dilluns, 24 de desembre del 2012

La naturaleza

Querida M,
Es definitivo que las hojas caen en otoño. Igual con los cambios del clima las fechas empiezan a descuadrar, pero por ahora el ciclo de la caducidad sigue cumpliendo su función. Me he vuelto tan urbanita que ahora desconfío de la naturaleza, así que cuando veo esos cientos de hojas revolotear a mi alrededor con una perfección que para sí querrían los mejores ballets del mundo, no puedo evitar imaginarme a un ingeniero escondido, accionando algún botón que diera rienda suelta a ese fenómeno para que los turistas campestres volvamos a casa satisfechos.
Todas las mañanas el rocío empapa la hierba y vuelve a aparecer mojado ese columpio que a Unai no le acaba de convencer. Alguien ha tirado la chapa de un refresco a la puerta de mi alojamiento y nunca me acuerdo de recogerla, siempre voy con peso cuando paso por allí, pero es inevitable verla,  el contraste con el entorno es tan grande que esa triste chapa parece estar iluminada diciendo recógeme, no pinto nada aquí.
Sin embargo, cada vez que enfilamos con el coche el camino hacia Olot, pasamos ante un diminuto puente metálico que cruza sobre el riachuelo que nos rodea, y ese puente no desentona, no grita su falta de integración en el entorno. Es muy estrecho como para pasar sólo una persona, y está recubierto de plantas que lo disimulan en el paisaje, casi como si no existiera. Diría recubierto de hiedra, que es lo que se estila en estos casos, pero mis conocimientos de botánica no me permiten semejante afirmación. Me parece que la barandilla es verde, pero para cuando me percato de su presencia ya casi hemos pasado de largo y no logro verlo bien. Así que ayer decidí que en un momento en que me quedara libre me daría un paseo por allí, no puedo abandonar este lugar sin haber atravesado ese puente.
Por la noche, cuando Unai ya dormía y a Magui se le estaban cerrando los ojos, puse el móvil a cargar. Me quedé sólo en el comedor y esperé un rato a que todo estuviera todavía más en calma, si cabe. El móvil dio la señal de carga completa, lo moví un poco y tuvo un pequeño instante de cobertura. Tenía un mensaje y la simple vibración del aviso me pareció un estruendo inabarcable. Pasado el susto, me puse la chaqueta de invierno cubriendo la camiseta y los pantalones cortos, las zapatillas de deporte sin calcetines y, con el móvil como linterna, salí al camino.
Lo cierto es que trasladarnos siempre en coche impedía tener una perspectiva clara de cuánta es la distancia que debía recorrer hasta llegar al puente. Caminaba deprisa, por el miedo a la oscuridad y el frío. Todos los sonidos me parecían sospechosos, llevaba ya cinco apagadas de la luz del móvil y el puente no aparecía. Escudriñaba el borde derecho de la carretera con temor a tropezar y caerme al riachuelo cuya agua, extrañado, no escuchaba fluir. Había gastado un cuadrito de batería cuando algunas luces anunciaban que estaba empezando a entrar en Riudaura.
Muy decepcionado decidí regresar. La humedad me empapaba los huesos y no acababa de comprender en qué lugar me despisté tanto como para pasar de largo. No del todo satisfecho, hice el camino de vuelta sin perder ojo del margen del camino que ahora quedaba a mi izquierda. Había hecho más o menos la mitad de mi recorrido cuando lo vi, allí, tranquilamente, esperándome. Estaba tan a la vista que no me podía creer que antes hubiera pasado de largo. Con el susto, el móvil se me escurrió de entre los dedos y cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y al iluminarse de nuevo la pantalla vi perfectamente una huella de mi zapatilla hecha en el viaje de ida. Eso hizo mi despiste aún más increíble. Decidí olvidarlo todo y aprovechar para cumplir mi propósito. Me agarré fuerte a la barandilla para comprobar si era estable y me sorprendió su firmeza. La había imaginado fría y húmeda también, pero no, las hojas que la protegían parecían calentarla y mantenerla seca. Atravesé hacia el otro lado pero no tuve valor para más. Todo se espesaba allí, y la luz del móvil no llegaba a darme una perspectiva fiable de lo que me esperaba después. Además, la inminente desaparición de otro cuadrito de la batería me iba a poner muy nervioso, eso seguro, los ruidos a mi alrededor parecían haberse multiplicado, los susurros del aire, de las hojas, parecían más fuertes.
Atravesando de nuevo el puente, justo a la mitad, mi pie derecho resbaló. Musgo mojado, pensé. Me agaché otra vez a echar un vistazo y no había vegetación, acerqué la pantallita al suelo y toqué con los dedos, me lo llevé a la nariz y era grasa industrial, de ésa que se utiliza para que los engranajes no hagan ruido. Un largo hilo de ese lubricante que parecía recién aplicado recorría la base del puente y subía por ambos lados de la barandilla. Agucé el oído y, de golpe, me percaté de que el agua del riachuelo fluía de nuevo bajo mis pies.
Un beso.
R.

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