Querida M,
En el diccionario del Institut d’Estudis Catalans, la
palabra “Taifa” sólo tiene dos acepciones: la que recoge cualquiera de los
estados de “Al-Andalus” tras la disolución del califato de Córdoba y la que
define al soberano de esos estados. En el diccionario de la Academia Española
tiene más. Siempre atento el castellano a los submundos le da a la palabra una
tercera posibilidad: reunión de personas de mala vida o poco
juicio. Ésta es la acepción que José Batlló incluyó en las solapas de los
libros que editó con la editorial a la que llamó así, Taifa.
Sabes cuánto me habría gustado ser un
antihéroe valeroso, malcarado y burlón, entregado a las más disolutas de las
costumbres. Pero no, la genética me hizo de otra manera, cobarde y con vértigo,
así que no puedo responder a las expectativas del nombre con decoro. El
miércoles comencé a recorrer el camino de la librería Taifa con la ilusión de
entrar en el mundo del bandidaje y el miedo a subir por las escaleras que
conducen a las estanterías altísimas, infinitas, donde encontrarme con los
libros cuyos autores comienzan por la letra A.
Me cuentas que conociste a Batlló cuando
pasabas por allí como representante y que un día le comentaste lo bonita que
era la edición ilustrada de la Alicia de Akal, y que él te dijo que si la
querías te la dejaba a mitad de precio. Me cuadra. Supongo que no hay ojos que
merezcan más mirar esa edición que los tuyos e imagino que Batlló pensó lo
mismo. Si todo el mundo tuviera tu mirada sería ruinoso vender libros.
El miércoles esperé a Jordi para abrir la librería sentado
en el banco de piedra que hay delante de la puerta; no teníamos más que un
juego de llaves. Recorrí varias veces la calle Verdi arriba y abajo, tratando
de identificarme con ella. Cuando encendimos el ordenador y abrimos el gestor
de correo vi algo que me removió el cerebro. Jordi me hablaba y no podía
concentrarme, le dije, déjame ver una cosa, es que no lo puedo creer. Volví a
mirar los correos pendientes y entre ellos había un pedido por la página web a
nombre de Susanna, nuestra Susanna. Lo abrí y era su dirección, su correo, su
teléfono. De todas las personas del mundo que podían habernos pedido un libro por
Internet, ese primer día, tuvo que ser ella la que se interesara por una
edición en catalán de los cuentos de Katherine Mansfield. Hacía mucho tiempo
que no sabía de ella ni ella de mí, así que lo tomé como un buen augurio.
Ese mismo día me escribió Rafael Dalmau para confirmarme que
el diccionario Alcover-Moll recoge otra acepción para la palabra Taifa. Se ve
que, sólo en Terrassa, una taifa es una fiambrera. También me enviaba un enlace
al diario local La Torre en el que se explicaba que eran los obreros de la
ciudad los que llamaban así al recipiente metálico en el que llevaban la comida.
Quizá mi mayor aportación a la librería pueda ser adaptarme mejor a esta
definición de la palabra que a la original. Me quedaré a comer muchos días allí
y el descuento de Batlló no puedo mejorarlo.
Necesito un microondas.
Y un beso.
R.
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