El
primer chino que se dedicó a grabar epitafios fue un funcionario que vivió en
la época de la dinastía Sui y que se llamaba Fu-Hi. No sé casi nada de él, ni
siquiera si otros saben algo de él. Pero que tenía dotes de gran poeta lo
demostró en el epitafio que eligió para sí mismo: “Fu-Hi amó las verdes
colinas, las blancas nubes, pero, ¡ay!, murió borracho”.
El
Cardenal Richelieu ha pasado más a la historia por su anacrónico personaje de "Los tres mosqueteros" que por su vida real, aunque parece ser que en muchas
cosas coincidían bastante. No es por eso extraño que la posteridad le atribuya
otro epitafio de gran ingenio: “Yace aquí el Gran Cardenal que hizo en vida mal
y bien: el bien que hizo lo hizo mal; el mal que hizo lo hizo bien.” Hay muchas
fuentes de prestigio que lo dan por bueno, pero muchas otras niegan su
autenticidad y lo consideran un epitafio falso que correteó por el París de la
época tras su muerte. Yo no pienso ir allí para averiguarlo, es mucho más
interesante quedarse con la historia como está.
En
verano, con el calor, la muerte se convierte en un valor en alza. Esos meses
son un no parar de fallecimientos célebres y mi libreta se llena de
necrológicas. Hubo un momento en que tuve que prometerme a mí mismo no volver a
escribir sobre ningún finado por tentador que resultara. Fue así como dejé
aparcado el que más interés literario tenía. Con el frío parece que no se muere
nadie, así que ha llegado el momento de recuperarlo. Lo fácil habría sido
escribir sobre epitafios, que hay muchos y muy graciosos, y llenar así este
viernes amarillo de puente de cementerios. Además, al tipo del que voy a hablar
le debemos un epitafio maravilloso de ésos que nunca salen en los
recopilatorios y que dejo para el final.
Es
quizá Pablo Sorozábal el mejor autor de zarzuelas que ha habido en España,
aunque quizá también esta sesgada opinión no tenga otro fundamento que mi
ignorancia y un patriotismo mal digerido. Era autor de “La tabernera del
puerto”, “Adiós a la bohemia” y una cosa horripilante titulada “Katiuska”. Su
afinidad a la república lo fue arrinconando hasta quedar marginado por
completo, así que ese viejo cascarrabias apasionante fue no sólo el último gran
representante del lirismo español sino que tanto él como el género fueron
desapareciendo parejos de la vida mundana. Claro que del fin de la zarzuela él
echaba la culpa al fútbol.
Me
estoy liando. No quería hablar de Pablo Sorozábal hoy, lo dejo para otro día si
se tercia. Bueno, sí quería hablar de Pablo Sorozábal, pero no de éste, sino de
su hijo: Pablo Sorozábal que, como no podía ser de otra forma, murió el verano
pasado entre el más desagradable de los olvidos mediáticos.
Pablo
Sorozábal Serrano no sólo fue hijo de ilustre, sino que fue fotógrafo,
escritor, músico y traductor de prestigio, sólo silenciado por un carácter
indómito similar al de su padre y que, probablemente, esté en el origen del
ostracismo popular en que vivió. Vasco en Madrid, radical, rojo hasta la
médula, indomable y furibundo con las izquierdas y las derechas. A él le debemos
traducciones de Kafka, del “Effi Briest” de Fontane, la “Cabeza de turco” de
Walraff y casi la colección completa de biografías de músicos que publicó
Muchnick. Le debemos la defensa de la obra de su padre frente a las
multinacionales y, sobre todo, la composición del himno oficial de la Comunidad
de Madrid. Esto último de verdad sorprende porque hace más increíble el desprecio
con el que la mayoría de medios de comunicación trataron su muerte.
El
caso es que todo esto acaba en que poco antes de morir Pablo Sorozábal escribió
un maravilloso epitafio para sí mismo, largo, profundo y divertido. Sólo pondré
el comienzo: “Mi entierro ha sido emocionante, no han asistido las autoridades,
puesto que yo no tengo nombre o, por decirlo con mayor precisión, es mi nombre
quien no tiene Yo. El viento, sin embargo, hizo acto de presencia y le voló el
gorro a una anciana que limpiaba la tumba de al lado con un trapo triste. Mis
hijos derramaron algunas lágrimas, y a su madre, años ha allí, quizás no le
agradó el reencuentro, pues el caso es que siempre tuvo muchísimas cosas que
reprocharme: mis mentiras y mis verdades, mi inmadurez, mi ignorancia de eso
que es, dicen, la vida, mi pedante manía de intentar cambiar el mundo con
palabras y melodías, y lo que es infinitamente peor: ni por asomo conseguirlo.”
Tanto
me entretuve que no he escrito casi nada de lo que tenía pensado sobre el pobre
Pablo Sorozábal Serrano pero es igual, nada hay tan importante. Ya me despido,
sólo una última curiosidad sobre el nombre del funcionario chino que comenzó
esta historia, Fu-Hi. Con este nombre se conoce a uno de los autores del I
Ching. Con este nombre se conoce al emperador chino que inventó una de las
grandes cosas de la humanidad odiada por Sorozábal padre: el balón de fútbol.
Un beso.
R.
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