Me dice mi madre que Anita está muy grave. Yo no recuerdo
cuándo fue la última vez que la vi. Puede que hayan pasado más de veinte años,
no me suena haberla visto en el entierro de mi padre; sí vi a su hija, Carmiña,
vestida con un impactante chándal rosa, y luego la volví a ver en su carnicería
de Monterroso. Pero a Anita no, para mí tiene hoy la misma cara que entonces.
Nuestras familias eran varias generaciones de primos que se iban alejando. Recuerdo
el día que vino a buscarnos por si la podíamos llevar al médico porque llevaba
una punta clavada en un pie y me dolía más a mí que a ella. Recuerdo que no
quería jugar con su nieto, Armandito, porque me caía mal. Recuerdo que en su
cocina había televisor y ahí, mi prima Ana y yo vimos debutar un agosto de
infancia a Mayra Gómez Kemp presentando el “Un, dos, tres”. Y aún noto las
manos temblorosas de Ana cogidas a las mías, subiendo la cuesta de regreso a
nuestra casa, noche cerrada ya, perseguidos por los ladridos de los perros.
Aún más niño, años atrás, antes de conocer a Cesarito y que
mis veranos cambiaran, acompañaba a la madre de Anita a cuidar las vacas por la
tarde. Avelina venía a buscarme y yo me iba con ella y una baraja de cartas. Era
aburrido pasar la tarde sentados en la hierba, vigilando que las vacas no
invadieran prados ajenos, y Avelina sólo sabía jugar a la brisca. Por entonces
aún no se había inventado un artilugio al que luego llamaron “el pastor”, que
consistía en una batería con forma de bombona que, conectada a la alambrada que
rodeaba la finca, propinaba una pequeña descarga eléctrica a las vacas y las
persuadía de la fuga. Supongo que iba con ella porque los niños deben estar con
los viejos y debía de quererla, de alguna manera. Pero no sé cuándo murió, sólo
sé que un verano, o un invierno, fui a Galicia y ella ya no estaba.
El otro de la familia con el que jugaba a las cartas era el
marido de Anita, Pancho. Hombre mayor, de aspecto afable, que había aprendido
a jugar al chinchón en la mili. Le encantaba ese juego, pero en Galicia no
conocía a nadie con quién jugar. Así que, en cuanto me veía el primer día de
vacaciones por la aldea, me guiñaba un ojo y me preguntaba cuándo echaríamos
una partidita de chinchón. Quedábamos una tarde, jugábamos durante horas, le
ganaba sin parar y se quedaba satisfecho hasta las siguientes vacaciones. Cogía
las cartas con una premiosidad fascinante y meditaba sus jugadas como si se
tratara del ajedrez, pero jugaba muy mal, el pobre. Una vez, en plena partida,
vino a buscarme Cesarito para ir a segar, se encontraron frente a frente y no
se dirigieron la palabra. La casa de Cesarito y la de Pancho estaban adosadas,
así que pregunté por ahí y me explicaron que ellos se llevaban bien, pero que
Anita y Filomena se había peleado por un quítame allá ese lavadero.
Muchas veces me dicen que por qué no escribo esas historias de
la Galicia profunda que tanto me gusta explicar cuando quiero monopolizar las
conversaciones. Y siempre me escudo en la idea de que mientras esas personas
sigan vivas no me merece la pena remover sus vidas. Avelina ya murió y se ve
que Anita anda cerca, pero sigo sin muchas ganas de buscarle la épica a una
paliza que le dieron a Avelina las hijas de un viudo con el que se entendía en
una aldea vecina. Una historia precursora de la crónica de García Márquez.
Quizá otro día; por lo que supe después, a Avelina la pegó mucha gente,
demasiada para citarla hoy.
Sé que casi no te escribo. El trabajo me satura y no tengo
tiempo para la imaginación, sólo me queda recordar. Y recordarte.
Un beso.
R.
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