Salía agua por
debajo de la puerta del primero derecha. Era la una de la madrugada y yo volvía
del cine. Noté que penetraba la humedad a través de la suela de mis zapatos. Se
había apagado la luz que iluminaba la escalera y a mí me daba pereza volver a
encenderla, me veía capaz de llegar hasta mi puerta sin usar la vista. Sin embargo,
las pisadas sobre el charco me obligaron a apretar el interruptor y entonces vi
el agua, no a borbotones pero sí constante.
No podía avisar a
Magui, que seguro dormía y me arriesgaba a despertar a Unai. El agua caía por
el hueco de la escalera y bajaba por los marcos de las puertas del entresuelo,
como si se tratara de un líquido viscoso que se aferrara a ellos. Llamé al
timbre de la puerta que segregaba la humedad, nunca tuve idea de quién vivía
allí y no me pareció la manera más deseable de conocerlo. “Estarán dormidos”,
pensé, e insistí en pulsar el timbre aún a pesar de que su sonido era tan
estruendoso que en plena noche las paredes parecían temblar.
Sé que desistir, olvidarlo
todo y dejar que las cosas sucedan puede parecer incívico, pero la idea se me
pasó por la cabeza. Vivían justo debajo de mí, sólo tenía que subir unas
escaleras más y meterme en casa como si no me hubiera dado cuenta. Las ganas de
huir casi habían vencido cuando me apoyé en la puerta para reflexionar y ésta
cedió. Me asusté, tanto por la movilidad de mi punto de apoyo como por lo
inesperado de la nueva situación. Un golpe de agua, algo más espesa salió de
repente y luego el flujo volvió a ser como al principio.
La cosa cogía mal
color, metí la nariz y salió mi vocecilla de sentirme abandonado, “¿hay
alguien?”, “¿hay alguien?”, repetía insistente, palpando las paredes buscando
el interruptor. Los pisos de aquel bloque son todos iguales y tuve un segundo
de alivio al encontrarlo, pero no funcionaba. Lo pulsé varias veces, nervioso,
como si eso fuera a servir de algo. Tenía los calcetines empapados de ese
líquido, a cada paso más caliente. ¿Y si no vivía nadie allí? Quizá esa
sensación de quedarme pegado al suelo al caminar fuera simple suciedad
acumulada.
Avancé por el
pasillo confiado en que era idéntico al de mi piso, levantando un poquito la
voz mientras cogía confianza al sentirme cada vez más dentro de aquel hogar
ajeno. “¿Hay alguien?” Tropecé con algo y caí. Empapé los pantalones y metí las
manos en un líquido que en ese instante me pareció repugnante. Llevé las manos
a mi nariz pero aquello no olía a nada, aún así daba una extraña sensación de
nauseabundo. “¿Hay alguien?” Ninguna respuesta, pero un nuevo descubrimiento,
el líquido caía por las paredes del comedor de mis supuestos vecinos. De un
mueble con vitrina asomaba un cable que echaba chispas y que seguramente
tendría la culpa del apagón. El cable se balanceaba y me rozó la cabeza. El gesto
violento por esquivarlo hizo que me percatara de cuánto me costaba moverme. Me
agaché y toqué de nuevo el líquido con los dedos, un centímetro, quizá dos, la
altura no había subido, pero estaba más caliente que el de la entrada, más
espeso. Del ventanal de la terraza entraba algo de luz, igual la luna, igual la
iluminación del campanario de la iglesia, ya distinguía sombras, “¿hay
alguien?”
Nadie en la
cocina, tampoco parecía venir de allí el escape. En ese momento sentí como si una
mano imaginaria me agarrara por el hombro. Me quedé paralizado por un ruido
plomizo que pareció atravesar todo el pasillo y querer sujetarme. El miedo me
sobrecogía de tal forma que creía ver ojos en todos los pomos, no había ninguna
mano, la puerta de la calle se había cerrado de repente, pero no era capaz de
darme cuenta de ello. “Estoy aquí, he entrado por el escape”, traté de decir.
Nadie parecía escucharme, yo sentía presencias pero no había señales de que fueran
ciertas.
Con el suelo de
la cocina seco decidí entrar en el dormitorio. La puerta estaba cerrada. Llamé
con los nudillos por si acaso. Nadie respondió. “¿Hay alguien?” No. Abrí y una
larga oleada más caliente y más espesa me pasó por encima de los tobillos.
Trastabillé de nuevo, la oscuridad me hacía perder el equilibrio, traté de
apoyarme y noté que el líquido caía por la pared, entrometiéndose entre mis
dedos. Entonces no tuve duda de que aquello era sangre. No era capaz de gritar,
había otro interruptor y lo pulsé sabiendo que no funcionaría. Lo pulsé muchas
veces. Mis ojos se acostumbraban a la luz verde del campanario que también
penetraba en aquella habitación. Una gota de aquella sangre me cayó sobre la
frente, levanté la mirada y me di cuenta de que venía del piso de arriba.
Un beso.
R.
P.S. Ya sabes que
lo de verdad irreal en esta historia es que yo no he pisado un cine desde que
nació Unai.
Otro.
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