Hace tiempo ya,
estaba comiéndome un flan de una marca blanca en la cocina cuando por el
rabillo del ojo vi cómo Unai salía volando disparado por el ventanal de la
terraza, montado en la alfombrita de colores y ruiditos varios en la que pasaba
largas horas sentado. Para cuando quise reaccionar y me asomé al balcón ya no
hallé rastro de su estela en el firmamento, así de rápido parecía recorrer el
espacio aquella alfombra.
Se debe comprender que, por unos
instantes, la suma de la estupefacción y el desespero me dejó paralizado, sin
saber cómo reaccionar. Cuando mis piernas quisieron obedecerme bajé corriendo a
la calle a preguntar a todo el mundo si habían visto a un bebé volando sobre
una alfombra de colores. ¡Qué vergüenza pasé! Todos me miraban como si
estuviera loco y nadie me ayudaba a encontrar a mi nene. Casi histérico, corrí
a la comisaría a denunciar el hecho.
Tan mal me vieron que me atendieron
enseguida, pidiéndome que me sentara. Yo no paraba quieto en la silla y comencé
a explicar mi historia a un policía que me prestó atención hasta que llegué a
la parte del relato en que aparecía la alfombra de colores. Entonces amagó una
sonrisa y me puso la mano sobre el hombro, dándome palmaditas acompasadas.
“Ahora mismo nos ponemos a buscar a la alfombra voladora” me decía, riéndose de
mí, el muy cabrón. “Les digo la verdad”, yo insistía y enseñaba fotos del niño
para que lo reconocieran (tengo unas cuantas). Pero acabaron cansándose y
empujándome con suavidad hacia la salida.
Reconozco que hasta entonces mi mente
había estado bloqueada, pero en ese instante reaccioné y pude recordar la marca
que fabricaba aquella alfombra presidida por una enorme cabeza de caracol. Cogí
un taxi, procurando respirar hondo y no contar lo sucedido a nadie más, y me
dirigí a una sucursal de aquella empresa. Cuando llegué pedí hablar con algún
responsable y, más inteligente que con la policía, procuré ir introduciendo el
tema poco a poco, recalcando que se trataba de algo muy preocupante y
confidencial.
Pero ni por ésas. Cuando le pregunté si
ese modelo de alfombras volaba se enojó conmigo como si le hubiera mentado a la
madre. Me amenazó con llamar a seguridad mientras yo le pedía que por favor me
dijera si tenían algún sistema de rastreo. Me echaron a la calle con cajas
destempladas y ya no se me ocurría qué más podía hacer que mirar al cielo a
cada rato, buscando una señal.
Regresé a casa sin saber qué
explicaciones podría dar al hecho de haber perdido al niño sin haber salido de
casa. Entré en el comedor y Unai estaba allí, sentado sobre el parqué,
mirándome con cara de estar a punto de llorar por haberlo abandonado tanto
rato. Lo cogí entre mis brazos con las lágrimas cayendo por mis mejillas como
un vidrio sacudido por una tormenta. Cuando lo volví a dejar, con los ojos y la
boca abiertos de par en par por el susto, me planteé mi ataque de locura como
un peligro para el cuidado de mi hijo, como un anticipo de la incapacitación.
Si una cosa así volvía a sucederme, Unai podría acabar haciéndose daño de
verdad: había pasado más de tres horas de total enajenación.
En ese momento llamaron a la puerta. Era
el desagradable vecino de los bajos de mi bloque. “¿Es suyo esto?”, me preguntó
de mal humor, como siempre que se nos caía algo del tendedero sobre su terraza. Le dije que sí, llevaba en la mano
la alfombra, con el caracol que desprendía música por uno de sus cuernos, y con
los demás animalitos sonoros. Cuando la tuve de nuevo en mi poder la
analicé en profundidad y me quedé tranquilo, no parecía volar, pero tenía en el
centro una pegajosa mancha de vómito de cereales, semejante a la que Unai llevaba adherida al culo.
Un beso.
R.
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