dimarts, 30 d’octubre del 2012

Estanterías

Querida M,
Hay una pareja que sobrevive a la muerte en los estantes de las librerías. Por la letra M no es difícil encontrar juntos los libros de Marisa Madieri y Claudio Magris. Madieri murió en 1996 dejando viudo a Magris, así que parece un acto de justicia poética que sus apellidos les permitan permanecer unidos. No me interesa su vida personal, me gusta creer que eran un matrimonio modélico, amoroso y que la dulce “Verde agua” intercambia confidencias y saliva con “El Danubio”.
Poco antes, por donde cae la letra D, parece que las estanterías visten una talla menor. Dickens, Dostoyevski y Dumas se encadenan ocupando un metro tras otro. Los tres escribían enormes volúmenes deseosos de engullir las obras de los autores vecinos. Entre las nalgas de “El Conde de Montecristo” se oculta “El amante” de Duras, y casi nunca se le ve. Aquí la poesía es injusta y dos estantes más allá aguarda Wilkie Collins, con sus páginas infinitas, preguntándose por la lógica del orden alfabético. Solo.
En la FNAC, cuando entraba gente nueva, me encargaban a mí su primera toma de contacto con las estanterías. Después de una breve charla recorríamos toda la librería y les explicaba los misterios de cada sección, de cada apartado y de cada letrero. Como casi siempre decía lo mismo, Asun se reía de mí y me preguntaba por qué no lo grababa en un cd y se lo hacía escuchar a todos mientras caminábamos. A lo largo de ese paseo, en sitios que consideraba emblemáticos, aparcaba mi monólogo para charlar con “los nuevos” y preguntarles cosas que me ayudaran a conocerlos mejor.
Algunas de esas preguntas eran pequeñas trampas y entre ellas había una que me divertía especialmente. La mayoría de “los nuevos” eran gente muy joven, estudiantes de letras que querían pagarse la carrera o que la acababan de terminar y buscaban un trabajo que, creían, les sentaría como un guante. Al llegar a la parte de literatura traducida de la sección de bolsillo, donde al alzar la vista nos encontrábamos con la letra K, me detenía, me giraba y les preguntaba: “¿Os gusta leer?”. Todos aquellos novicios asentían algo desconcertados y deseosos de quedar bien y entonces yo insistía: “¿Qué autores os gustan?”. En ese momento todos los presentes miraban al frente sin saber qué decir, buscando inspiración a lo largo de la estantería, y puedo asegurar que no recuerdo una sola vez en que alguien no contestara “¡Kundera!”. Por lo general, una chica. Ahí retomaba mi monólogo, decía “A mí Kundera me parece una puta mierda” y, sentadas las bases de nuestra relación, seguía como si nada.
A veces, sale algún libro de un autor cuyo apellido comienza por “ma” y continúa por una letra comprendida entre la D y la G. A mí no me parece bien que se entrometa en la vida del matrimonio Magris así que suelo desear que ese libro fracase y regrese pronto a la editorial de donde salió. Debo confesar que, por si acaso, lo coloco siempre mal, o antes de “mad” o después de “mag”, en una balanza el beneficio es muy superior al perjuicio.
Un beso.
R.
P.S. También a veces imagino una curiosa infidelidad. Me hago un lío con los apellidos, confundo a Madieri con Maraini y, no sé por qué, los libros de Magris se inclinan hacia la derecha.

dissabte, 27 d’octubre del 2012

Dima y el Guerrero del Antifaz

Querida M,
Cuando era muy pequeño, para el día de Todos los Santos íbamos a un pueblecito llamado Dima. Al principio no sabía muy bien por qué, sólo que tenía relación con que todo el mundo quería que yo hubiera sido niña. Con el tiempo fui interpretando las señales y me percaté de que allí estaba enterrada una prima mía que murió de leucemia, que yo nunca la llegué a conocer y que hubiera heredado su nombre, Maite, como homenaje.
Tengo pocos y borrosos recuerdos de Dima. Mis tíos tenían un bar y vivían en la planta de arriba. Me suena haber dormido allí alguna vez. Del bar recuerdo una máquina recreativa en la que metías una moneda de peseta y con un volante y haciendo equilibrios debías hacerla recorrer un laberinto hasta hacerla caer por un último agujero central. A mí se me caía siempre antes. También recuerdo una explanada de tierra en la que jugábamos a la pinza con mis primos y sus amigos del pueblo. La pinza consistía es colocar estratégicamente o medio escondidos los indios y los vaqueros y desde un bando al otro se iba arrojando una pinza de ropa para derribarlos.
Cumplidos los cinco años, ir a Dima por esa fecha se me hacía más engorroso. Ya teníamos coche, mis tíos habían traspasado el bar y se habían ido a vivir a Yurre, así que sólo íbamos a Dima a poner flores a Maite y ése era poco premio a los incontenibles mareos que las curvas del puerto de Urkiola me provocaban. Lo único bueno de aquellos viajes era que cada año me compraban, en un pequeño quiosco, un sobre sorpresa que, por lo general, contenía un tebeo del Guerrero del Antifaz. Fue así como, de uno de noviembre en uno de noviembre, fui creando mi diminuta colección de ejemplares dispersos que nunca me llegaban a aclarar quién era el personaje, por qué no se enamoraba de Zoraida, que era evidente que estaba más buena que Doña Ana María, ni si era moro o cristiano, pero sabía que me gustaban mucho.
Decidí con toda la pereza que puede sentirse asistir al entierro de mi tío porque, por muchas razones, me parecía lo correcto. Después de un viaje solitario me fue a buscar mi primo L. a la estación de Llodio y, una vez allí, comprendí que en ese momento ningún otro lugar del mundo era el correcto para ubicarme. L. tiene un hijo magnífico llamado Urko y una nena maravillosa llamada Leire. Mi primo M. tiene don niñas, adolescentes ya, Oihana y Maite, también muy simpáticas. Mi primo J. hace poco tuvo su primer hijo, Aner, en circunstancias muy desgraciadas. Salvo a Urko, al que vi con tres o cuatro años, no conocía a ninguno de los demás, y sentí que había dejado pasar demasiado tiempo.
Tuve la impresión de que estaba a gusto entre todos ellos, de que muchos estaban deseando conocer a ese primo de Barcelona que seguro mi madre metía en todas las conversaciones. Me di cuenta de que, no sólo todas esas personas eran mi familia, sino de que además podía incorporarme entre ellos como si siempre hubiera estado allí. Pasé muy poco tiempo de mi infancia en Dima, pero mucho en Yurre y mucho más aún en Llodio, adonde iba cada poco y aquella casa no paraba de traerme recuerdos a paletadas.
Mis primos habían pensado llevar a enterrar las cenizas de mi tío a Dima al día siguiente del funeral. En el mismo panteón de unos amigos en el que estaba aquella nena misteriosa cuya muerte tanto se había clavado entre mis padres y mis tíos. Ya no pude asistir. L. y Urko me llevaron por la mañana a la estación de Vitoria para que pudiera volver, tratando de esquivar una huelga general. Aparcamos junto a las taquillas y los manifestantes subían hacia nosotros por la calle Dato, así que tuvimos que dar alguna vuelta hasta encontrar un lugar en el que poder tomar algo y despedirnos. Me abracé a Urko con la terrible sensación de que aquello debía ser un hasta pronto e irremediablemente sería un hasta siempre.
Después de que se marcharan tenía muchas cosas que escribir y una enorme sensación de vació. No ir a Dima a llevar las cenizas me había dejado en el cuerpo el regusto de que aquel viaje quedaba incompleto. Para estos casos siempre confío en que la providencia me dé un argumento con el que acabar una de esas pequeñas historias que me hacen seguir adelante. Me puse a caminar calle Dato arriba y abajo a la espera de la salida de mi tren. Llegando a la Plaza Nueva me encontré a mi amigo Xabi, un antiguo profesor de euskara, y pensé que él podía ser el eslabón que le faltaba a mi cadena sentimental para considerar que aquel viaje resultara cerrado. Charlé con él una hora larga, me dijo que había aprendido catalán por su cuenta y lo hablaba estupendamente, aunque no había abandonado el esperanto. Así que hablamos en catalán, de nuestras vidas, de política local y de castells.
Cuando nos despedimos creí que no era perfecto pero al final la cosa me había dejado buen sabor. Se acercaba la hora de mi tren y fui al quiosco del estanco a comprar lectura para el viaje. No veía nada interesante, así que cogí El País (no me apetecía prensa vasca, no tienen ni idea de lo que pasa en Catalunya). Después, para contrastar, cogí también el fanzine TMEO, que hacía muchos años que no leía. Y por fin justo cuando iba a marcharme, mis ojos se detuvieron en el coleccionable que la providencia había puesto allí para cerrar mi viaje. Ante mí, esperando ser comprados, estaban los tres primeros tomos de las obras completas del Guerrero del Antifaz.
Terminé el tercero llegando a Tarragona.
Un beso.
R.

