dilluns, 10 de desembre del 2012

Sorozábal

Querida M,
El primer chino que se dedicó a grabar epitafios fue un funcionario que vivió en la época de la dinastía Sui y que se llamaba Fu-Hi. No sé casi nada de él, ni siquiera si otros saben algo de él. Pero que tenía dotes de gran poeta lo demostró en el epitafio que eligió para sí mismo: “Fu-Hi amó las verdes colinas, las blancas nubes, pero, ¡ay!, murió borracho”.
El Cardenal Richelieu ha pasado más a la historia por su anacrónico personaje de "Los tres mosqueteros" que por su vida real, aunque parece ser que en muchas cosas coincidían bastante. No es por eso extraño que la posteridad le atribuya otro epitafio de gran ingenio: “Yace aquí el Gran Cardenal que hizo en vida mal y bien: el bien que hizo lo hizo mal; el mal que hizo lo hizo bien.” Hay muchas fuentes de prestigio que lo dan por bueno, pero muchas otras niegan su autenticidad y lo consideran un epitafio falso que correteó por el París de la época tras su muerte. Yo no pienso ir allí para averiguarlo, es mucho más interesante quedarse con la historia como está.
En verano, con el calor, la muerte se convierte en un valor en alza. Esos meses son un no parar de fallecimientos célebres y mi libreta se llena de necrológicas. Hubo un momento en que tuve que prometerme a mí mismo no volver a escribir sobre ningún finado por tentador que resultara. Fue así como dejé aparcado el que más interés literario tenía. Con el frío parece que no se muere nadie, así que ha llegado el momento de recuperarlo. Lo fácil habría sido escribir sobre epitafios, que hay muchos y muy graciosos, y llenar así este viernes amarillo de puente de cementerios. Además, al tipo del que voy a hablar le debemos un epitafio maravilloso de ésos que nunca salen en los recopilatorios y que dejo para el final.
Es quizá Pablo Sorozábal el mejor autor de zarzuelas que ha habido en España, aunque quizá también esta sesgada opinión no tenga otro fundamento que mi ignorancia y un patriotismo mal digerido. Era autor de “La tabernera del puerto”, “Adiós a la bohemia” y una cosa horripilante titulada “Katiuska”. Su afinidad a la república lo fue arrinconando hasta quedar marginado por completo, así que ese viejo cascarrabias apasionante fue no sólo el último gran representante del lirismo español sino que tanto él como el género fueron desapareciendo parejos de la vida mundana. Claro que del fin de la zarzuela él echaba la culpa al fútbol.
Me estoy liando. No quería hablar de Pablo Sorozábal hoy, lo dejo para otro día si se tercia. Bueno, sí quería hablar de Pablo Sorozábal, pero no de éste, sino de su hijo: Pablo Sorozábal que, como no podía ser de otra forma, murió el verano pasado entre el más desagradable de los olvidos mediáticos.
Pablo Sorozábal Serrano no sólo fue hijo de ilustre, sino que fue fotógrafo, escritor, músico y traductor de prestigio, sólo silenciado por un carácter indómito similar al de su padre y que, probablemente, esté en el origen del ostracismo popular en que vivió. Vasco en Madrid, radical, rojo hasta la médula, indomable y furibundo con las izquierdas y las derechas. A él le debemos traducciones de Kafka, del “Effi Briest” de Fontane, la “Cabeza de turco” de Walraff y casi la colección completa de biografías de músicos que publicó Muchnick. Le debemos la defensa de la obra de su padre frente a las multinacionales y, sobre todo, la composición del himno oficial de la Comunidad de Madrid. Esto último de verdad sorprende porque hace más increíble el desprecio con el que la mayoría de medios de comunicación trataron su muerte.
El caso es que todo esto acaba en que poco antes de morir Pablo Sorozábal escribió un maravilloso epitafio para sí mismo, largo, profundo y divertido. Sólo pondré el comienzo: “Mi entierro ha sido emocionante, no han asistido las autoridades, puesto que yo no tengo nombre o, por decirlo con mayor precisión, es mi nombre quien no tiene Yo. El viento, sin embargo, hizo acto de presencia y le voló el gorro a una anciana que limpiaba la tumba de al lado con un trapo triste. Mis hijos derramaron algunas lágrimas, y a su madre, años ha allí, quizás no le agradó el reencuentro, pues el caso es que siempre tuvo muchísimas cosas que reprocharme: mis mentiras y mis verdades, mi inmadurez, mi ignorancia de eso que es, dicen, la vida, mi pedante manía de intentar cambiar el mundo con palabras y melodías, y lo que es infinitamente peor: ni por asomo conseguirlo.”
Tanto me entretuve que no he escrito casi nada de lo que tenía pensado sobre el pobre Pablo Sorozábal Serrano pero es igual, nada hay tan importante. Ya me despido, sólo una última curiosidad sobre el nombre del funcionario chino que comenzó esta historia, Fu-Hi. Con este nombre se conoce a uno de los autores del I Ching. Con este nombre se conoce al emperador chino que inventó una de las grandes cosas de la humanidad odiada por Sorozábal padre: el balón de fútbol.
Un beso.
R.

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