divendres, 28 de desembre del 2012

Bob Beamon

Querida M,
Cuando Bob Beamon realizó su prodigiosa marca en los juegos olímpicos de México todas las alarmas de los departamentos científicos de la CIA saltaron como si una docena de pies soviéticos hubieran pisado suelo prohibido. En plena guerra fría, los norteamericanos desarrollaban ingenios de defensa sin cesar, y no dejaban pasar ninguna oportunidad para conocer los mecanismos más ocultos del ser humano. Corrigiendo a los nazis, buscaban  maneras democráticas de mejorar la evolución.
Fue así como a un cráneo privilegiado se le ocurrió la idea de averiguar qué le había cruzado por la mente al pobre Bob en el momento de realizar un salto tan extraordinario.
Al principio de la reunión, todos sus colegas lo miraban con una sonrisa de desprecio en la boca, pero cuando esa persona sugirió que lograr una respuesta podría ser de gran utilidad en el adiestramiento militar los rostros se iluminaron de nuevo. Al regresar Beamon de los juegos fue recibido y agasajado por las altas instancias pero, escondido tras su gesto de agradecimiento forzado, llevaba en el bolsillo un requerimiento oficial de presentarse con urgencia a un reconocimiento en un organismo que le era desconocido y lo intimidaba sobremanera.
Lo sentaron y le explicaron la situación para lograr permiso y confidencialidad. La altitud de México, su capacidad física, o el entrenamiento exhaustivo podían explicar muchas cosas, incluso posibles sistemas de dopaje que aseguraron no interesarles podrían explicar cosas, pero nunca un salto de aquellas características que, además, distaba mucho de ser perfecto. Le pidieron ayuda por el bien de la patria para averiguar cómo logró la proeza y poder utilizarlo en el beneficio de la seguridad nacional. No le iba a doler, le dijeron, serían sólo unos días, le dijeron, pronto regresaría a casa y todo volvería a ser como antes, le dijeron.
Para sorpresa de Bob, no fue sometido a pruebas físicas de ningún tipo. Le hicieron analíticas básicas para comprobar su compatibilidad con los aparatos y la medicación que utilizarían con él y pronto se vio sumergido en un universo de entrevistas, sesiones de hipnosis y psicoanálisis y preguntas, siempre preguntas, las mismas, mil veces repetidas. Beamon se sometió a esas prácticas con una paciencia infinita, ayudado por los fármacos y convencido de que igual servirían para salvar alguna vida en el futuro.
Cuatro días después de iniciado el programa, Beamon descubrió que todo habían sido meros preparativos. Se encontró en una sala nueva, rodeado de cables y a punto de ser conectado a una enorme máquina. El hecho de que existiera aquella máquina y que aún no hubiera sido utilizada le hizo sospechar. Preguntó y, para su sorpresa, no tuvieron ningún reparo en responderle. Efectivamente, todo lo anterior fueron preparativos, le explicaron, todo en función de aquel aparato que se introduciría en su cerebro, buscaría el momento exacto de su vida en el que corrió aquella mítica carrera hacia el foso de arena del salto y sabrían qué era lo que pasaba por su mente en aquel preciso instante, o en qué estaba ocupada su mente para ayudar al logro de recorrer ocho metros y noventa centímetros surcando el aire por primera vez en la historia de la humanidad. Le explicaron.
Ésa fue la única ocasión a lo largo de todo el experimento en que dudó. A punto estuvo de levantarse y coger la puerta. Los científicos también dudaron. Bien porque no querían usar la intimidación para obligarlo a quedarse, bien porque la reacción de Beamon pudo hacerles creer que algo turbio encerraba la historia de su conejillo de indias. No se ha filtrado cómo se logró reconducir aquella tensa situación pero, pasadas un par de horas, todos los cables que poblaban aquella estancia estaban de alguna manera conectados al cuerpo del saltador.
Sólo la inapelable imparcialidad del calendario demostró a Beamon que habían pasado casi tres días desde que los científicos comenzaron a hurgar en su memoria hasta que se despertó, exhausto, en una camilla. Se recuperó enseguida. Un simple aturdimiento dio paso a un apetito voraz y la sensación de alivio de haber terminado y poder regresar a casa fue su mejor medicamento. Cuando los directores del proyecto fueron a agradecerle su participación el atleta preguntó si habían conseguido resultados, si había servido para algo y ellos se sonrieron y le dijeron que mucho más de lo que él podía imaginar. Le preguntaron si quería ver los logros del estudio y él contestó que sí; le preguntaron si estaba seguro y él contestó que sí.
Con una tecnología desconocida para él, le mostraron un montaje de vídeo en que se mostraban los escasos segundos de su concentración, carrera y salto. En paralelo, le mostrarían las imágenes recreadas de lo que su mente reproducía en aquellos precisos instantes. El cerebro de Beamon no lograba comprender cómo, entre todos los recuerdos almacenados de su vida, habían podido localizar unos escasos veinte segundos. Se preocupó imaginando qué más cosas habían encontrado en su memoria. Le volvieron a preguntar si de verdad quería ver esas imágenes y dudó, pero sí. Ante sus ojos, comprobó con horror cómo, en el momento de iniciar la carrera, en su mente estaba golpeando a su madre contra el suelo, con un arma blanca en la mano. El rostro de Beamon se comprimía y se acercaba a la tabla de salto, sus ojos se cerraban y para entonces ya estaba girado, acuchillando a una niña pequeña que aparentaba ser su hermana. Con la sangre bajándole por los brazos sus ojos se abrían de nuevo, de forma desmesurada y caía, sobre el foso, ocho metros y noventa centímetros más allá.
El, en esos momentos, miserable Bob no recordaba esos pensamientos. No era consciente de haberse concentrado de semejante forma. Los médicos intentaban tranquilizarlo diciéndole que sus técnicas de concentración serían de gran utilidad militar en el futuro, y eso lo horrorizó aún más. Quizás ahí estuvo la causa de que nunca más volviera a realizar un salto estimable; quizás por eso su vida derivó en un continuo carrusel de desconcentración. Esas imágenes no lo abandonaron nunca y a nadie le importó, ni a él mismo, que fuera huérfano o que nunca hubiera tenido una hermana pequeña.
Un beso.
R.
P.S. Hoy es el día de los Santos Inocentes. De pequeño lo esperaba ilusionado. ¿Alguien sabe si se mantiene esa tradición?

