dijous, 5 de desembre del 2013

Barajando la memoria

Querida M.,
Me dice mi madre que Anita está muy grave. Yo no recuerdo cuándo fue la última vez que la vi. Puede que hayan pasado más de veinte años, no me suena haberla visto en el entierro de mi padre; sí vi a su hija, Carmiña, vestida con un impactante chándal rosa, y luego la volví a ver en su carnicería de Monterroso. Pero a Anita no, para mí tiene hoy la misma cara que entonces. Nuestras familias eran varias generaciones de primos que se iban alejando. Recuerdo el día que vino a buscarnos por si la podíamos llevar al médico porque llevaba una punta clavada en un pie y me dolía más a mí que a ella. Recuerdo que no quería jugar con su nieto, Armandito, porque me caía mal. Recuerdo que en su cocina había televisor y ahí, mi prima Ana y yo vimos debutar un agosto de infancia a Mayra Gómez Kemp presentando el “Un, dos, tres”. Y aún noto las manos temblorosas de Ana cogidas a las mías, subiendo la cuesta de regreso a nuestra casa, noche cerrada ya, perseguidos por los ladridos de los perros.
Aún más niño, años atrás, antes de conocer a Cesarito y que mis veranos cambiaran, acompañaba a la madre de Anita a cuidar las vacas por la tarde. Avelina venía a buscarme y yo me iba con ella y una baraja de cartas. Era aburrido pasar la tarde sentados en la hierba, vigilando que las vacas no invadieran prados ajenos, y Avelina sólo sabía jugar a la brisca. Por entonces aún no se había inventado un artilugio al que luego llamaron “el pastor”, que consistía en una batería con forma de bombona que, conectada a la alambrada que rodeaba la finca, propinaba una pequeña descarga eléctrica a las vacas y las persuadía de la fuga. Supongo que iba con ella porque los niños deben estar con los viejos y debía de quererla, de alguna manera. Pero no sé cuándo murió, sólo sé que un verano, o un invierno, fui a Galicia y ella ya no estaba.
El otro de la familia con el que jugaba a las cartas era el marido de Anita, Pancho. Hombre mayor, de aspecto afable, que había aprendido a jugar al chinchón en la mili. Le encantaba ese juego, pero en Galicia no conocía a nadie con quién jugar. Así que, en cuanto me veía el primer día de vacaciones por la aldea, me guiñaba un ojo y me preguntaba cuándo echaríamos una partidita de chinchón. Quedábamos una tarde, jugábamos durante horas, le ganaba sin parar y se quedaba satisfecho hasta las siguientes vacaciones. Cogía las cartas con una premiosidad fascinante y meditaba sus jugadas como si se tratara del ajedrez, pero jugaba muy mal, el pobre. Una vez, en plena partida, vino a buscarme Cesarito para ir a segar, se encontraron frente a frente y no se dirigieron la palabra. La casa de Cesarito y la de Pancho estaban adosadas, así que pregunté por ahí y me explicaron que ellos se llevaban bien, pero que Anita y Filomena se había peleado por un quítame allá ese lavadero.
Muchas veces me dicen que por qué no escribo esas historias de la Galicia profunda que tanto me gusta explicar cuando quiero monopolizar las conversaciones. Y siempre me escudo en la idea de que mientras esas personas sigan vivas no me merece la pena remover sus vidas. Avelina ya murió y se ve que Anita anda cerca, pero sigo sin muchas ganas de buscarle la épica a una paliza que le dieron a Avelina las hijas de un viudo con el que se entendía en una aldea vecina. Una historia precursora de la crónica de García Márquez. Quizá otro día; por lo que supe después, a Avelina la pegó mucha gente, demasiada para citarla hoy.
Sé que casi no te escribo. El trabajo me satura y no tengo tiempo para la imaginación, sólo me queda recordar. Y recordarte.
Un beso.
R.

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