La María parecía retroceder en el
tiempo. Cuando fuimos a vivir al lado del colegio, ella regentaba el bar “Racó del Dandy” y ya entonces parecía una mujer demasiado mayor para estar a
cargo de semejante responsabilidad. Pasaban los años y lucía cada vez una
imagen más juvenil, vestía chándal y se desenvolvía mejor detrás de la barra.
Incluso, cuando Unai le hablaba con su vocecita, parecía haber olvidado su
sordera y le entendía casi todo sin necesidad de repetirlo.
Vi por el televisor a un supuesto experto en algo comentar la
serie “Mash” diciendo que su acción transcurría durante la guerra de Vietnam.
Es lo malo de algunos expertos, que no tienen ni idea de lo que hablan. Ese
tipo se está forrando vendiendo libros de autoayuda para ejecutivos. ¿Querrá
esto decir algo? Poco después, en el mismo programa, vi a otro experto comentar
la serie “La Barraca”. Ahora no recuerdo bien lo que dijo pero sí que, de sus
palabras, lo único claro que podía extraerse es que o no había visto “La Barraca”
o no se acordaba de nada.
En el “Racó del Dandy” era fácil
encontrarse por las mañanas otra persona sorda, el carpintero. Durante muchos
años, al pasar por delante del bar, se le podía ver sentado en la mesa que hay
junto a la ventana, acompañado por el portero del colegio. Se esperaban el uno
al otro para almorzar. Como María no hacía nada de comer, desplegaban sus
bocadillos por la mesa, sacaban cubiertos y María les servía las bebidas. El
portero del colegio es poco hablador así que a mí me parecían la pareja de
amigos perfecta: un hombre callado y un sordo que almuerzan juntos, cada día.
En silencio.
Despidieron a la panadera del culo
extraordinario. Los años que llevaba a Unai a la guardería o cuando comenzó el
colegio fui infiel a “El racó del Dandy” e iba allí, me compraba el pan y me
tomaba un carajillo. La panadera me acogió en el local como su asesor en todos
aquellos aspectos de la vida que implican papeleos; tiene una niña de la edad
de Unai y a veces una total estupefacción ante sus necesidades escolares. Dos
padres, con niños de tres años, estábamos condenados a la conversación.
Cada vez que iniciábamos una charla,
María me descubría un lugar inédito en el que había vivido en algún momento de
su vida. Ha pasado por cualquier vicisitud que pueda imaginarse y nada a sus
anchas en todas las aguas. Como la sordera y su edad, sus ideas iban y venían
según el cliente que tenía delante así que nunca sabré si era yo el único al
que decía la verdad. Ella es de Vic y dice haber conocido a Baltasar Porcel
cuando ambos eran jóvenes, en Mallorca. Tiene mucho acento catalán pero tanto
se queja de lo pueblerinos que son algunos catalanes empeñados en hablar su
lengua como de los foráneos incapaces de aprenderla.
En “La Barraca” se explica la historia
de Batiste, un hombre que emigra a una localidad del campo valenciano tratando
de iniciar una nueva vida con su familia y se encuentra con el violento rechazo
de todos sus vecinos, que lo culpan de haber ocupado la barraca de la que
desahuciaron a su anterior habitante, el “tío Barret”. A la panadera del culo
extraordinario no la echaron por incompetencia sino porque la panadería se
traspasó y las nuevas propietarias creían que podían llevarla por sí solas.
Durante un tiempo yo, como los enemigos de Batiste, sentí la reticencia a
entrar en ese lugar ocupado ahora por personas extrañas y la primera vez que
les compré el pan buscaba cualquier excusa para criticar los cambios realizados
en el local. Pasaron los meses y mis reticencias no acabaron de ceder; ya no
les compro el pan, ni tomo carajillos allí. Mientras pude, regresé al cálido
redil de la María.
Durante el tiempo en que abandoné el “Racó del Dandy” por el café de la panadería ocurrieron cosas sorprendentes. Hubo
un tiempo en que al pasar por delante veía sentado solo al portero del colegio,
con su cuchillo y su barra de pan. Como sólo iba los domingos a tomar un vermú
con Unai o alguna tarde que me veía con ganas nunca me atreví a preguntar. ¿La
pareja perfecta se habría enemistado? Pero no, un día pude escuchar cómo la María
le preguntaba al sobrino del carpintero por la salud de su tío y éste le
comentaba que ya iba un poco mejor. Al poco tiempo ya se les veía almorzando
juntos de nuevo.
La María se lesionó un brazo y el “Racó
del Dandy” ha cerrado para siempre. Al menos en la época en que volví allí pude
comprobar que, definitivamente, el carpintero y el portero se habían peleado,
aunque por más que pienso no logro imaginar la manera. Seguían sin hablarse,
claro, pero el portero se sentaba en la mesa mientras el carpintero sordo se
quedaba en la barra, rodeado de los otros carpinteros, pero con más cara de
incomunicación que nunca.
Un beso.
R.
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