Querida M,
Cuando Bob Beamon realizó su
prodigiosa marca en los juegos olímpicos de México todas las alarmas de los departamentos
científicos de la CIA saltaron como si una docena de pies soviéticos hubieran
pisado suelo prohibido. En plena guerra fría, los norteamericanos desarrollaban
ingenios de defensa sin cesar, y no dejaban pasar ninguna oportunidad para
conocer los mecanismos más ocultos del ser humano. Corrigiendo a los nazis,
buscaban maneras democráticas de mejorar
la evolución.
Fue así como a un cráneo privilegiado
se le ocurrió la idea de averiguar qué le había cruzado por la mente al pobre
Bob en el momento de realizar un salto tan extraordinario.
Al principio de la reunión, todos sus colegas
lo miraban con una sonrisa de desprecio en la boca, pero cuando esa persona
sugirió que lograr una respuesta podría ser de gran utilidad en el
adiestramiento militar los rostros se iluminaron de nuevo. Al regresar Beamon
de los juegos fue recibido y agasajado por las altas instancias pero, escondido
tras su gesto de agradecimiento forzado, llevaba en el bolsillo un
requerimiento oficial de presentarse con urgencia a un reconocimiento en un
organismo que le era desconocido y lo intimidaba sobremanera.
Lo sentaron y le explicaron la
situación para lograr permiso y confidencialidad. La altitud de México, su
capacidad física, o el entrenamiento exhaustivo podían explicar muchas cosas,
incluso posibles sistemas de dopaje que aseguraron no interesarles podrían
explicar cosas, pero nunca un salto de aquellas características que, además,
distaba mucho de ser perfecto. Le pidieron ayuda por el bien de la patria para
averiguar cómo logró la proeza y poder utilizarlo en el beneficio de la
seguridad nacional. No le iba a doler, le dijeron, serían sólo unos días, le
dijeron, pronto regresaría a casa y todo volvería a ser como antes, le dijeron.
Para sorpresa de Bob, no fue sometido
a pruebas físicas de ningún tipo. Le hicieron analíticas básicas para comprobar
su compatibilidad con los aparatos y la medicación que utilizarían con él y
pronto se vio sumergido en un universo de entrevistas, sesiones de hipnosis y
psicoanálisis y preguntas, siempre preguntas, las mismas, mil veces repetidas.
Beamon se sometió a esas prácticas con una paciencia infinita, ayudado por los
fármacos y convencido de que igual servirían para salvar alguna vida en el futuro.
Cuatro días después de iniciado el
programa, Beamon descubrió que todo habían sido meros preparativos. Se encontró
en una sala nueva, rodeado de cables y a punto de ser conectado a una enorme
máquina. El hecho de que existiera aquella máquina y que aún no hubiera sido
utilizada le hizo sospechar. Preguntó y, para su sorpresa, no tuvieron ningún
reparo en responderle. Efectivamente, todo lo anterior fueron preparativos, le
explicaron, todo en función de aquel aparato que se introduciría en su cerebro,
buscaría el momento exacto de su vida en el que corrió aquella mítica carrera
hacia el foso de arena del salto y sabrían qué era lo que pasaba por su mente
en aquel preciso instante, o en qué estaba ocupada su mente para ayudar al
logro de recorrer ocho metros y noventa centímetros surcando el aire por
primera vez en la historia de la humanidad. Le explicaron.
Ésa fue la única ocasión a lo largo de
todo el experimento en que dudó. A punto estuvo de levantarse y coger la
puerta. Los científicos también dudaron. Bien porque no querían usar la
intimidación para obligarlo a quedarse, bien porque la reacción de Beamon pudo
hacerles creer que algo turbio encerraba la historia de su conejillo de indias.
No se ha filtrado cómo se logró reconducir aquella tensa situación pero,
pasadas un par de horas, todos los cables que poblaban aquella estancia estaban
de alguna manera conectados al cuerpo del saltador.
Sólo la inapelable imparcialidad del
calendario demostró a Beamon que habían pasado casi tres días desde que los
científicos comenzaron a hurgar en su memoria hasta que se despertó, exhausto,
en una camilla. Se recuperó enseguida. Un simple aturdimiento dio paso a un
apetito voraz y la sensación de alivio de haber terminado y poder regresar a
casa fue su mejor medicamento. Cuando los directores del proyecto fueron a
agradecerle su participación el atleta preguntó si habían conseguido
resultados, si había servido para algo y ellos se sonrieron y le dijeron que
mucho más de lo que él podía imaginar. Le preguntaron si quería ver los logros
del estudio y él contestó que sí; le preguntaron si estaba seguro y él contestó
que sí.
Con una tecnología desconocida para
él, le mostraron un montaje de vídeo en que se mostraban los escasos segundos
de su concentración, carrera y salto. En paralelo, le mostrarían las imágenes
recreadas de lo que su mente reproducía en aquellos precisos instantes. El
cerebro de Beamon no lograba comprender cómo, entre todos los recuerdos
almacenados de su vida, habían podido localizar unos escasos veinte segundos.
Se preocupó imaginando qué más cosas habían encontrado en su memoria. Le
volvieron a preguntar si de verdad quería ver esas imágenes y dudó, pero sí.
Ante sus ojos, comprobó con horror cómo, en el momento de iniciar la carrera,
en su mente estaba golpeando a su madre contra el suelo, con un arma blanca en
la mano. El rostro de Beamon se comprimía y se acercaba a la tabla de salto,
sus ojos se cerraban y para entonces ya estaba girado, acuchillando a una niña
pequeña que aparentaba ser su hermana. Con la sangre bajándole por los brazos
sus ojos se abrían de nuevo, de forma desmesurada y caía, sobre el foso, ocho
metros y noventa centímetros más allá.
El, en esos momentos, miserable Bob no
recordaba esos pensamientos. No era consciente de haberse concentrado de
semejante forma. Los médicos intentaban tranquilizarlo diciéndole que sus
técnicas de concentración serían de gran utilidad militar en el futuro, y eso
lo horrorizó aún más. Quizás ahí estuvo la causa de que nunca más volviera a
realizar un salto estimable; quizás por eso su vida derivó en un continuo
carrusel de desconcentración. Esas imágenes no lo abandonaron nunca y a nadie
le importó, ni a él mismo, que fuera huérfano o que nunca hubiera tenido una
hermana pequeña.
Un beso.
R.
P.S. Hoy es el día de los Santos
Inocentes. De pequeño lo esperaba ilusionado. ¿Alguien sabe si se mantiene esa
tradición?
Desconcertante. Ya sabes que mis análisis literarios no son nada del otro jueves, pero me ha encantado. Me dejo caer por aquí de vez en cuando, aunque no lo parezca... Saludos.
ResponEliminaGracias, Andrés, pero por favor, dime que a la hora que escribiste el comentario te ibas a dormir y no te acababas de levantar. Feliz año, por cierto.
ResponEliminaHummm, suelo levantarme temprano, y ahora que no tengo gran cosa que hacer todavía más. Feliz año, un abrazo.
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