Querida M,
Quizás debería haber hecho caso a los
consejos de mis seres queridos y no aceptar aquella proposición. Los llamé por
teléfono a todos en busca de una opinión favorable y nadie me la dio. Aún así,
antes de marcar cada número, yo sabía que estaba decidido.
Después de la última respuesta
negativa, miré de nuevo el papel con la dirección y me vestí, dejado, como
siempre, para salir a la calle en el anonimato. Había consultado el mapa de
Google y mi viejo plano, y la guía, y todas situaban aquella calle en un lugar
diferente, o con un acceso diferente, no sé bien, todas las versiones eran de
épocas distintas así que no seguí ninguna y tiré por donde me pareció. Llegué
muchas horas tarde, era el día siguiente a hoy.
Llamé a la puerta y me abriste tú. Que
qué quería y yo te dije que venía por lo del encargo del otro día, que ya era
el otro día y uno más. Me preguntaste si estaba dispuesto a hacerlo y eso me
hizo dudar. Bajé la mirada rumiando, dicho de esa forma no me pareció tan buena idea.
Al verme vacilar me preguntaste si, al menos, había traído lo necesario. Y eso
sí que no, no había traído nada de lo que se exigía en la ficha.
Nos quedamos un rato así, cada uno a un
lado de la puerta, sin saber qué hacer. Pues no sé por dónde vamos a empezar si
no estás seguro ni tienes las cosas, me dijiste. Yo pensé que venir ya era
algo, contesté. Pero la ficha lo decía bien claro, traer los utensilios, nada
de llamar y nada de escribir, sólo presentarse equipado, insististe. Ya lo leí,
por eso te escribí este mensaje, ¿no has abierto tu correo? ¿Me escribiste? ¡Nada
de escribir! (parecías enojada), sobre todo ¡no escribir!, no haces nada bien.
Y quisiste cerrar la puerta. ¿Puedes quitar el pie? Me preguntaste y yo asomé
la nariz y te dije que bien, que ya me iba pero que miraras tu correo, que te
había escrito.
Un beso.
R.
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