diumenge, 2 de desembre del 2012

Cenicienta


Querida M,
Me he dado de bruces contra el suelo y mi nariz me dice que el parqué artificial huele a gusanos escalfados. Me he arrastrado como un marine disfrutando de la fauna microscópica y cuando he llegado a un asidero me he dado cuenta de que allí estaba bien y no me apetecía levantarme.
No es cierta la fama de fealdad de las hermanastras de Cenicienta. Son hermosas mujeres sólo feas por dentro, con el alma ennegrecida, dotadas de una maldad por completo fuera de lo común, con la aquiescencia del verdadero padre de la víctima que, de forma inexplicable, no hace nada por su única y verdadera hija. No hay calabazas convertidas en carrozas, sólo crueldad sin medianoches.
Para tratar de conseguir que le entre esa sandalia que con habilidad ha capturado el príncipe, una de las hermanastras se corta un dedo de un pie. Según la historia tiene un hermoso pie, pero no del tamaño de la sandalia, le sobra un dedo y prefiere sacrificarlo por un bien mayor. La segunda hermanastra también tiene una hermosa extremidad y los dedos le entran a la perfección, pero le sobra talón y es ahí donde se da un tajo descomunal que ajuste el calzado. El príncipe tiene que hacer la prueba porque ambas hermanastras son muy bellas y bien podrían ser la chica con la que no dejó de bailar durante tres noches seguidas. La trampa se descubre porque la sangre de los cortes manaba manchando los vestidos de las damas.
El príncipe se enamora de Cenicienta por su extraordinaria belleza, acompañada de unos atavíos no menos bellos. Él no sabe de caracteres, sólo de estética. En la versión de Rossini para su “Cenerentola” la cosa aún empeora. Hay un momento de la representación en que puede llegarse al hartazgo ante la cargante integridad de Cenicienta, rayana en la virtud infinita. Por un instante dan ganas de levantarse y gritar al príncipe que lo deje, que se quede con una de las hermanastras, que están dispuestas a cualquier cosa por hacerlo feliz, entregándose a vete a saber qué juegos eróticos extremos para complacerlo. Ese pobre idiota insiste en casarse con una mujer tan piadosa que, pasado el primer, fugaz y ciego enamoramiento, sólo promete un aburrimiento eterno y una fanática afición por la limpieza.
Hablando de cegueras, en la Cenicienta, el hecho de quedar cojas de por vida no es, al final, suficiente castigo para las malvadas hermanastras. El día de la boda, unos pájaros vengativos aliados de la buena de la historia, les arrancan los ojos a picotazos.
El parqué sintético es más sucio de lo que aparenta. Al final me he levantado apoyándome en todo cuanto había a mi alrededor y he tenido que sacudirme algo las ropas, llenas de ceniza con olor a lentejas.
Un beso.
R.
P.S. No sé por qué escribí esto. Quizá para evitar hablar de otra cosa.

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