dilluns, 24 de desembre del 2012

La naturaleza

Querida M,
Es definitivo que las hojas caen en otoño. Igual con los cambios del clima las fechas empiezan a descuadrar, pero por ahora el ciclo de la caducidad sigue cumpliendo su función. Me he vuelto tan urbanita que ahora desconfío de la naturaleza, así que cuando veo esos cientos de hojas revolotear a mi alrededor con una perfección que para sí querrían los mejores ballets del mundo, no puedo evitar imaginarme a un ingeniero escondido, accionando algún botón que diera rienda suelta a ese fenómeno para que los turistas campestres volvamos a casa satisfechos.
Todas las mañanas el rocío empapa la hierba y vuelve a aparecer mojado ese columpio que a Unai no le acaba de convencer. Alguien ha tirado la chapa de un refresco a la puerta de mi alojamiento y nunca me acuerdo de recogerla, siempre voy con peso cuando paso por allí, pero es inevitable verla,  el contraste con el entorno es tan grande que esa triste chapa parece estar iluminada diciendo recógeme, no pinto nada aquí.
Sin embargo, cada vez que enfilamos con el coche el camino hacia Olot, pasamos ante un diminuto puente metálico que cruza sobre el riachuelo que nos rodea, y ese puente no desentona, no grita su falta de integración en el entorno. Es muy estrecho como para pasar sólo una persona, y está recubierto de plantas que lo disimulan en el paisaje, casi como si no existiera. Diría recubierto de hiedra, que es lo que se estila en estos casos, pero mis conocimientos de botánica no me permiten semejante afirmación. Me parece que la barandilla es verde, pero para cuando me percato de su presencia ya casi hemos pasado de largo y no logro verlo bien. Así que ayer decidí que en un momento en que me quedara libre me daría un paseo por allí, no puedo abandonar este lugar sin haber atravesado ese puente.
Por la noche, cuando Unai ya dormía y a Magui se le estaban cerrando los ojos, puse el móvil a cargar. Me quedé sólo en el comedor y esperé un rato a que todo estuviera todavía más en calma, si cabe. El móvil dio la señal de carga completa, lo moví un poco y tuvo un pequeño instante de cobertura. Tenía un mensaje y la simple vibración del aviso me pareció un estruendo inabarcable. Pasado el susto, me puse la chaqueta de invierno cubriendo la camiseta y los pantalones cortos, las zapatillas de deporte sin calcetines y, con el móvil como linterna, salí al camino.
Lo cierto es que trasladarnos siempre en coche impedía tener una perspectiva clara de cuánta es la distancia que debía recorrer hasta llegar al puente. Caminaba deprisa, por el miedo a la oscuridad y el frío. Todos los sonidos me parecían sospechosos, llevaba ya cinco apagadas de la luz del móvil y el puente no aparecía. Escudriñaba el borde derecho de la carretera con temor a tropezar y caerme al riachuelo cuya agua, extrañado, no escuchaba fluir. Había gastado un cuadrito de batería cuando algunas luces anunciaban que estaba empezando a entrar en Riudaura.
Muy decepcionado decidí regresar. La humedad me empapaba los huesos y no acababa de comprender en qué lugar me despisté tanto como para pasar de largo. No del todo satisfecho, hice el camino de vuelta sin perder ojo del margen del camino que ahora quedaba a mi izquierda. Había hecho más o menos la mitad de mi recorrido cuando lo vi, allí, tranquilamente, esperándome. Estaba tan a la vista que no me podía creer que antes hubiera pasado de largo. Con el susto, el móvil se me escurrió de entre los dedos y cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y al iluminarse de nuevo la pantalla vi perfectamente una huella de mi zapatilla hecha en el viaje de ida. Eso hizo mi despiste aún más increíble. Decidí olvidarlo todo y aprovechar para cumplir mi propósito. Me agarré fuerte a la barandilla para comprobar si era estable y me sorprendió su firmeza. La había imaginado fría y húmeda también, pero no, las hojas que la protegían parecían calentarla y mantenerla seca. Atravesé hacia el otro lado pero no tuve valor para más. Todo se espesaba allí, y la luz del móvil no llegaba a darme una perspectiva fiable de lo que me esperaba después. Además, la inminente desaparición de otro cuadrito de la batería me iba a poner muy nervioso, eso seguro, los ruidos a mi alrededor parecían haberse multiplicado, los susurros del aire, de las hojas, parecían más fuertes.
Atravesando de nuevo el puente, justo a la mitad, mi pie derecho resbaló. Musgo mojado, pensé. Me agaché otra vez a echar un vistazo y no había vegetación, acerqué la pantallita al suelo y toqué con los dedos, me lo llevé a la nariz y era grasa industrial, de ésa que se utiliza para que los engranajes no hagan ruido. Un largo hilo de ese lubricante que parecía recién aplicado recorría la base del puente y subía por ambos lados de la barandilla. Agucé el oído y, de golpe, me percaté de que el agua del riachuelo fluía de nuevo bajo mis pies.
Un beso.
R.

