dissabte, 25 de gener del 2014

Cambios


Querida M,
“Te cambiará la vida”. Me lo dijeron tantas veces que perdió el significado. No es que no me lo creyera, es que era una obviedad, ya me lo figuraba. Antes éramos dos y ahora somos tres. Antes no teníamos otra cosa que hacer que pensar el uno en el otro, ahora los dos pensamos en un tercero.
Nos cuesta cambiar. Conservadores por naturaleza, los cambios han sido siempre síntoma de que algún oscuro oráculo nos está clavando agujas en las articulaciones. Para ayudarnos en ese proceso están la autoayuda y el orientalismo. Según el I Ching, libro que asimila lo mejor de la sabiduría oriental con un estúpido sistema de adivinación, ante los cambios necesarios sólo debemos evitar dos errores: el primero, la prisa excesiva, que nos puede llevar al desastre. El segundo: vacilar sobre el cambio o el espíritu conservador ante el mismo son detalles en extremo peligrosos. Una vez hablados y ponderados, sólo aceptando los cambios éstos cumplirán con sus objetivos.
“Te cambiará la vida”, como si la vida no consistiera en cambiar. No se trata de los pequeños e inútiles cambios cotidianos que estropean la rutina más noble. La vida consiste en los grandes cambios, M., en aquellos que nos sacan del estado de sopor en el que nos instalamos, y nos pellizcan en la espalda, tan fuerte que abrimos los ojos de par en par y damos unos cuantos pasos más, no siempre hacia adelante.
El día en que me dijeron que habían pensado cambiarme de la sección de discos a la de libros se me vino el mundo encima. Todos creían que eso me haría feliz, pero yo, enfermo de libros, me había habituado tanto a saber dónde estaban los cedés, que se me hacían infinitas las estanterías de literatura. Para este tipo de reacciones, la autoayuda nos ofrece su manual “¿Quién se ha llevado mi queso?”, una fábula más bien infantil, para cargos intermedios, que trata de convencerles de lo bueno que es aceptar de buen grado los cambios a los que los obligan los cargos superiores.
 “Te cambiará la vida”, “disfrútalo ahora, que después no podrás”, son cosas que te dicen y retratan a los que te las dicen, los dibujan como aquéllos que han pasado ya por el mismo trago, pero no saben explicarlo. Como aquéllos que dicen “te acompaño en el sentimiento”, a falta de algo mejor. No es criticable, me habría ahorrado muchas inmersiones por espesos cañaverales tener la lucidez de recurrir a frases hechas, a mentiras piadosas, en todas las ocasiones en que no he sabido hacerlo.
Las ediciones españolas del “I Ching” y “¿Quién se ha llevado mi queso?” son, en sí mismas, curiosos ejemplos de lo que suponen los cambios. Durante muchos años, la única versión castellana del “I Ching” fue la publicada por la editorial Edhasa, a partir de la versión en alemán de Richard Wilhelm. En un acto de previsión intelectual sin precedentes, la editorial Atalanta publicó la primera traducción directa del chino y la tituló “Yijing”, se supone que para darle un aire de mayor respetabilidad. Dado que se trata de un método de adivinación, alguien debió de utilizarlo para prever que ese libro no estaría siempre con la portada visible hacia el público, debió de creer que a la gente, en el fondo, los cambios no le gustan tanto como parece y decidió que en el lomo, para cuando los ejemplares a la venta estuvieran en la estantería, mejor que el novedoso nombre “Yijing”, convendría que apareciera el clásico y reconocible “I Ching”. No fuera a ser que, con tanto cambio, lo pasáramos de largo.
En un acto de previsión económica que honra a los editores castellanos de “¿Quién se ha llevado mi queso?”, la traducción del texto fue curiosamente sustituida al poco tiempo de ser publicado. Dada la nula complejidad literaria de la obra, no parecía probable que se tratara de una mejora. Debajo del título hay un subtítulo que reza “cómo adaptarnos a un mundo en constante cambio”. ¡Qué mejor ejemplo! La traducción original del libro está a nombre de Montserrat Gurguí, conocida por otras múltiples traducciones de novela negra; bonita metáfora. Las malas lenguas dicen que, en vista del impresionante éxito de ventas que tuvo el libro nada más salir al mercado, la editorial Urano decidió que mejor que pagar un porcentaje por los derechos de la traducción, era cambiar unas cuantas palabras aquí y allá por algunos sinónimos de procesador y ponerla a nombre de un traductor que no cobrara. El nombre de Gurguí ha desaparecido en el ISBN incluso de la primera edición, ahora figura un tal José Manuel Pomares, de quien no investigaremos más.
Un beso, para qué cambiar.
R.

