó para decirme que había venido a vivir al bloque una pianista. Justo encima de mí. Era la desconocida que había entrado antes que nosotros. “Una pianista”, pensé, “malo”. ¿Cuántas posibilidades había de que supiera tocar el piano con corrección? Desde ese día, subí el volumen de mis altavoces un poco más.
La primera vez que coincidí con ella en el ascensor pude comprobar su desaliño en el vestir y su físico poco agraciado. Su mirada de disgusto cuando supo en qué piso vivía yo resaltó una fealdad mayor que la real y no pude evitar fijarme en sus dedos, curvados, casi deformes. De tanto practicar, supuse. Me planteé entonces poner mi música un poco más baja, probar a ver cómo iba, para limar asperezas.
Llovía y, por supuesto, yo escuchaba el Alkolea de Itoiz a toda castaña cuando, al acabar “Errotaberri” e ir a girar el disco, escuché unas notas que me eran ajenas. Me detuve, preparé mis oídos para el sonido exterior y pude escuchar con total nitidez una más que notable interpretación del andante amoroso de la sonata número 3 de Mozart. Yo siempre la había escuchado interpretada por Glenn Gould a pesar de que amigos músicos me habían insistido en que tenía no sé qué problema de contrapunto. Y lo cierto era que la versión de mi vecina sonaba hermosa como pocas.
Me quedé sentado en el sofá, escuchándola, y después del rondó tocó la número 6 y la número 12. Y descansó. Oí que se levantaba de su taburete y, no sé por qué, pero no se me ocurrió nada mejor que poner a toda prisa “Claro de Luna” en mi reproductor, para corresponderle. Caí en el sofá de nuevo y entonces pensé “qué vulgar, ¿no tenías otra cosa?”. Ya no me atreví a quitarla, habría parecido un DJ. La escuché entera y entonces oí de nuevo su taburete y pareció como si ella me agradeciera el gesto y tocó, creo que sólo para mí, la Fantasía en re menor de Mozart.
A partir de aquel momento dejé de escuchar mi música para esperarla. Como mucho, si sabía que ella no estaba en casa, ponía algunos discos muy flojito. Sólo cuando ella descansaba, yo buscaba las melodías precisas para amenizar su reposo. Pasamos varios días así hasta que, una tarde, también fría, como hoy, ella llegó y se puso a tocar unas furiosas variaciones Goldberg. Sentí su ira sin saber si yo tenía algo que ver en ella.
Cuando la música se detuvo yo no tenía las ideas claras, el programa que tenía preparado se había ido al garete y decidí que había que darle una vuelta de tuerca a nuestra relación. Busqué piezas sueltas de Michael Nyman, aún no encuentro explicación a eso, y comenzaron a sonar, repetitivas. Ella contestó con la Suite 25 de Schönberg, más enrabietada todavía y yo, al borde de la desesperación, puse un Cd de Chick Corea al que nunca había llegado a quitar el celofán. Y se escuchó mucho rato, hasta que terminó. Y ella empezó a tocar algunas piezas de Erik Satie, de ésas que nunca sé cómo se llaman, tan dulces. Y firmamos una hermosa paz. Y yo puse un disco de Thelonious Monk y ella atacó las primeras notas de ¡Oh, Dios mío! la versión original de la Cabaña de Baba Yaga.
Aún no hemos hablado nunca, ni creo que sepamos el nombre del otro, pero hace días que subimos juntos en el ascensor, yo miro sus dedos, bellos, envueltos en mitones, y nos besamos con pasión hasta que se abren las puertas.
Un beso.
R.

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