dissabte, 22 de desembre del 2012

Sobre no hacer caso


Querida M,
Quizás debería haber hecho caso a los consejos de mis seres queridos y no aceptar aquella proposición. Los llamé por teléfono a todos en busca de una opinión favorable y nadie me la dio. Aún así, antes de marcar cada número, yo sabía que estaba decidido.
Después de la última respuesta negativa, miré de nuevo el papel con la dirección y me vestí, dejado, como siempre, para salir a la calle en el anonimato. Había consultado el mapa de Google y mi viejo plano, y la guía, y todas situaban aquella calle en un lugar diferente, o con un acceso diferente, no sé bien, todas las versiones eran de épocas distintas así que no seguí ninguna y tiré por donde me pareció. Llegué muchas horas tarde, era el día siguiente a hoy.
Llamé a la puerta y me abriste tú. Que qué quería y yo te dije que venía por lo del encargo del otro día, que ya era el otro día y uno más. Me preguntaste si estaba dispuesto a hacerlo y eso me hizo dudar. Bajé la mirada rumiando, dicho de esa forma no me pareció tan buena idea. Al verme vacilar me preguntaste si, al menos, había traído lo necesario. Y eso sí que no, no había traído nada de lo que se exigía en la ficha.
Nos quedamos un rato así, cada uno a un lado de la puerta, sin saber qué hacer. Pues no sé por dónde vamos a empezar si no estás seguro ni tienes las cosas, me dijiste. Yo pensé que venir ya era algo, contesté. Pero la ficha lo decía bien claro, traer los utensilios, nada de llamar y nada de escribir, sólo presentarse equipado, insististe. Ya lo leí, por eso te escribí este mensaje, ¿no has abierto tu correo? ¿Me escribiste? ¡Nada de escribir! (parecías enojada), sobre todo ¡no escribir!, no haces nada bien. Y quisiste cerrar la puerta. ¿Puedes quitar el pie? Me preguntaste y yo asomé la nariz y te dije que bien, que ya me iba pero que miraras tu correo, que te había escrito.
Un beso.
R.

dimecres, 19 de desembre del 2012

La crítica

Querida M,
¿No te molestan las personas que te dicen que no leas ese libro o no veas esa película? No me refiero a las que no están de acuerdo con algo que te haya gustado. Me refiero a ésas que no pueden reprimirse al decirte que ellas ya saben lo que es y no merece la pena que tú lo sepas. En muchos casos, ni siquiera conocen tus gustos, sólo se creen poseedoras de una verdad tan absoluta que te ahorran el trabajo de conocerla tú. A veces, me lo han llegado a decir de alguna de mis películas preferidas o alguno de mis libros de cabecera. Y me pregunto qué les impulsa a hacerlo.
El editor del “San Francisco Examiner” luego de publicar un primer artículo a Rudyard Kipling lo despidió diciéndole “lo siento, Mr. Kipling pero, sencillamente, no sabe utilizar el lenguaje”. Un crítico londinense escribió sobre las “Hojas de Hierba” de Walt Whitman que el autor conocía tanto el arte como un cerdo las matemáticas. Un crítico neoyorkino definió “El Gran Gastby” como un libro de temporada… Es evidente que los críticos son imprescindibles para el conocimiento o el desarrollo de un canon artístico pero, ¿quién critica a los críticos?
Si alguien me pide un juicio sobre una película, un libro o una pieza musical y conozco el objeto de la pregunta no tengo problema en dar mi opinión. Pero no concibo el deseo enfermizo de despellejar aquello por lo que no has sido preguntado. Puedo comprender que, por cuestiones laborales, alguien escriba una crítica negativa de la obra sobre la que le ha tocado opinar, pero no puedo entender que el interés primordial de un aficionado a cualquier tipo de arte no sea el de incitar a los demás a disfrutarlo. Si algo no me gusta lo olvido, pero si me gusta ardo en deseos de convencer a los demás de mi hallazgo. Hay críticos que desaniman, que sacan a las personas del cine, que hunden las posibilidades de un libro y parecen disfrutar haciéndolo. Hay personas que sólo son felices en el conflicto y expanden su infelicidad.
Hubo un tiempo en que el diario El País era el nutriente fundamental de los adictos a la cultura. Durante mi adolescencia muchos pensábamos que eran unos grandes intelectuales los que hacían El País. Llegó un día en que me di cuenta de que era El País el que hacía a los intelectuales. Y era así como nos tragábamos con pan las opiniones de Rosa Montero, Vicente Verdú o Juan Luis Cebrián. Verdú, autor de varios ensayos llenos de tópicos y obviedades, escribió en su día una furibunda reseña sobre la película de Imanol Uribe “Días contados”, policiaco magnífico que Verdú encontró apologético del terrorismo. Aquella crítica no sólo demostraba la supina ignorancia de quien la escribió sobre el cine de Uribe sino que halló en éste una respuesta tan simple como certera: no se había enterado de nada.
Es curiosa la inquina con que alguna crítica española ha tratado a muchos artistas vascos alejados de ETA. Al ejemplo de Verdú con Uribe se podría añadir la sanguinaria persecución que sufrió Julio Médem por su maravilloso documental “La pelota vasca” (persecución que seguramente le costó el Goya) o, el proceso por el cual Bernardo Atxaga se quedó sin el Nacional de Literatura por su preciosa novela “El hijo del acordeonista”. Todos ellos han dado numerosísimas muestras de su lejanía ideológica del entorno de ETA, todos han demostrado mil y una veces sus deseos de paz tanto en sus declaraciones como en sus obras y, sin embargo, ahí han estado algunos críticos, no muchos, que han ejercido de inquisidores.
Estos días se ha reavivado una vieja polémica de hace casi diez años. Y lo más triste es que en este caso la justicia no ha sido injusta por lenta, sino por ineficaz. Otra vez, como hace diez años, el inquisidor se ha ido de rositas. El origen de la historia lo encontramos en la crítica que en El País publicó Ignacio Echevarría sobre la novela de Bernardo Atxaga “El hijo del acordeonista”, crítica atroz hasta la náusea que a la postre le costó el puesto a su autor. La polémica que envolvió aquellos acontecimientos enturbió los hechos y no dejó que se apreciara el bosque. Se atribuyó la marcha de Echevarría de El País a la relación empresarial que el diario tenía con la editorial que publicaba el libro (Alfaguara) y al mal que esa crítica podía haberle hecho en su carrera comercial. Todo esto ocultó el hecho de que aquella crítica había sido escrita desde la más absoluta inquina, con aromas de maldad.
