Querida M,
La patria
del escritor es su lengua. Esta frase se suele atribuir a Francisco Ayala, pero
tiene un antecedente en Fernando Pessoa, que escribió que su patria era la
lengua portuguesa. Son frases de autores que pertenecen a comunidades
lingüísticas poderosas, pero que si las dice alguien que se desenvuelva en un
idioma minoritario lo convierte con rapidez en sospechoso de algo, no se sabe
bien de qué, pero de algo.
Durante
mucho tiempo Lázaro Covadlo me envió por correo electrónico los artículos que
escribía en prensa. No me gustaban demasiado y suponía que, como tantos otros,
había entrado en nómina de El Mundo gracias a ser uno más de esos habitantes de
Catalunya descontentos con la realidad que les ha tocado vivir. Supongo que no
es necesario nombrar a los otros, son muy conocidos, pero no parece gratuito
que el representante catalanista en el diario sea Sostres.
Lázaro me
envió un día un artículo en el que se quejaba de la asfixiante presión xenófoba
del nacionalismo catalán al tiempo que negaba la existencia del nacionalismo
español. Me irritó. No por sus ideas sino porque parecía escrito por alguien al
que le habían dictado lo que tenía que decir sin tener demasiada idea de lo que
estaba hablando. No le había respondido nunca antes, pero esa vez lo hice,
preguntándole en qué país vivía que no sabía nada de lo que se cocía a su
alrededor.
Me
contestó muy indignado, dándome excusas que no vienen al caso para justificar
su texto (pertenecen a la intimidad de aquella correspondencia), pero concluía diciéndome
que dejaría de enviarme sus artículos porque, esto es literal, “le estaba
pareciendo peligroso hacerlo”.
Sabes que
mi capacidad para el nacionalismo deja mucho que desear así que me horroricé
ante semejante afirmación y traté de reconducir las cosas. Le escribí diciéndole
que nuestra discrepancia no debía ser motivo de mayor disputa y que me había
limitado a manifestar mi desacuerdo ya que él se había tomado la licencia de
enviarme su opinión. Me volvió a escribir aceptando que la cosa no merecía más
discusión y reconociendo que no conocía nada de la política española porque no
le interesaba.
Al poco
tiempo escribió un artículo magnífico surgido de aquel intercambio (él hablaba
de un amigo que le había dicho que la patria del escritor es la lengua). El
artículo se titulaba “Si tuviera una patria sería la ducha”. Yo tampoco estaba
de acuerdo con lo que decía, él seguía creyendo que lengua y política son la
misma cosa, pero estaba muy bien razonado y, sobre todo, ¡tan maravillosamente
escrito!
La lengua
es el gran vehículo, M., forma parte de nuestra manera de ser, nuestra forma de
decir que queremos a los demás, la lengua determina nuestra forma de razonar y merece
consideración. Es curioso que el gallego sea la lengua que más interiorizada
está en mi cerebro y, al mismo tiempo, sea la única de las que conozco que
nunca he hablado en voz alta. Me habría gustado que el euskara estuviera igual
de bien insertado entre mis neuronas, pero no pudo ser. Ni se hablaba ni se
dejaba hablar lo suficiente, así que tuve que aprenderlo y, como todo lo que se
aprende, acabé olvidando la mayoría de lo que supe. Pero, al contrario que las
banderas o los himnos, su sonoridad es hermosa, su forma es vibrante, su encanto
obliga a estimarlo.
Mi gran
lengua es el castellano, la lengua en que Covadlo escribe sus artículos, la
mía, tan mía como de cualquier otro. Pero una lengua menor es más querible, M.,
te hace más libre porque conocerla, expresarte a través de ella, es un acto de
amor y una decisión personal y no hay nada, por poco inteligente que parezca,
más respetable.
El gran
Isaac Bashevis Singer escribió su obra en yídish, esa curiosa mezcla entre el
hebreo, el alemán y vete a saber qué otras lenguas; despreciada por los
patriarcas judíos acusándola de jerga. Él mismo ayudaba a traducir su obra al
inglés, debido a la dificultad de semejante tarea, pero nunca abandonó el yídish
porque decía que tenía más vitaminas que las demás lenguas. Que le gustaba
escribir historias de fantasmas y que nada mejor para ello que escribirlas en
una lengua moribunda, “cuanto más muerta esté la lengua, más vivo será el
fantasma”, decía.
Quizá por
eso hablo en catalán con Unai, porque necesito una lengua para los dos, con
otras vitaminas, con cierta aureola de moribunda. Cada noche, cuando lo
acuesto, me acerco a su mejilla para el último beso y le susurro al oído “Bona
nit, t'estimo”, y él me contesta “Gabon” y me pide una palabra nueva en
euskara, y miramos a nuestro alrededor y un día es “lámpara”, y otro “cuaderno”,
y otro “buenas tardes”. Ayer me pidió que le enseñara cómo se dice “conejo” y
no lo recordaba, y tuve que ir a mirarlo al diccionario. Mecachis.
A ti te
quiero en castellano, M., pero es otro querer, no me lo tengas en cuenta.
Un beso.
R.
P.S. Hubo
un tiempo en que entre los mejores cuentistas de España estaban Bernardo
Atxaga, Manuel Rivas y Quim Monzó. Uno en euskara, otro en gallego y otro en
catalán. Por aquel entonces se publicó “Agujeros Negros”, la primera obra de
Covadlo, y fue algo extraordinario y creo que desde entonces no se ha escrito
ningún otro libro de relatos en castellano mejor que aquél. No sé qué ha sido
de Lázaro estos últimos años ni he querido indagarlo a la hora de escribirte
hoy. Déjame que, por si acaso, deposite un recuerdo aquí, para él.
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