Querida M.,
A veces, cuando
queríamos hacer rabiar al abuelo, le sacábamos el tema de Franco. Y él no
tardaba en saltar. Su gran argumento era que Franco había llevado la luz a
Galicia, y al decir luz se refería a la electricidad. Le alargábamos la mala leche
diciéndole que para entonces los americanos habían llegado ya a la luna, pero
los gallegos nunca fueron gente de prisa para las modernidades. Hay una vieja
canción de Aute, no de las más afortunadas, en la que hablaba de la
americanización de la Unión Soviética diciendo que lo que salía más a cuenta
era inundar los cines con ETs y Gremlins. A pesar de ese tufillo despectivo
hacia aquellas películas, no le faltaba razón.
Antes de la era
moderna de las series, para mí no había vida después de Seinfeld. Durante el
embarazo de Unai la vimos entera por enésima vez. Las series se adaptan muy
bien a las paternidades porque sus diversas duraciones coinciden con todo tipo
de siestas, sueños y horarios. Y de repente llegó la primera temporada de
Prison Break y pensé que si aquello seguía así el cine se había vuelto
innecesario. Prison Break se echó a perder enseguida pero llegaron más, y
mejores, en manada.
Ahora parece que
la regeneración política española nos tiene que llegar de las ficciones
norteamericanas. Nada de facultades de ciencia política, series de televisión,
a cual más buena. Pablo Iglesias es capaz de resumir su ideario sacando
ejemplos clarificadores de “Juego de tronos”, le alabo el gusto, aunque podría
beber de fuentes más optimistas. Albert Rivera parece haber tomado nota de
todos y cada uno de los diálogos de Borgen, la serie danesa en la que todos
andan como locos por coaligarse, sin haberse dado aún cuenta de que no somos
nórdicos. El peor parado en esto es sin duda Pedro Sánchez, al que últimamente
tratan de endosarle semejanzas con House of Cards. No lo veo yo tan malo al
tipo (quizá sí a los que lo rodean), pero puede que merezca un poco más del Ala
Oeste de la Casa Blanca y menos de Kevin Spacey.
Así que ésta es
la regeneración M., Iglesias busca en Alcampo la chaqueta de pana que perdió
Felipe González y Sánchez va siempre en mangas de camisa mientras no llegue el
invierno. Uno canta la canción “Cuervo ingenuo” y al otro le gustaría cantarla,
pero no le dejan. Cuando en 1982 el PSOE llegó al poder con su aplastante
mayoría, Guerra dijo aquello de que a España no la iba a reconocer ni la madre
que la parió. Con el mismo mérito con que Franco llevó la luz a Galicia, el
PSOE tuvo la misión de modernizar un país que estaba deseando a gritos ser
modernizado. Nos trajeron el divorcio, las tetas a la tele, el aborto, la
americanización, Europa, todo aquello que la mayoría estaba deseando tener y el
resto del mundo darnos.
Pero en esos años
el PSOE tuvo también carta blanca para coger una democracia en pañales y hacer
con ella un ejemplo para el resto de países de nuestro alrededor. Tuvo dos
mayorías absolutas para hacer pedagogía social de la España plurinacional,
leyes de transparencia, medios de comunicación públicos gestionados por
profesionales independientes, un Senado competente, un viaje hacia el
federalismo, unas medidas anticorrupción eficaces… A cambio de eso, González y
Guerra colgaron sus chaquetas y nos obsequiaron con, resumo, una organización
terrorista, una recentralización del estado, un senado incompetente, la
televisión pública más manipulada ideológicamente de nuestra historia, el
incumplimiento sistemático de las promesas electorales, un hermano del vicepresidente
con un despacho oficial para sus bisnes, un director de la Guardia Civil en
calzoncillos. Dejaron de llamarse socialistas para llamarse Beautiful People,
sustituyeron las federaciones por barones
e hicieron girar todas las puertas. A los ocho años de gobierno de
Felipe González la mayor parte de los medios de comunicación privados con más
audiencia estaban en manos de empresarios sin escrúpulos afines al PSOE, con
algunas artimañas indignas, ya entonces, de una democracia aceptable.
Y, efectivamente, a España no la reconocía nadie, la alfombra roja para el
retorno de la ultraderecha aznarista estaba puesta.
