dilluns, 18 de febrer del 2013

Cesarito, Marcelino y el gran Espinàs

Querida M,
Tengo en la estantería un libro que no es mío. El único. Lo compré para enviárselo a Cesarito, a Piñeiro, pero siempre que me acuerdo lo cojo, me lo llevo al lavabo un rato, lo releo y me da lástima deshacerme de él. De esta semana no pasa que me acerco a correos y se lo mando.
Cesarito se licenció de la mili un verano y todos los niños de la aldea nos tiramos a su cuello porque era la alegría del lugar, la locura y el juego permanente. Al poco me lo quedé para mí, todos los veranos y algunos inviernos que pasé en Piñeiro me separé de él lo justito. P0r las mañanas me levantaba temprano y si no había nadie libre rondaba su casa, esperándole para ir a coger maíz, hierba, patatas, cualquier cosa que conllevara conducir el tractor o la segadora. Su madre, Filomena, me decía que lo despertara, no podemos decir que fuera madrugador,  y yo le tiraba piedras a la ventana.
Ahora, cuando puedo, bebo Estrella de Galicia. No es morriña, es que está buena. Si fuera por el recuerdo que tengo de ella no la volvería a beber por nada del mundo. De niño, en Galicia no había otra y mi memoria no la asocia a nada bueno. Es posible que no fuera culpa sólo de la cerveza, por lo general se tomaba “del tiempo” y eso no ayudaba. Cuando iba con Ana a la Rigueira la tomábamos allí caliente, en pleno agosto, porque Marcelino no tenía nevera.
Marcelino era tratante de vinos y venía gente de bastante lejos a comprarle. Quizá por eso la frialdad de la cerveza no acababa de interesarle; no era su negociado. Marcelino era un hombre inmenso, de risa inmensa, de cabeza inmensa, de anecdotario inmenso. Me vendía o regalaba, a veces, cromos de futbolistas de temporadas pasadas que le habían quedado por algún rincón del mostrador. La Rigueira era una especie de colmado surrealista cuyo único defecto era no tener refrigerador. Si por septiembre aún andaba por allí, salía a coger moras con Carmiña, las echábamos en un cubo y Marcelino nos las compraba. Supongo que las echaba en el vino para darle color, ahora dirían afrutado. Carmiña era una máquina de coger moras, con esos dedos ágiles en el esquivar de las espinas.
El libro que le guardo a Cesarito es el viaje a pie que hizo el gran Josep Maria Espinàs por toda esa zona. Explica Espinàs que entró en el bar de Marcelino a pedir agua y le atendió María (él no sabe que se llama así) y ella le dice que tiene que ser de manantial. El pobre viajero se sorprende al ver que el manantial es el tubo de goma que reposa en el suelo a modo de manguera. Describe a María como una mujer canosa, aunque no muy mayor, vestida toda de negro; no sabe que Marcelino acababa de morir muy poco antes de pasar él por allí. Dice Espinàs que cuando se marcha de allí abandona un lugar llamado A Regueira, yo siempre lo dije con “i”, pero no sé la grafía. Lo que no sabía Espinàs es que aquel lugar era Piñeiro, pero que por aquella época no tenía un cartel que lo anunciara, simplemente llegabas allí. No sé cómo se las apañó Marcelino para poner un letrero en la carretera que anunciaba que habías llegado a su establecimiento, a La Rigueira, entre paréntesis decía Balboa, que es el nombre de la parroquia.
Prometí a Cesarito que le enviaría ese libro la última vez que estuve allí. Le conté que en él se puede leer un curioso cotilleo del bar de Pacior y él me dijo que le haría gracia tenerlo. Cuando llegamos su perro asustó a Unai y él no estaba. Pasamos un rato charlando con su mujer y viendo las vacas hasta que al final del camino vimos una polvareda y pensamos que volvía a casa. Pero no era él. Aquél que conducía igual, como un loco, era su hijo pequeño, que no debía de tener más de quince años, llevaba una camiseta del Madrid y ya derrapaba con el tractor.
Un beso.
R.

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