Querida
M,
Es
definitivo que las hojas caen en otoño. Igual con los cambios del clima las
fechas empiezan a descuadrar, pero por ahora el ciclo de la caducidad sigue
cumpliendo su función. Me he vuelto tan urbanita que ahora desconfío de la
naturaleza, así que cuando veo esos cientos de hojas revolotear a mi alrededor
con una perfección que para sí querrían los mejores ballets del mundo, no puedo
evitar imaginarme a un ingeniero escondido, accionando algún botón que diera
rienda suelta a ese fenómeno para que los turistas campestres volvamos a casa
satisfechos.
Todas
las mañanas el rocío empapa la hierba y vuelve a aparecer mojado ese columpio
que a Unai no le acaba de convencer. Alguien ha tirado la chapa de un refresco
a la puerta de mi alojamiento y nunca me acuerdo de recogerla, siempre voy con
peso cuando paso por allí, pero es inevitable verla, el contraste con el entorno es tan grande que
esa triste chapa parece estar iluminada diciendo recógeme, no pinto nada aquí.
Sin
embargo, cada vez que enfilamos con el coche el camino hacia Olot, pasamos ante
un diminuto puente metálico que cruza sobre el riachuelo que nos rodea, y ese
puente no desentona, no grita su falta de integración en el entorno. Es muy
estrecho como para pasar sólo una persona, y está recubierto de plantas que lo
disimulan en el paisaje, casi como si no existiera. Diría recubierto de hiedra,
que es lo que se estila en estos casos, pero mis conocimientos de botánica no
me permiten semejante afirmación. Me parece que la barandilla es verde, pero
para cuando me percato de su presencia ya casi hemos pasado de largo y no logro
verlo bien. Así que ayer decidí que en un momento en que me quedara libre me
daría un paseo por allí, no puedo abandonar este lugar sin haber atravesado ese
puente.
Por
la noche, cuando Unai ya dormía y a Magui se le estaban cerrando los ojos, puse
el móvil a cargar. Me quedé sólo en el comedor y esperé un rato a que todo
estuviera todavía más en calma, si cabe. El móvil dio la señal de carga
completa, lo moví un poco y tuvo un pequeño instante de cobertura. Tenía un
mensaje y la simple vibración del aviso me pareció un estruendo inabarcable.
Pasado el susto, me puse la chaqueta de invierno cubriendo la camiseta y los
pantalones cortos, las zapatillas de deporte sin calcetines y, con el móvil
como linterna, salí al camino.
Lo
cierto es que trasladarnos siempre en coche impedía tener una perspectiva clara
de cuánta es la distancia que debía recorrer hasta llegar al puente. Caminaba
deprisa, por el miedo a la oscuridad y el frío. Todos los sonidos me parecían
sospechosos, llevaba ya cinco apagadas de la luz del móvil y el puente no
aparecía. Escudriñaba el borde derecho de la carretera con temor a tropezar y
caerme al riachuelo cuya agua, extrañado, no escuchaba fluir. Había gastado un
cuadrito de batería cuando algunas luces anunciaban que estaba empezando a
entrar en Riudaura.
Muy
decepcionado decidí regresar. La humedad me empapaba los huesos y no acababa de
comprender en qué lugar me despisté tanto como para pasar de largo. No del todo
satisfecho, hice el camino de vuelta sin perder ojo del margen del camino que
ahora quedaba a mi izquierda. Había hecho más o menos la mitad de mi recorrido
cuando lo vi, allí, tranquilamente, esperándome. Estaba tan a la vista que no
me podía creer que antes hubiera pasado de largo. Con el susto, el móvil se me
escurrió de entre los dedos y cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y al
iluminarse de nuevo la pantalla vi perfectamente una huella de mi zapatilla
hecha en el viaje de ida. Eso hizo mi despiste aún más increíble. Decidí
olvidarlo todo y aprovechar para cumplir mi propósito. Me agarré fuerte a la
barandilla para comprobar si era estable y me sorprendió su firmeza. La había
imaginado fría y húmeda también, pero no, las hojas que la protegían parecían
calentarla y mantenerla seca. Atravesé hacia el otro lado pero no tuve valor
para más. Todo se espesaba allí, y la luz del móvil no llegaba a darme una
perspectiva fiable de lo que me esperaba después. Además, la inminente desaparición
de otro cuadrito de la batería me iba a poner muy nervioso, eso seguro, los
ruidos a mi alrededor parecían haberse multiplicado, los susurros del aire, de
las hojas, parecían más fuertes.
Atravesando
de nuevo el puente, justo a la mitad, mi pie derecho resbaló. Musgo mojado,
pensé. Me agaché otra vez a echar un vistazo y no había vegetación, acerqué la
pantallita al suelo y toqué con los dedos, me lo llevé a la nariz y era grasa
industrial, de ésa que se utiliza para que los engranajes no hagan ruido. Un
largo hilo de ese lubricante que parecía recién aplicado recorría la base del
puente y subía por ambos lados de la barandilla. Agucé el oído y, de golpe, me
percaté de que el agua del riachuelo fluía de nuevo bajo mis pies.
Un
beso.
R.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada