Querida M,
Como sabes, me trasladé a otro edificio buscando el silencio para escribirte. No es que en mi antiguo piso tuviera demasiado ruido, es que los ruidos que tenía me resultaban molestos. Busqué hasta hallar mi nuevo hogar. Por delante atraviesa una carretera, pero está bien aislado y no se oye. Las paredes son recias y los vecinos pocos. Lo visité numerosas veces antes de comprarlo, poniendo poco interés a las explicaciones de los propietarios y siempre la oreja a la caza de sonidos desagradables. Nada, a diferentes horas del día y nada. Decidí arriesgarme.
Según iba cogiendo confianza, ponía mi música cada vez
más fuerte sin que nadie pareciera molestarse por ello. Ponía a funcionar los
electrodomésticos durante la noche para no turbar mi sosiego sin recibir
reproche alguno. La vida transcurría plácida entre el procesador de textos y mi
amplificador. Así he vivido en la más absoluta tranquilidad hasta hace
aproximadamente un mes.
Trataba de abrir la puerta del portal con las bolsas de la
compra mientras veía a una desconocida subir en el ascensor. Viendo mi torpeza,
me ayudó otra vecina que aprovechó para decirme que había venido a vivir al
bloque una pianista. Justo encima de mí. Era la desconocida que había entrado
antes que nosotros. “Una pianista”, pensé, “malo”. ¿Cuántas posibilidades había
de que supiera tocar el piano con corrección? Desde ese día, subí el volumen de
mis altavoces un poco más.
La primera vez que coincidí con ella en el ascensor pude
comprobar su desaliño en el vestir y su físico poco agraciado. Su mirada de
disgusto cuando supo en qué piso vivía yo resaltó una fealdad mayor que la real
y no pude evitar fijarme en sus dedos, curvados, casi deformes. De tanto
practicar, supuse. Me planteé entonces poner mi música un poco más baja, probar
a ver cómo iba, para limar asperezas.
Llovía y, por supuesto, yo escuchaba el Alkolea de Itoiz a
toda castaña cuando, al acabar “Errotaberri” e ir a girar el disco, escuché
unas notas que me eran ajenas. Me detuve, preparé mis oídos para el sonido
exterior y pude escuchar con total nitidez una más que notable interpretación
del andante amoroso de la sonata número 3 de Mozart. Yo siempre la había
escuchado interpretada por Glenn Gould a pesar de que amigos músicos me habían
insistido en que tenía no sé qué problema de contrapunto. Y lo cierto era que
la versión de mi vecina sonaba hermosa como pocas.
Me quedé sentado en el sofá, escuchándola, y después del
rondó tocó la número 6 y la número 12. Y descansó. Oí que se levantaba de su
taburete y, no sé por qué, pero no se me ocurrió nada mejor que poner a toda
prisa “Claro de Luna” en mi reproductor, para corresponderle. Caí en el sofá de
nuevo y entonces pensé “qué vulgar, ¿no tenías otra cosa?”. Ya no me atreví a
quitarla, habría parecido un DJ. La escuché entera y entonces oí de nuevo su
taburete y pareció como si ella me agradeciera el gesto y tocó, creo que sólo
para mí, la Fantasía en re menor de Mozart.
A partir de aquel momento dejé de escuchar mi música para
esperarla. Como mucho, si sabía que ella no estaba en casa, ponía algunos
discos muy flojito. Sólo cuando ella descansaba, yo buscaba las melodías
precisas para amenizar su reposo. Pasamos varios días así hasta que, una tarde,
también fría, como hoy, ella llegó y se puso a tocar unas furiosas variaciones
Goldberg. Sentí su ira sin saber si yo tenía algo que ver en ella.
Cuando la música se detuvo yo no tenía las ideas claras, el
programa que tenía preparado se había ido al garete y decidí que había que
darle una vuelta de tuerca a nuestra relación. Busqué piezas sueltas de Michael
Nyman, aún no encuentro explicación a eso, y comenzaron a sonar, repetitivas.
Ella contestó con la Suite 25 de Schönberg, más enrabietada todavía y yo, al
borde de la desesperación, puse un Cd de Chick Corea al que nunca había llegado
a quitar el celofán. Y se escuchó mucho rato, hasta que terminó. Y ella empezó
a tocar algunas piezas de Erik Satie, de ésas que nunca sé cómo se llaman, tan
dulces. Y firmamos una hermosa paz. Y yo
puse un disco de Thelonious Monk y ella atacó las primeras notas de ¡Oh, Dios
mío! la versión original de la Cabaña de Baba Yaga.
Aún no hemos hablado nunca, ni creo que sepamos el nombre
del otro, pero hace días que subimos juntos
en el ascensor, yo miro sus dedos, bellos, envueltos en mitones, y nos
besamos con pasión hasta que se abren las puertas.
Un beso.
R.
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