divendres, 22 de febrer del 2013

Humedad

Querida M,
Salía agua por debajo de la puerta del primero derecha. Era la una de la madrugada y yo volvía del cine. Noté que penetraba la humedad a través de la suela de mis zapatos. Se había apagado la luz que iluminaba la escalera y a mí me daba pereza volver a encenderla, me veía capaz de llegar hasta mi puerta sin usar la vista. Sin embargo, las pisadas sobre el charco me obligaron a apretar el interruptor y entonces vi el agua, no a borbotones pero sí constante.
No podía avisar a Magui, que seguro dormía y me arriesgaba a despertar a Unai. El agua caía por el hueco de la escalera y bajaba por los marcos de las puertas del entresuelo, como si se tratara de un líquido viscoso que se aferrara a ellos. Llamé al timbre de la puerta que segregaba la humedad, nunca tuve idea de quién vivía allí y no me pareció la manera más deseable de conocerlo. “Estarán dormidos”, pensé, e insistí en pulsar el timbre aún a pesar de que su sonido era tan estruendoso que en plena noche las paredes parecían temblar.
Sé que desistir, olvidarlo todo y dejar que las cosas sucedan puede parecer incívico, pero la idea se me pasó por la cabeza. Vivían justo debajo de mí, sólo tenía que subir unas escaleras más y meterme en casa como si no me hubiera dado cuenta. Las ganas de huir casi habían vencido cuando me apoyé en la puerta para reflexionar y ésta cedió. Me asusté, tanto por la movilidad de mi punto de apoyo como por lo inesperado de la nueva situación. Un golpe de agua, algo más espesa salió de repente y luego el flujo volvió a ser como al principio.
La cosa cogía mal color, metí la nariz y salió mi vocecilla de sentirme abandonado, “¿hay alguien?”, “¿hay alguien?”, repetía insistente, palpando las paredes buscando el interruptor. Los pisos de aquel bloque son todos iguales y tuve un segundo de alivio al encontrarlo, pero no funcionaba. Lo pulsé varias veces, nervioso, como si eso fuera a servir de algo. Tenía los calcetines empapados de ese líquido, a cada paso más caliente. ¿Y si no vivía nadie allí? Quizá esa sensación de quedarme pegado al suelo al caminar fuera simple suciedad acumulada.
Avancé por el pasillo confiado en que era idéntico al de mi piso, levantando un poquito la voz mientras cogía confianza al sentirme cada vez más dentro de aquel hogar ajeno. “¿Hay alguien?” Tropecé con algo y caí. Empapé los pantalones y metí las manos en un líquido que en ese instante me pareció repugnante. Llevé las manos a mi nariz pero aquello no olía a nada, aún así daba una extraña sensación de nauseabundo. “¿Hay alguien?” Ninguna respuesta, pero un nuevo descubrimiento, el líquido caía por las paredes del comedor de mis supuestos vecinos. De un mueble con vitrina asomaba un cable que echaba chispas y que seguramente tendría la culpa del apagón. El cable se balanceaba y me rozó la cabeza. El gesto violento por esquivarlo hizo que me percatara de cuánto me costaba moverme. Me agaché y toqué de nuevo el líquido con los dedos, un centímetro, quizá dos, la altura no había subido, pero estaba más caliente que el de la entrada, más espeso. Del ventanal de la terraza entraba algo de luz, igual la luna, igual la iluminación del campanario de la iglesia, ya distinguía sombras, “¿hay alguien?”
Nadie en la cocina, tampoco parecía venir de allí el escape. En ese momento sentí como si una mano imaginaria me agarrara por el hombro. Me quedé paralizado por un ruido plomizo que pareció atravesar todo el pasillo y querer sujetarme. El miedo me sobrecogía de tal forma que creía ver ojos en todos los pomos, no había ninguna mano, la puerta de la calle se había cerrado de repente, pero no era capaz de darme cuenta de ello. “Estoy aquí, he entrado por el escape”, traté de decir. Nadie parecía escucharme, yo sentía presencias pero no había señales de que fueran ciertas.
Con el suelo de la cocina seco decidí entrar en el dormitorio. La puerta estaba cerrada. Llamé con los nudillos por si acaso. Nadie respondió. “¿Hay alguien?” No. Abrí y una larga oleada más caliente y más espesa me pasó por encima de los tobillos. Trastabillé de nuevo, la oscuridad me hacía perder el equilibrio, traté de apoyarme y noté que el líquido caía por la pared, entrometiéndose entre mis dedos. Entonces no tuve duda de que aquello era sangre. No era capaz de gritar, había otro interruptor y lo pulsé sabiendo que no funcionaría. Lo pulsé muchas veces. Mis ojos se acostumbraban a la luz verde del campanario que también penetraba en aquella habitación. Una gota de aquella sangre me cayó sobre la frente, levanté la mirada y me di cuenta de que venía del piso de arriba.
Un beso.
R.
P.S. Ya sabes que lo de verdad irreal en esta historia es que yo no he pisado un cine desde que nació Unai.
Otro.

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