Querida M,
Bajó del autobús
en la parada equivocada, pero cuando quiso darse cuenta del error había llegado
a su destino. Volvió a mirar el plano que llevaba y no lograba comprender la
situación. La oficina del paro estaba ante sus ojos, en la planta baja del 24 de
la calle Amador Prats. Pero él se había bajado en la calle Elisabet Trabes,
como poco a un kilómetro de distancia. Ya que estaba allí aprovechó para realizar
la gestión. Regresó a su casa en el autobús correcto, obsesionado por lo que le
acababa de suceder.
El primer día que
tuvo libre aprovechó para regresar a la calle Elisabet Trabes y hacer el
recorrido a pie hasta Amador Prats. Tres veces. Había memorizado el plano y no
encontró ningún itinerario que le permitiera tardar menos de veinticinco
minutos. Pero aquel primer día, sólo girar la esquina, había aparecido allí,
como por un encantamiento. Decidió dedicar más esfuerzos a ese tema, debía
llegar a la clave del asunto. Empezar desde el principio.
Fue a una
biblioteca e intentó averiguar algo sobre la historia de aquellas dos calles en
un nomenclátor de la ciudad. No es que eso le pareciera relevante, pero pensó
que lo mejor era situar la acción en su contexto. Ahí la cosa se
empezó a complicar. Las dos calles aparecían citadas en el libro, sí, pero sin
ninguna información. Ni rastro de quiénes eran las personas a las que se había
dedicado la calle. Ni rastro de por qué se escogieron esos nombres. Ni rastro
de qué nombre habían tenido antes, si es que tuvieron alguno.
Intentó conseguir
información en el ayuntamiento, pero allí nadie sabía nada especial sobre esas dos
calles. Se puso en
contacto con historiadores que se burlaron de él y, por fin, dio con alguien
que parecía conocer la verdad. Logró concertar una cita con uno de los
cronistas oficiales de la ciudad que, desde el primer instante, se había mostrado
intrigado por la cuestión. Pidieron unos cafés y enseguida le preguntó quién
era Amador Prats. El cronista se afiló sus largos bigotes y le respondió con
otra pregunta: “¿Y a qué vienes ese interés? Necesito saberlo”. Él no le quiso
explicar su asombroso viaje en autobús para que no lo tomara por loco y se
escudó en un interés motivado por el desinterés general.
El periodista no
pareció convencido. Aún así comenzó la explicación. “Amador Prats no fue nadie
importante”, le dijo. “Pasé años tras su pista, escarbando en árboles
genealógicos, hasta que di con algunos de sus descendientes. Amador Prats fue
un campesino analfabeto que nació en el siglo XVIII. Un hombre hermosísimo que
un día se acercó a Barcelona a comerciar con sus productos y nunca regresó. Se
perdió en la ciudad, dio vueltas y vueltas, preguntando, sin ser capaz de salir
de la calle que ahora lleva su nombre”.
“¿Y Elisabet
Trabes?” Insistí. Perdón, insistió. El cronista sonrió con malicia. “Ella fue
más fácil de encontrar, aunque estaba mejor escondida. Era la cuarta hija de
una de las familias más acaudaladas de aquella misma época, la hija díscola,
según parece. Vivían en la calle Amador Prats, aunque nadie sabe cómo se
llamaba entonces. Incluso tenían su propia capilla allí”. Y en ese punto dejó
caer como con un gesto de gracia la taza de café sobre el plato. “¿Y ya está?”
“Sí”, me contestó. “¿Qué más esperaba usted?”
No esperaba nada
en particular, pero la sonrisa que el cronista tenía en la cara hacía entrever
que sí que había algo más. Se encogió de hombros. No sabía, muchas
casualidades, ¿no? “Los datos acaban aquí” continuó aquel pozo de sabiduría,
“ahora sólo queda la imaginación popular”.
Cuentan que fue
la propia Elisabet Trabes la que encontró llorando al perdido Amador Prats y
que se apiadó de él y que lo encontró un hombre tan dulce que se enamoró de él.
(La cosa se ponía muy ñoña, pensé). Cuentan que lo escondió y se entregó a él
en la capilla familiar y que cuando la familia fue avisada del escándalo los
separó en pleno acto. Cuentan que mientras lo golpeaban a él, a ella se la
llevaron profiriendo unos gritos tan salvajes que hubo gente que los escuchó en
localidades cercanas. Cuentan que ella aún tuvo fuerzas para huir, regresar a
la capilla y enterrar el cadáver de su amado escarbando con sus propias manos.
Cuentan que la familia quedó tan avergonzada por aquellos acontecimientos que
destruyó la capilla, se trasladó y construyó una nueva en la calle que ahora se
llama Elisabet Trabes, donde yacen todos sus miembros hasta que la estirpe
desapareció sin mucha explicación.
Que la única tumba que no lleva nombre sea
la de Elisabet tampoco tiene explicación, pero se imagina. Que la calle sí
lleve su nombre ni tiene explicación, ni se imagina, ni se comprende. Me miró a
los ojos. “Se contaron muchas otras cosas curiosas e increíbles sobre aquella
separación, sobre aquellos gritos que se escucharon, sobre aquella relación,
¿me contará usted ahora de dónde vino su interés?”
Un beso.
R.
Hummm, calles misteriosas, oscuras historias de amor... esto me gusta.
ResponElimina