Cuando era muy pequeño, para el día de Todos los Santos íbamos a un pueblecito llamado Dima. Al principio no sabía muy bien por qué, sólo que tenía relación con que todo el mundo quería que yo hubiera sido niña. Con el tiempo fui interpretando las señales y me percaté de que allí estaba enterrada una prima mía que murió de leucemia, que yo nunca la llegué a conocer y que hubiera heredado su nombre, Maite, como homenaje.
Tengo pocos y borrosos recuerdos de Dima. Mis tíos tenían un bar y vivían en la planta de arriba. Me suena haber dormido allí alguna vez. Del bar recuerdo una máquina recreativa en la que metías una moneda de peseta y con un volante y haciendo equilibrios debías hacerla recorrer un laberinto hasta hacerla caer por un último agujero central. A mí se me caía siempre antes. También recuerdo una explanada de tierra en la que jugábamos a la pinza con mis primos y sus amigos del pueblo. La pinza consistía es colocar estratégicamente o medio escondidos los indios y los vaqueros y desde un bando al otro se iba arrojando una pinza de ropa para derribarlos.
Cumplidos los cinco años, ir a Dima por esa fecha se me hacía más engorroso. Ya
teníamos coche, mis tíos habían traspasado el bar y se habían ido a vivir a
Yurre, así que sólo íbamos a Dima a poner flores a Maite y ése era poco premio
a los incontenibles mareos que las curvas del puerto de Urkiola me provocaban.
Lo único bueno de aquellos viajes era que cada año me compraban, en un pequeño
quiosco, un sobre sorpresa que, por lo general, contenía un tebeo del Guerrero
del Antifaz. Fue así como, de uno de noviembre en uno de noviembre, fui creando
mi diminuta colección de ejemplares dispersos que nunca me llegaban a aclarar
quién era el personaje, por qué no se enamoraba de Zoraida, que era evidente
que estaba más buena que Doña Ana María, ni si era moro o cristiano, pero sabía
que me gustaban mucho.
Decidí con toda la pereza que puede sentirse asistir al entierro de mi tío porque, por muchas razones, me parecía lo correcto. Después de un viaje solitario me fue a buscar mi primo L. a la estación de Llodio y, una vez allí, comprendí que en ese momento ningún otro lugar del mundo era el correcto para ubicarme. L. tiene un hijo magnífico llamado Urko y una nena maravillosa llamada Leire. Mi primo M. tiene don niñas, adolescentes ya, Oihana y Maite, también muy simpáticas. Mi primo J. hace poco tuvo su primer hijo, Aner, en circunstancias muy desgraciadas. Salvo a Urko, al que vi con tres o cuatro años, no conocía a ninguno de los demás, y sentí que había dejado pasar demasiado tiempo.
Tuve la impresión de que estaba a gusto entre todos ellos, de que muchos estaban deseando conocer a ese primo de Barcelona que seguro mi madre metía en todas las conversaciones. Me di cuenta de que, no sólo todas esas personas eran mi familia, sino de que además podía incorporarme entre ellos como si siempre hubiera estado allí. Pasé muy poco tiempo de mi infancia en Dima, pero mucho en Yurre y mucho más aún en Llodio, adonde iba cada poco y aquella casa no paraba de traerme recuerdos a paletadas.
Mis primos habían pensado llevar a enterrar las cenizas de mi tío a Dima al día siguiente del funeral. En el mismo panteón de unos amigos en el que estaba aquella nena misteriosa cuya muerte tanto se había clavado entre mis padres y mis tíos. Ya no pude asistir. L. y Urko me llevaron por la mañana a la estación de Vitoria para que pudiera volver, tratando de esquivar una huelga general. Aparcamos junto a las taquillas y los manifestantes subían hacia nosotros por la calle Dato, así que tuvimos que dar alguna vuelta hasta encontrar un lugar en el que poder tomar algo y despedirnos. Me abracé a Urko con la terrible sensación de que aquello debía ser un hasta pronto e irremediablemente sería un hasta siempre.
Después de que se marcharan tenía muchas cosas que escribir y una enorme sensación de vació. No ir a Dima a llevar las cenizas me había dejado en el cuerpo el regusto de que aquel viaje quedaba incompleto. Para estos casos siempre confío en que la providencia me dé un argumento con el que acabar una de esas pequeñas historias que me hacen seguir adelante. Me puse a caminar calle Dato arriba y abajo a la espera de la salida de mi tren. Llegando a la Plaza Nueva me encontré a mi amigo Xabi, un antiguo profesor de euskara, y pensé que él podía ser el eslabón que le faltaba a mi cadena sentimental para considerar que aquel viaje resultara cerrado. Charlé con él una hora larga, me dijo que había aprendido catalán por su cuenta y lo hablaba estupendamente, aunque no había abandonado el esperanto. Así que hablamos en catalán, de nuestras vidas, de política local y de castells.