divendres, 26 d’octubre del 2012

Antonio Vega

Querida M,
En el disco Ezekiel de Itoiz hay una canción titulada “Ezekielen ametsa” cantada por un niño que, por la voz, podríamos colocar entre los ocho y los doce años. Es un disco que no debía ser de Itoiz, en realidad se trataba del proyecto de musicar los textos de un poeta llamado Joseba Alkalde sobre la evolución de un personaje llamado Ezekiel. Lo tenía puesto mientras estaba con Unai en la bañera y al sonar esa canción Unai me hizo callar porque me dijo que le gustaba mucho cómo cantaba aquel niño. Me preguntó si sabía cómo se llamaba o si lo conocía. Y le dije que no, y que aquel niño ya no era un niño, de hecho debía de tener mi edad, el disco es de 1980. Al salir del baño miré el librito del CD y el nombre del niño es el único dato que no sale. La letra decía “Anda la muñeca entre las olas, lleva vestidos de plomo sin resbalarse por el rocío. Flores negras son sus testigos. Flores. Testigos. Ha ordeñado los diarios (txorro, morro, piko, tallo, ke). Los piadosos embustes que contenían se han quemado entre las manos. Mentiras. Quemadas”.
Hace tiempo ya, íbamos en el coche escuchando una selección de mis canciones preferidas de los ochenta y nos dimos cuenta de un detalle curioso. Si en un cedé caben unas veinte canciones, las once primeras que había seleccionado eran de once grupos distintos de Madrid. Burning, Nacha Pop, Los Secretos, Los Ronaldos, Zombies, Radio Futura, Pistones, Alaska y Dinarama, Los Elegantes, Gabinete Caligari, no sé cuáles más. Nos llamó la atención porque ahora mismo no podríamos nombrar un solo grupo madrileño que me interese lo más mínimo. Algún día alguien debería hacer pagar a quien corresponda el páramo en que ha convertido una de las regiones más culturalmente fructíferas de finales del siglo XX. No hay músicos, ni cine, ni casi teatro que no provenga de aquellos años. Lástima.
A mí Zombies no me gustaban demasiado. Sólo la canción Groenlandia. Después cogí interés por Bernardo Bonezzi al hacer las bandas sonoras de las primeras películas de Almodóvar (hasta “Mujeres”). Almodóvar lo acabó cambiando al principio por grandes nombres como Morricone, Sakamoto o Bregovic hasta que dio con el genio vasco de Alberto Iglesias y ya no lo ha soltado más. Quizá sea una metáfora de todo. No lo sé. Bonezzi murió hace poco y volví a ver el vídeo mítico de la canción “Groenlandia” en Aplauso. Me quedé prendado al recordar a la chica que bailaba como un pato en el centro sin otra función que dotar a la escena de una coreografía inolvidable. Se llamaba Tesa algo… Me costaba recordar.
Esta semana triste, aparte de Itoiz he escuchado a Antonio Vega. En mi profundo desprecio por la poesía moderna, Antonio Vega representa un oasis. Sí, ya sé que era un cantante pop, pero encuentro en sus versos más lírismo que en cualquier libro de la editorial Visor. Hay cantautores resultones, incluso genios del ripio, como Sabina, pero poetas o aspirantes a poeta que logren su propósito, Vega parecía el último, mientras Robe Iniesta siga en el retiro. Su último disco, ya casi sin voz, me sigue poniendo los pelos de punta. Hay en él una extraña canción, con unos versos preciosos pero que no son propios de él, busqué la letra, es ésta: “A trabajos forzados me condena /mi corazón, del que te di la llave. / No quiero yo tormento que se acabe, / y de acero reclamo mi cadena. / No concibe mi alma mayor pena / que libertad sin beso que la trabe, / ni castigo concibe menos grave / que una celda de amor contigo llena. / No creo en más infierno que tu ausencia. / Paraíso sin ti, yo lo rechazo. / Que ningún juez declare mi inocencia, / porque, en este proceso a largo plazo, / buscaré solamente la sentencia / a cadena perpetua de tu abrazo."
Me llamaba la atención que Antonio Vega escribiera un soneto. Así es como descubrí que esa letra no es suya, alguien me dijo que era de una tal Tesa Arranz y así recordé el nombre de la bailarina extravagante. Hace nada me corrigieron para indicarme que se trataba de un soneto de Antonio Gala y me irrita mi error y lo poco que me gusta el poeta, pero ya no tiene remedio, discúlpame.
Un beso.
R.
P.S. Txorro, morro, piko, tallo, ke es la manera en que se llama el juego castellano “Churro, mediamanga, mangotero”. En catalán “Cavall Fort”.