Querida
M,
La mayor
parte de las cosas que ahora todavía sé, la aprendí de niño en una enciclopedia
de Argos Vergara cuyos volúmenes comenzaban siempre con la palabra “Dime”. Dime
por qué, dime qué es, dime dónde está. Había uno incluso que explicaba las
posibilidades de futuro y las potencialidades de las personas a través de unos
iconos con los que descubrí que yo nunca serviría para ropavejero; se llamaba “Dime
cuál será mi profesión”. En total yo tenía siete tomos, aunque me consta que
había alguno más. Creo que debo buscarlo.
Con el
tiempo, cuando ya me los sabía todos de memoria, mi preferido pasó a ser el número
cinco, el equivalente a una historia de la literatura para jóvenes, “Dime
cuéntame”. Recorría ese tomo las grandes obras incluyendo un pequeño párrafo,
un poema, un relato de cada una de ellas. Ahí descubrí el poema “A una nariz”,
los lagartos llorones de Lorca, las greguerías del alfabeto, un cuento increíble
de “El Conde Lucanor” sobre un tipo que le corta la cabeza a un caballo, la
historia del ojo de cristal de Daniel… Pero de entre todas, había una historia que
me gustaba especialmente, una historia que no abandoné y me convirtió en un ser
insistente. En el apartado “Pueblos y letras hispánicos” se reproducía un
artículo de Julio Camba en el que
explicaba cómo era una corrida de toros en Alemania.
A mi
padre le encantaban los Pitufos. No los tebeos ni, demasiado, los dibujos
animados; le encantaba su forma de cantar y encontraba fascinante cómo
conseguían esas voces trinadas como una armónica. Por aquellos años triunfaban
de la mano de un viejo que se hacía llamar “El padre Abraham”. Creo que el
primer regalo musical que me hicieron fue una cinta de Enrique y Ana que
incluía la canción “La gallina cocouá”, aún podría cantarte esas canciones, si
me dejas. Años después me regalaron mi segundo casete infantil: “El gran libro
de los juegos pitufos”. Era genial, tenía el ajedrez pitufo, las damas pitufas
y la oca pitufa, “desde pequeñito me quedé, me quedé, algo resentido de este
pie, retrocede cuatro casillas”. Me quedé el libro, pero el casete se lo llevó
mi padre al camión porque mis gustos musicales habían variado para entonces. No
dejaba de ser fascinante verlo al volante, con el brazo izquierdo moreno por la
ventanilla, la faria en la boca y una botella de vino en el cuerpo, escuchando
aquellas canciones, y su sonrisa cada vez que se acababa una cara y se oía a un
pitufo decir “¿se ha terminado la cara A? Pues dale la vuelta a la cinta y
sigamos pitufando”.
Supongo
que, de tanto en tanto, yo dejaba caer la idea de cuánto me gustaría poder leer
un día algún libro de aquel Julio Camba
que tanta gracia me hacía sólo en unas pequeñas líneas. Digo supongo porque no
tengo noción de haber sido muy pesado, pero sí creo que podría vérseme pulular por
casa, con aquel tomo en las manos, diciendo qué bueno tiene que ser este Julio
Camba. El hecho es que un día, no sé si por mi cumpleaños o por el día de reyes,
me regalaron dos libros suyos de segunda mano, una edición de 1959 de “Un año
en el otro mundo” y otra de 1971 de “Sobre casi nada”. He de decir que no
estaban mal, pero no eran como los había imaginado. Siempre me pregunté cómo
había hecho mi padre para conseguir esos libros. Si se había apuntado a
escondidas, con su letra insegura, el nombre del escritor. Si había recorrido
las pocas librerías que había en Vitoria preguntando por un escritor por
entonces casi olvidado.
Hace
unos años, la editorial de unos amigos publicó un libro sobre anécdotas de
libreros. Uno de ellos me preguntó si podían incluir algunas de las mejores que
me habían pasado a mí y le dije que no, que no me parecía bien. Algunas de
aquellas anécdotas se burlaban de la gente, de personas que no sabían
pronunciar bien Rodoreda, y me hicieron pensar en mi padre, recorriendo, quizá,
las librerías de Barcelona con un papel garabateado en la mano buscando un
regalo para mí, y en muchos libreros de esta ciudad riéndose de él al salir por
la puerta sin haber encontrado lo que buscaba.
Un beso.
P.S. Uno
de los textos de aquel “Dime cuéntame” recogía un breve episodio de Mariona
Rebull, de Ignacio Agustí, aún popular entonces. El verano que estuve de
becario en La Vanguardia me dejaron un fin de semana a cargo de la sección de
Opinión. La redacción estaba semivacía y entablé conversación con uno de
edición que, al poco, me dijo que se llamaba Miguel Agustí y era hijo del autor
de la saga de los Rius. Era un hombre apagado y fumador, cuando cogió confianza
se fue animando y me explicó que había inventado el nombre y el lenguaje pitufo
en castellano. No tuve por qué no creerle, me pareció sincero. Hace poco creí
verlo en un anuncio sobre el futuro de las pensiones pero… No puede ser.
me encantaría leer ese artículo sobre las corridas de toros en Alemania, pero sobre todo oírte cantar "la gallina cocouá"
ResponEliminamuá,
m.