Cuando todo es raro

Querida M,
Hace tiempo que no quedan lunes normales. Son más de las doce, miro por la ventana y el campanario de la iglesia aparece diáfano gracias a una curiosa luz fluorescente. He quitado el trapo protector del telescopio, he limpiado las lentes con una gamuza y me he acercado a ver cómo lucen las campanas, así, iluminadas. Me cuesta aceptar que el badajo queda boca arriba y cuando me acostumbro a las imágenes invertidas veo a una pareja de petirrojos que se picotean el cuello justo debajo de una de las campanas. Cambio la lente por una de más aumento y estaba confundido; son dos estorninos los que realizan juegos amorosos sobre una de las campanas. Miro a ver si tengo una lente que me acerque más y coloco el duplicador, ese aparato cuyo nombre ahora no recuerdo. Y me sorprendo de mi error, ahora puedo ver cada detalle de los picos de dos feos tordos que se frotan las cabezas. Algo no me cuadra, quizá sea esa luz fluorescente que el ayuntamiento o la parroquia le han puesto a la torre más elevada de Cerdanyola. Recupero la primera lente y trato de ver las campanas en su conjunto y descubro el misterio: es una fiesta, M., y los pájaros aprovechan para reunirse, a festejar, con vasos de cubata entre las alas. La luz es intensa y lila, pero  prefiero no pensar en ello.
Sólo se me ocurren dos maneras de explicar mi estúpida torpeza para caminar por la calle que me lleva y me trae a la estación los días que ha llovido. Trato de correr si se me escapa el tren y comienzo un eslalon que me acojona de tal forma que me detengo a reflexionar sobre mi existencia y recuperar la respiración. Trato de ir despacio y los pies me huyen y mi vértigo se acelera. Al principio creí que eran los zapatos marrones, que debían de tener una suela distinta y escurridiza. Pero he comprobado que también me pasa con las zapatillas deportivas y ya no tengo muy claro que todo sea cosa de calzado. La otra posibilidad es el desarraigo. Aquí llueve poco, M., muy de tanto en tanto, y casi siempre con una violencia poco razonable. Las pocas veces que llueve suavecito, el suelo coge una pequeña pátina de humedad y mis pies se confunden y creen que están caminando por Vitoria y tratan de recordar cómo era aquello y no lo logran y se les desacompasan los pasos y les bailan los dedos a un son equivocado. Llego a casa, me quito los zapatos, los calcetines, y los dedos no son capaces de mirarme a la cara, avergonzados como están por el ridículo de resbalones y sustos mal medidos.
Como tengo pocas ganas de escribir, he metido mis dos libretas en la mochila. Subo al tren, meto la mano a ciegas y el tacto me dice que la nueva es ésa, y la saco para escribirte algo y no, es la vieja, la de Klimt. No lo comprendo porque las tapas de la libreta nueva son más rugosas y se distinguen con facilidad. Creo que me la están jugando, que saben que la vieja tiene aún algunas páginas en blanco y creen que no estoy dispuesto a utilizarlas. Tratan de presionarme y no saben que sí, que ya las rellenaré algún día. Todo el mundo me mira cuando meto la boca en la abertura de mi mochila y les hablo y les digo que tranquilas, que escribiré ahí, en otro momento. Pero no hay tu tía, a la siguiente vez meto la mano, palpo, y saco la que no es.
Me estoy viendo acercarme en un viaje futuro a ti. Parece un lunes normal pero es raro, casi azul, como si fuera otro tipo de lunes. Llego a la estación de tren y me cruzo con una bandada de pájaros de distintas razas que zigzaguean como si estuvieran borrachos, aunque camino despacito por el miedo, me resbalo en las líneas blancas de un paso de peatones y casi me mato mientras introduzco la mano en el bolsillo para coger el bonotrén. Me subo al primer vagón y me equivoco de libreta para escribir. Ya son casi las diez, estoy llegando a Sagrera, desconcertado aún por la acumulación de cosas raras que me están pasando. Llego a mi destino y todo vuelve a su ser: estás tú, un par de besos, cielo, ¿todo bien?
R.
P.S. Los lunes estoy solo en la librería. Los días que estoy sólo y el cielo está plomizo y abandonado pongo a Itoiz toda la mañana, todas las canciones. Pongo “Astelehen urdin batean” y enciendo las luces.