Cuando nos despedimos creí que no era perfecto pero al final la cosa me había dejado buen sabor. Se acercaba la hora de mi tren y fui al quiosco del estanco a comprar lectura para el viaje. No veía nada interesante, así que cogí El País (no me apetecía prensa vasca, no tienen ni idea de lo que pasa en Catalunya). Después, para contrastar, cogí también el fanzine TMEO, que hacía muchos años que no leía. Y por fin justo cuando iba a marcharme, mis ojos se detuvieron en el coleccionable que la providencia había puesto allí para cerrar mi viaje. Ante mí, esperando ser comprados, estaban los tres primeros tomos de las obras completas del Guerrero del Antifaz.
Terminé el tercero llegando a Tarragona.
Decidí con toda la pereza que puede sentirse asistir al entierro de mi tío porque, por muchas razones, me parecía lo correcto. Después de un viaje solitario me fue a buscar mi primo L. a la estación de Llodio y, una vez allí, comprendí que en ese momento ningún otro lugar del mundo era el correcto para ubicarme. L. tiene un hijo magnífico llamado Urko y una nena maravillosa llamada Leire. Mi primo M. tiene don niñas, adolescentes ya, Oihana y Maite, también muy simpáticas. Mi primo J. hace poco tuvo su primer hijo, Aner, en circunstancias muy desgraciadas. Salvo a Urko, al que vi con tres o cuatro años, no conocía a ninguno de los demás, y sentí que había dejado pasar demasiado tiempo.
Tuve la impresión de que estaba a gusto entre todos ellos, de que muchos estaban deseando conocer a ese primo de Barcelona que seguro mi madre metía en todas las conversaciones. Me di cuenta de que, no sólo todas esas personas eran mi familia, sino de que además podía incorporarme entre ellos como si siempre hubiera estado allí. Pasé muy poco tiempo de mi infancia en Dima, pero mucho en Yurre y mucho más aún en Llodio, adonde iba cada poco y aquella casa no paraba de traerme recuerdos a paletadas.
Mis primos habían pensado llevar a enterrar las cenizas de mi tío a Dima al día siguiente del funeral. En el mismo panteón de unos amigos en el que estaba aquella nena misteriosa cuya muerte tanto se había clavado entre mis padres y mis tíos. Ya no pude asistir. L. y Urko me llevaron por la mañana a la estación de Vitoria para que pudiera volver, tratando de esquivar una huelga general. Aparcamos junto a las taquillas y los manifestantes subían hacia nosotros por la calle Dato, así que tuvimos que dar alguna vuelta hasta encontrar un lugar en el que poder tomar algo y despedirnos. Me abracé a Urko con la terrible sensación de que aquello debía ser un hasta pronto e irremediablemente sería un hasta siempre.
Después de que se marcharan tenía muchas cosas que escribir y una enorme sensación de vació. No ir a Dima a llevar las cenizas me había dejado en el cuerpo el regusto de que aquel viaje quedaba incompleto. Para estos casos siempre confío en que la providencia me dé un argumento con el que acabar una de esas pequeñas historias que me hacen seguir adelante. Me puse a caminar calle Dato arriba y abajo a la espera de la salida de mi tren. Llegando a la Plaza Nueva me encontré a mi amigo Xabi, un antiguo profesor de euskara, y pensé que él podía ser el eslabón que le faltaba a mi cadena sentimental para considerar que aquel viaje resultara cerrado. Charlé con él una hora larga, me dijo que había aprendido catalán por su cuenta y lo hablaba estupendamente, aunque no había abandonado el esperanto. Así que hablamos en catalán, de nuestras vidas, de política local y de castells.
Cuando nos despedimos creí que no era perfecto pero al final la cosa me había dejado buen sabor. Se acercaba la hora de mi tren y fui al quiosco del estanco a comprar lectura para el viaje. No veía nada interesante, así que cogí El País (no me apetecía prensa vasca, no tienen ni idea de lo que pasa en Catalunya). Después, para contrastar, cogí también el fanzine TMEO, que hacía muchos años que no leía. Y por fin justo cuando iba a marcharme, mis ojos se detuvieron en el coleccionable que la providencia había puesto allí para cerrar mi viaje. Ante mí, esperando ser comprados, estaban los tres primeros tomos de las obras completas del Guerrero del Antifaz.
Terminé el tercero llegando a Tarragona.
Un beso.
R.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada