El catorce de mayo de mil setecientos cuarenta y uno, el joven Diogo le pidió a Catalina que se casara con él. Recuerdo esa fecha porque era el día de la fiesta grande en la isla de Maritilha y a mí me regalaron mis primeros pantalones largos. Era algo que todos sabíamos que tenía que suceder porque se les veía muy enamorados y por los continuos viajes en barca que hacía Diogo hasta la isla de Terrín, en pleno centro de las Azores, para visitarla.
A Diogo no le amargaba tener que coger la barca a cada paso para ir a verla, cualquier excusa era buena y ambas islas estaban separadas por apenas un kilómetro. Desde las orillas, dos personas con buena vista podían hacerse señales. El caso es que Catalina le dijo que sí y ese día ambas familias comenzaron con los preparativos. Aunque llevaban años tonteando, fue una suerte que la boda se suspendiera al poco de iniciar las negociaciones del banquete, la dote, u otros repartos; siempre es mejor que un casamiento se vaya al traste cuando las cosas aún están por hacer.
Las familias no discutieron, en vistas de tamaña pasión les daba igual cuánto aportaría cada uno al enlace, no les importaba el número de invitados al evento, ni el lugar en el que debía construirse el nuevo hogar, pero fue ahí donde llegó el escollo. Ninguno de los contrayentes estaba dispuesto a abandonar la isla que lo había visto nacer. Discutieron. Al principio con la sonrisa estúpida de no discutir por una tontería, pero al final con el rictus amargo de que todo se está terminando.
Catalina
y Diogo se giraron la cara a partir de ese día ante el estupor de sus familias
que, desde entonces, quedaron unidas por una triste complicidad. Sin embargo,
no hubo una escalada de rencor, no floreció el odio en ellos y aquel dejar de
mirarse sólo parecía empeorar con esos acontecimientos que serían normales en
una vida cualquiera: cuando Diogo se casó con una vecina que había tardado en
convencerse de que aquella era su oportunidad o cuando, poco después de esa
boda, Catalina aceptó los requerimientos de Pepe, habitante de Maritilha
dispuesto a trasladarse. Y llegaron los hijos.
Con
el tiempo volvieron a cruzarse las miradas en fiestas o eventos de comercio.
Sin hablar, eso sí, para evitar las murmuraciones. Y tras aquellos cruces
llegaron los bellos recuerdos y la sensación de haber echado una vida a perder.
Pronto se corrió el rumor de que a veces encontraban un momento en el que
escaparse, cada uno a su orilla, para mirarse desde la lejanía, de que se
sentaban en la playa y sentían cómo el aire llevaba los sentimientos de uno
hasta el otro. Nadie podía dar fe de ello y como yo era de natural curioso
decidí corroborarlo por mi cuenta.
El
catorce de mayo de mil setecientos cincuenta y uno, ¡cómo olvidarlo!,
anocheciendo, seguí a Diogo hasta la orilla de una de las diminutas calas de
Maritilha. Él usó mil y una artimañas para evitar mi espionaje y yo le respondí
con mil y una soluciones. Se sentó en la arena y se quedó mirando al horizonte.
Yo no fui capaz de ver si Catalina estaba al otro lado, haciendo lo mismo en
alguna diminuta cala de Terrín, ni fui capaz de percibir nada especial en el
aire. Sólo sé que fue en ese instante en el que un intenso terremoto sacudió
ambas islas como si un gigante se estuviera dedicando a zarandearlas.
Caí
al suelo y me golpeé con algo en la cabeza que me aturdió. Cuando quise darme
cuenta, Diogo estaba a mi lado, dándome bofetadas y echándome agua en la cara
para despertarme. Me reincorporé y vi su
cara arrasada por la duda. Algunos vecinos comenzaban a acercarse a la playa a
comprobar el fenómeno. Miré al horizonte y susurré al oído de Diogo que debía
ir hacia ella, que aquél era el momento. Pero no lo hizo y pronto fue tarde y
aquello se llenó de curiosos que venían a comprobar cómo, tras la sacudida,
había emergido la tierra del mar, como un pasillo, y las dos islas se habían
unido en una sola que no tardó en ser conocida como la “isla de los
enamorados”.
Un beso.
R.
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