Querida M.,
Nuestra pareja de amigos acababa de tener un hijo y, ya sabes, desde ese momento el niño se convirtió en el centro del universo. Al principio, con la novedad, todo era más o menos entretenido; pero con el tiempo la cosa se fue complicando hasta volverse insoportable cada reencuentro. Como puedes imaginar, el niño es muy guapo, muy listo, está muy espabilado, es tranquilo, dulce, el favorito de la maestra y muy bueno, sobre todo muy bueno. La mala suerte quería que siempre que íbamos a su casa el niño tenía la única rabieta en meses y nos amargaba la cena con llantos y gritos. También parecía mala suerte que un niño tan sano como aquél se pusiera a moquear y toser nada más vernos.
Nuestro amigo era un cocinillas que nos ofrecía siempre cenas estupendas. Desde el primer día dijo que su niño no comería nada envasado, que la comida se la haría él, salvo caso extraordinario. Compró una tonelada de utensilios de cocina especiales para hacerle los potitos y, siguiendo a rajatabla las instrucciones pediátricas, no ha dejado de realizar creaciones culinarias infantiles y congelarlas.
El papá novato seguía al principio un complejísimo sistema de potitos de verdura incorporando y mezclando sabores nuevos. Después se incorpora la carne, el pescado y todo eso, volviendo el sistema aún más complicado. Según me contó por teléfono, al niño ya no le gusta nada que no le haga él, que le quedan buenísimos y que, a veces, su mujer aprovecha que esté recién hecho para comer ella también algún puré. Que sólo le costó trabajo dar con el sabor perfecto para la mezcla de verduras con pescado, pero que ya lo tenía controlado.
Sintiéndonos culpables por no dar señales de vida en mucho tiempo, los llamamos para hacerles una visita, una de esas visitas de compromiso que yo tiendo a ir anulando de mi vida. Parecían contentos por teléfono de nuestra llamada. Por supuesto, ellos no podían venir a nuestra casa, trastocaba los horarios del niño, sus comidas, tantas cosas que meter en el coche. Aún así, me sorprendió que no nos invitaran a comer y él nos preparara un plato de esos suyos, de fin de semana. Nos dijeron que fuéramos a tomar café, pero no muy pronto, un café de media tarde, que el niño ya hubiera despertado de la siesta y pudiéramos disfrutar de su presencia y así no despertarlo llamando al timbre.
El bebé no está mal, M., se le ve buen chaval y se portó bien. Nos dejó tomar el café sin problemas. Sin pastas o pastelitos, eso sí, sólo galletas María, que son las únicas que él puede comer y así no se encela. La velada fue agradable, nos abrieron la puerta y dejaron nuestras pertenencias y ropas sobrantes en su dormitorio porque habían perdido una habitación. Nos pidieron excusas por el desorden, que aún no habían podido recoger la cocina de la hora de comer. Pero no era cierto, todo estaba bastante bien, sólo tres frascos de potitos descongelados en la fregadera y algunos cubiertos.
No habían dado las ocho y nos dijeron que había que bañar al niño y darle la cena, que si queríamos ver lo gracioso que estaba en la bañera. Así hicimos, muy gracioso, chapoteando. Luego le dieron un biberón con cereales, de 270 mililitros, porque tenía muy buen comer. Y parecía cierto, aunque acabó sudando el pobre. Eructó y nos ofrecieron un curioso espectáculo teatral en medio de la penumbra que exigía el relax de la cena, previo a meterlo en la cuna. Lo depositaron allí y el niño se portó muy bien, durmiendo enseguida. Nosotros nos alegramos, M., porque creímos que ahí empezaba la visita y podríamos ser los de siempre y charlar un rato tranquilos, como en los viejos tiempos, picando un poco de embutido cortado entre todos.
Pero algo no cuadró. Ellos comenzaron a bostezar de forma ostensible y a mostrarse cansados de repente, tras un día entero ocupados con el niño. Nos empezamos a sentir incómodos y en vista de que en la cocina no parecía haber movimiento sugerimos la posibilidad de que ya era tarde y nos teníamos que ir. Ellos no opusieron la resistencia de otras veces. Nos dijeron que en ese caso cenarían rápido y se irían a la cama enseguida, para ajustar los horarios. Los ayudé a llevar las cosas de la cena del bebé a la cocina y sobre el mármol reposaban un par de biberones más grandes que los del niño, limpios. Traté de guardar el paquete de ocho cereales con miel, pero la mamá me cogió de la mano y me dijo que no, que aún no habían terminado con ellos. Fuimos a su dormitorio a coger nuestras cosas y entonces me di cuenta de que había un chupete en cada mesilla.
Un beso.
R.
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