Echevarría había escrito otras críticas muy negativas de numerosos libros, entre ellos, por cierto, un Premio Alfaguara, sin que le pasara nada (de hecho, y haciendo broma, que conste, parece que sólo le gustan las obras de Roberto Bolaño, cuyas ediciones post-mortem gestiona). El problema mayor de la crítica a Bernardo Atxaga era que estaba llena de insultos personales al autor. Incluso, antes de publicarla, parece que se suprimieron algunos que no puedo llegar a imaginar. Pertenece al ámbito subjetivo destacar que algunas de las opiniones vertidas por Echevarría sobre el libro son a todas luces discutibles cuando no simples barbaridades. El texto describe el argumento de la novela explicándolo como un cuento infantil para ridiculizarlo, algo que puede hacerse con casi cualquier libro existente. También encontramos alguna argumentación literaria surrealista como poner en voz del narrador frases vertidas por algún personaje. Mientras la inmensa mayoría de los suplementos culturales y revistas literarias reciben el libro con alabanzas El País lo masacra. Echevarría acusa a Atxaga de tibieza y confusión en su conocimiento de la realidad vasca ??? y, aquí está el quid de la cuestión, en ningún momento realiza un análisis político del texto, siempre se trata de un ataque ideológico al mismo, con el agravante de que, además, como en el caso de Uribe o Médem, es erróneo al pensar que Atxaga es lo que no es.
En la carta abierta que Ignacio Echevarría escribió para protestar por su exclusión de las páginas del diario El País hay dos puntos que merecen atención y son muestra de un infantil egocentrismo; en su afán por defenderse, se acusa. Para justificar por qué escribió la reseña explica que no la pidió, le fue ofrecida, sin embargo también reconoce que la aceptó argumentando que Atxaga era un autor que seguía con interés y respeto (sin falsedad, recalca). En el segundo párrafo de la crítica queda muy claro que Atxaga le parece tibio y confuso ya antes de “El hijo del acordeonista”. El segundo punto es una curiosa pregunta que se realiza y reproduzco aquí: “¿Tiene sentido ejercer la crítica en un medio dispuesto a desactivar los efectos de la misma y a desautorizar a su propio crítico?” En la misma frase reconoce que la crítica tenía la intención de provocar unos “efectos” y que esa opinión debería ser la línea editorial del diario. En esa carta Echevarría se muestra indefenso, se queja del daño recibido aunque en todo aquel asunto el más dañado fue Atxaga, que vio cómo su novela tardó semanas en arrancar en ventas  (más o menos hasta que la gente la leyó) y cómo se quedó sin el Premio Nacional de Literatura cuando podría haberlo ganado.
En el jurado de aquel premio estaba Suso de Toro, el hombre que diez años después ha sentido el impulso de hacer justicia y ha redoblado la injusticia. En el supuesto afán de restañar de forma definitiva la herida de aquella afrenta se ha referido a la iniquidad de Echevarría acusándole de una crítica recibida de él que, en realidad, nunca escribió. Eso ha puesto en manos de Echevarría una gran cantidad de artillería pesada que, suponiendo cómo es el tipo, no ha dudado en utilizar. En un acto de infinita estupidez Suso de Toro se pone a los pies de Echevarría y éste lo patea sin piedad. Como esos malvados de las teleseries que se mantienen vivos a base de pequeños triunfos. Por cierto, también hay algo interesante en la virulenta respuesta de Echevarría al ataque de Suso de Toro, muestra del mismo egocentrismo infantil de hace diez años. Para corroborar que él nunca pudo escribir una mala crítica del escritor gallego trata de humillarlo reconociendo que nunca ha leído un libro suyo, sobre todo después de su implicación en el caso Prestige como “lameculos oficial del presidente Zapatero”. Llama la atención que un crítico literario se vanaglorie de no haber leído nada de un autor que, antes de lo del chapapote, había ganado tres veces el premio de la crítica gallega.
Se defiende también Echevarría de que aquella crítica a Atxaga fuera ideológica preguntando si alguien sabe decirle a qué corriente política pertenece él. Yo no lo sé, pero lo intuyo, como mínimo pertenece a la estirpe de los que ven “nazi-onalistas” debajo de las piedras, amenazando con sus hachas, donde no los hay, ellos insisten en que están ahí. Me gustaría saber si el autor de la obra que ganó el Nacional de Literatura aquel año es más de su gusto. También era vasco de nacimiento y, aunque no se crió allí, estoy completamente seguro de que no es ni tibio ni confuso a la hora de interpretar la realidad, no hay más que ver el programa que presenta Juan Manuel de Prada en Intereconomía.
Un beso.
R.
P.S. Ignacio Echevarría aterrizó crecido en el diario El Mundo después de aquello. A cambio, El País se quedó con otro inquisidor, el crítico de cine Carlos Boyero, otro más que considera que lo importante de una crítica es el opinador y no el objeto opinado. Otro más que llena de palabras malsonantes su ideario para empujarte contra la pared mientras te dice no vayas a verla, no vayas a verla…

dijous, 13 de desembre del 2012

La píldora

Querida M,
Encontré en el suelo una píldora de plástico del color de un calabacín, con sus motas y todo. Era para no curar. No era dulce ni tenía buen sabor, ni nada; sólo servía para quien no quería curarse. Tampoco servía para las personas sanas, sólo no curaba a quien realmente padecía una enfermedad. 
El prospecto que traía recomendaba mantenerla en la boca, chupándola, durante cinco minutos, como mínimo, o bien hasta que la lengua se aburriera de compartir la boca con aquel objeto extraño como un empaste recién hecho. También se podía tragar, pero después había que recuperarla, porque era cara.
Luego de chuparla o recuperarla se guardaba en la elegante cajita en que la encontré; un envoltorio acorde al precio, sin duda: la píldora quedaba engarzada dentro como una joya.
La estrené cogiendo un estúpido catarro al tratar de respirar en primicia el oxígeno que salía por el aparato de aire acondicionado. Pronto, el catarro degeneró en neumonía y tuve que ir al médico. Le pregunté si era culpa de la píldora y me dijo que no, que la neumonía era la evolución lógica de mi absurdo catarro sin sanar. 
La respuesta tenía sentido, pero empecé a sospechar que mi médico tenía familia en la empresa que fabricaba la píldora. Inicié una exhaustiva investigación, pero a los dos días no había logrado resultados comprometedores y desistí.
Al poco tiempo me salió una incómoda hemorroide y volví a chupar la píldora durante un par de semanas. Cada día me encontraba peor así que volví a mi médico, que no tardó en diagnosticarme un cáncer de colon. Me sentí estafado y me enfurecí de tal forma que lo agarré del cuello y lo estampé contra la pared. "Ahora me dirás que un cáncer de colon es la evolución lógica de una almorrana, ¿no?", le grité. Se asustó mucho ante mi violencia y me dijo que investigaría lo sucedido. "¿En qué establecimiento compró la píldora?", me preguntó, y yo le dije que no la había comprado, que la encontré en la calle. De lo que él concluyó: "Y entonces, amigo, ¿qué esperaba?".
Un beso.
R.
P.S. Inicié este blog con la intención de contar historias sobre temas relacionados con la piratería informática. Aún no he logrado explicar ninguna, hoy iba a contar algo sobre descargas y salió esto. Lo releo y es lo que quería decir, pero parece lo contrario.

dilluns, 10 de desembre del 2012

Sorozábal

Querida M,
El primer chino que se dedicó a grabar epitafios fue un funcionario que vivió en la época de la dinastía Sui y que se llamaba Fu-Hi. No sé casi nada de él, ni siquiera si otros saben algo de él. Pero que tenía dotes de gran poeta lo demostró en el epitafio que eligió para sí mismo: “Fu-Hi amó las verdes colinas, las blancas nubes, pero, ¡ay!, murió borracho”.
El Cardenal Richelieu ha pasado más a la historia por su anacrónico personaje de "Los tres mosqueteros" que por su vida real, aunque parece ser que en muchas cosas coincidían bastante. No es por eso extraño que la posteridad le atribuya otro epitafio de gran ingenio: “Yace aquí el Gran Cardenal que hizo en vida mal y bien: el bien que hizo lo hizo mal; el mal que hizo lo hizo bien.” Hay muchas fuentes de prestigio que lo dan por bueno, pero muchas otras niegan su autenticidad y lo consideran un epitafio falso que correteó por el París de la época tras su muerte. Yo no pienso ir allí para averiguarlo, es mucho más interesante quedarse con la historia como está.
En verano, con el calor, la muerte se convierte en un valor en alza. Esos meses son un no parar de fallecimientos célebres y mi libreta se llena de necrológicas. Hubo un momento en que tuve que prometerme a mí mismo no volver a escribir sobre ningún finado por tentador que resultara. Fue así como dejé aparcado el que más interés literario tenía. Con el frío parece que no se muere nadie, así que ha llegado el momento de recuperarlo. Lo fácil habría sido escribir sobre epitafios, que hay muchos y muy graciosos, y llenar así este viernes amarillo de puente de cementerios. Además, al tipo del que voy a hablar le debemos un epitafio maravilloso de ésos que nunca salen en los recopilatorios y que dejo para el final.
Es quizá Pablo Sorozábal el mejor autor de zarzuelas que ha habido en España, aunque quizá también esta sesgada opinión no tenga otro fundamento que mi ignorancia y un patriotismo mal digerido. Era autor de “La tabernera del puerto”, “Adiós a la bohemia” y una cosa horripilante titulada “Katiuska”. Su afinidad a la república lo fue arrinconando hasta quedar marginado por completo, así que ese viejo cascarrabias apasionante fue no sólo el último gran representante del lirismo español sino que tanto él como el género fueron desapareciendo parejos de la vida mundana. Claro que del fin de la zarzuela él echaba la culpa al fútbol.
Me estoy liando. No quería hablar de Pablo Sorozábal hoy, lo dejo para otro día si se tercia. Bueno, sí quería hablar de Pablo Sorozábal, pero no de éste, sino de su hijo: Pablo Sorozábal que, como no podía ser de otra forma, murió el verano pasado entre el más desagradable de los olvidos mediáticos.
Pablo Sorozábal Serrano no sólo fue hijo de ilustre, sino que fue fotógrafo, escritor, músico y traductor de prestigio, sólo silenciado por un carácter indómito similar al de su padre y que, probablemente, esté en el origen del ostracismo popular en que vivió. Vasco en Madrid, radical, rojo hasta la médula, indomable y furibundo con las izquierdas y las derechas. A él le debemos traducciones de Kafka, del “Effi Briest” de Fontane, la “Cabeza de turco” de Walraff y casi la colección completa de biografías de músicos que publicó Muchnick. Le debemos la defensa de la obra de su padre frente a las multinacionales y, sobre todo, la composición del himno oficial de la Comunidad de Madrid. Esto último de verdad sorprende porque hace más increíble el desprecio con el que la mayoría de medios de comunicación trataron su muerte.
El caso es que todo esto acaba en que poco antes de morir Pablo Sorozábal escribió un maravilloso epitafio para sí mismo, largo, profundo y divertido. Sólo pondré el comienzo: “Mi entierro ha sido emocionante, no han asistido las autoridades, puesto que yo no tengo nombre o, por decirlo con mayor precisión, es mi nombre quien no tiene Yo. El viento, sin embargo, hizo acto de presencia y le voló el gorro a una anciana que limpiaba la tumba de al lado con un trapo triste. Mis hijos derramaron algunas lágrimas, y a su madre, años ha allí, quizás no le agradó el reencuentro, pues el caso es que siempre tuvo muchísimas cosas que reprocharme: mis mentiras y mis verdades, mi inmadurez, mi ignorancia de eso que es, dicen, la vida, mi pedante manía de intentar cambiar el mundo con palabras y melodías, y lo que es infinitamente peor: ni por asomo conseguirlo.”
Tanto me entretuve que no he escrito casi nada de lo que tenía pensado sobre el pobre Pablo Sorozábal Serrano pero es igual, nada hay tan importante. Ya me despido, sólo una última curiosidad sobre el nombre del funcionario chino que comenzó esta historia, Fu-Hi. Con este nombre se conoce a uno de los autores del I Ching. Con este nombre se conoce al emperador chino que inventó una de las grandes cosas de la humanidad odiada por Sorozábal padre: el balón de fútbol.
Un beso.
R.

dimarts, 4 de desembre del 2012

Las Azores

Querida M, 
El catorce de mayo de mil setecientos cuarenta y uno, el joven Diogo le pidió a Catalina que se casara con él. Recuerdo esa fecha porque era el día de la fiesta grande en la isla de Maritilha y a mí me regalaron mis primeros pantalones largos. Era algo que todos sabíamos que tenía que suceder porque se les veía muy enamorados y por los continuos viajes en barca que hacía Diogo hasta la isla de Terrín, en pleno centro de las Azores, para visitarla.
A Diogo no le amargaba tener que coger la barca a cada paso para ir a verla, cualquier excusa era buena y ambas islas estaban separadas por apenas un kilómetro. Desde las orillas, dos personas con buena vista podían hacerse señales. El caso es que Catalina le dijo que sí y ese día ambas familias comenzaron con los preparativos. Aunque llevaban años tonteando, fue una suerte que la boda se suspendiera al poco de iniciar las negociaciones del banquete, la dote, u otros repartos; siempre es  mejor que un casamiento se vaya al traste cuando las cosas aún están por hacer.
Las familias no discutieron, en vistas de tamaña pasión les daba igual cuánto aportaría cada uno al enlace, no les importaba el número de invitados al evento, ni el lugar en el que debía construirse el nuevo hogar, pero fue ahí donde llegó el escollo. Ninguno de los contrayentes estaba dispuesto a abandonar la isla que lo había visto nacer. Discutieron. Al principio con la sonrisa estúpida de no discutir por una tontería, pero al final con el rictus amargo de que todo se está terminando.
Catalina y Diogo se giraron la cara a partir de ese día ante el estupor de sus familias que, desde entonces, quedaron unidas por una triste complicidad. Sin embargo, no hubo una escalada de rencor, no floreció el odio en ellos y aquel dejar de mirarse sólo parecía empeorar con esos acontecimientos que serían normales en una vida cualquiera: cuando Diogo se casó con una vecina que había tardado en convencerse de que aquella era su oportunidad o cuando, poco después de esa boda, Catalina aceptó los requerimientos de Pepe, habitante de Maritilha dispuesto a trasladarse. Y llegaron los hijos.
Con el tiempo volvieron a cruzarse las miradas en fiestas o eventos de comercio. Sin hablar, eso sí, para evitar las murmuraciones. Y tras aquellos cruces llegaron los bellos recuerdos y la sensación de haber echado una vida a perder. Pronto se corrió el rumor de que a veces encontraban un momento en el que escaparse, cada uno a su orilla, para mirarse desde la lejanía, de que se sentaban en la playa y sentían cómo el aire llevaba los sentimientos de uno hasta el otro. Nadie podía dar fe de ello y como yo era de natural curioso decidí corroborarlo por mi cuenta.
El catorce de mayo de mil setecientos cincuenta y uno, ¡cómo olvidarlo!, anocheciendo, seguí a Diogo hasta la orilla de una de las diminutas calas de Maritilha. Él usó mil y una artimañas para evitar mi espionaje y yo le respondí con mil y una soluciones. Se sentó en la arena y se quedó mirando al horizonte. Yo no fui capaz de ver si Catalina estaba al otro lado, haciendo lo mismo en alguna diminuta cala de Terrín, ni fui capaz de percibir nada especial en el aire. Sólo sé que fue en ese instante en el que un intenso terremoto sacudió ambas islas como si un gigante se estuviera dedicando a zarandearlas.
Caí al suelo y me golpeé con algo en la cabeza que me aturdió. Cuando quise darme cuenta, Diogo estaba a mi lado, dándome bofetadas y echándome agua en la cara para despertarme.  Me reincorporé y vi su cara arrasada por la duda. Algunos vecinos comenzaban a acercarse a la playa a comprobar el fenómeno. Miré al horizonte y susurré al oído de Diogo que debía ir hacia ella, que aquél era el momento. Pero no lo hizo y pronto fue tarde y aquello se llenó de curiosos que venían a comprobar cómo, tras la sacudida, había emergido la tierra del mar, como un pasillo, y las dos islas se habían unido en una sola que no tardó en ser conocida como la “isla de los enamorados”.
Un beso.
R.

diumenge, 2 de desembre del 2012

Cenicienta


Querida M,
Me he dado de bruces contra el suelo y mi nariz me dice que el parqué artificial huele a gusanos escalfados. Me he arrastrado como un marine disfrutando de la fauna microscópica y cuando he llegado a un asidero me he dado cuenta de que allí estaba bien y no me apetecía levantarme.
No es cierta la fama de fealdad de las hermanastras de Cenicienta. Son hermosas mujeres sólo feas por dentro, con el alma ennegrecida, dotadas de una maldad por completo fuera de lo común, con la aquiescencia del verdadero padre de la víctima que, de forma inexplicable, no hace nada por su única y verdadera hija. No hay calabazas convertidas en carrozas, sólo crueldad sin medianoches.
Para tratar de conseguir que le entre esa sandalia que con habilidad ha capturado el príncipe, una de las hermanastras se corta un dedo de un pie. Según la historia tiene un hermoso pie, pero no del tamaño de la sandalia, le sobra un dedo y prefiere sacrificarlo por un bien mayor. La segunda hermanastra también tiene una hermosa extremidad y los dedos le entran a la perfección, pero le sobra talón y es ahí donde se da un tajo descomunal que ajuste el calzado. El príncipe tiene que hacer la prueba porque ambas hermanastras son muy bellas y bien podrían ser la chica con la que no dejó de bailar durante tres noches seguidas. La trampa se descubre porque la sangre de los cortes manaba manchando los vestidos de las damas.
El príncipe se enamora de Cenicienta por su extraordinaria belleza, acompañada de unos atavíos no menos bellos. Él no sabe de caracteres, sólo de estética. En la versión de Rossini para su “Cenerentola” la cosa aún empeora. Hay un momento de la representación en que puede llegarse al hartazgo ante la cargante integridad de Cenicienta, rayana en la virtud infinita. Por un instante dan ganas de levantarse y gritar al príncipe que lo deje, que se quede con una de las hermanastras, que están dispuestas a cualquier cosa por hacerlo feliz, entregándose a vete a saber qué juegos eróticos extremos para complacerlo. Ese pobre idiota insiste en casarse con una mujer tan piadosa que, pasado el primer, fugaz y ciego enamoramiento, sólo promete un aburrimiento eterno y una fanática afición por la limpieza.
Hablando de cegueras, en la Cenicienta, el hecho de quedar cojas de por vida no es, al final, suficiente castigo para las malvadas hermanastras. El día de la boda, unos pájaros vengativos aliados de la buena de la historia, les arrancan los ojos a picotazos.
El parqué sintético es más sucio de lo que aparenta. Al final me he levantado apoyándome en todo cuanto había a mi alrededor y he tenido que sacudirme algo las ropas, llenas de ceniza con olor a lentejas.
Un beso.
R.
P.S. No sé por qué escribí esto. Quizá para evitar hablar de otra cosa.