Johann Cruyff
decía que el problema de los españoles consistía en su incapacidad para
aprender de los errores. Cuando Pablo Iglesias mentó la bicha de la cal viva en
la parodia de investidura de Pedro Sánchez, muchos medios de comunicación
basados en el periodismo del estómago agradecido le afearon el gesto. Se ve que
la regeneración es eso, no mirar al pasado a ver qué se hizo mal. Sánchez salió
entonces a la tribuna a decir que estaba orgulloso de la herencia de González.
Como quien ha encontrado un pelo en la sopa, aguantando el vómito, la mención a
la cal viva le pareció mal, qué mejor que para empezar a regenerar España
estemos orgullosos del tipo que fue a las puertas de la cárcel de Guadalajara a
despedir a los asesinos. Quedémonos con la anécdota, dejemos el fondo para los
buitres.
El ala derecha de
la regeneración nos viene del Borgen al que aspira Ciudadanos. Centrismo del
bueno en una sociedad unifamiliar. Lástima, porque España se parece a Dinamarca
como un huevo a una castaña. Aún si Dinamarca fuera una comunidad autónoma de
un hipotético Estado Nórdico podríamos empezar a hablar. El modelo regenerativo
que persigue Albert Rivera es el de Adolfo Suárez al grito de si aquel chaval
pudo hacerlo una vez, por qué no dos. Suárez fue un camisa azul que se apartó
del régimen, pactó con el diablo para sacar adelante una constitución y acabó fundando
un partido de centro-izquierda que nunca acababa de arrancar. Coño, M., sí que
se parecen.
Si hacemos
memoria vemos que Ciudadanos se funda como una asociación cívica de gente
mayoritariamente de derechas que se define como de centro-izquierda. Son
tiempos en que el PSC apesta a catalanidad y el PP, después de haber echado a
Vidal-Quadras, no los tiene como los hay que tener. Detrás de un discurso
oficial más o menos moderado y conciliador entre culturas, la realidad es que
la mayoría de sus miembros fundadores son intelectuales muy cercanos a la
derecha española más rancia y supuran un anticatalanismo feroz. En su momento
hablan del nacionalismo excluyente catalán, pero les molestan por igual Pujol y
Maragall. En sus artículos personales, blogs y entrevistas el insulto es la
herramienta de uso más común. Arcadi Espada, Boadella, Jordi Cañas y muchos
otros son adictos al exceso verbal. La España que proponen no es plurinacional,
es una, grande y libre y sus signos de identidad son los toros y el flamenco,
de la paella no los he oído hablar.
Una vez
constituida en formación política, la asociación cívica Ciudadanos es sustituida
por un clon llamado Societat Civil Catalana. En sus bases se repiten una y otra
vez los mismos nombres. Y aquí está el quiz de la cuestión. No ha sido extraño
ver simbología y elementos de la ultraderecha española en actos auspiciados por
estas asociaciones. En su libro “Desmuntant Societat Civil Catalana” el
fotoperiodista Jordi Borràs demuestra los orígenes ultraderechistas de gran
cantidad de los miembros fundacionales de esta asociación que, en su día, ya
pertenecieron a Ciudadanos. Volvamos a la cal viva, M., cuando se evidencia la
vinculación del presidente ya dimitido de esta organización, Josep Ramon Bosch,
con el ultraderechismo, nos hemos encontrado con más reproches de manipulación
y defensa de la integridad del personaje que con una condena clara de su
ideario. El personaje del ultraderechista danés de Borgen tiene un punto
simpático, M., quizá por eso el regenerador Albert Rivera aún no ha salido a
decirnos cuánto asco le da.
Un beso.
P.S. Durante la carrera, compartí
piso con un polaco (de los de verdad) muy aficionado a la música clásica. Le
aconsejé que escuchara Catalunya Música y Radio 2. Esta última le gustaba más,
me decía, porque programaba obras más vanguardistas y menos conocidas. Charlando
un día me preguntó por qué Mahler era tan reconocido en España, que lo programaban
mucho y eso le tenía sorprendido. No es que no le gustara, es que le parecía
exagerado. Pronto caímos en que era el compositor preferido de Alfonso Guerra,
hasta en eso parecía meter la mano el tipo.
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