Querida M,
Estaba bajo la ducha y me
llegó la náusea. Fue sólo un momento, un pequeño detalle. Como si se hubieran
acumulado todas mis fuerzas en el comienzo de la garganta. Un horrible sabor se
apoderó de mi lengua y comencé a sentirla ajena al resto del cuerpo. Caí al
suelo de la bañera y me golpeé con uno de los grifos en la espalda. No sé el
daño que pudo hacerme. Cuando te estás muriendo, el desconcierto sustituye al
dolor y eso te salva. Las heridas de la muerte serían insoportables si se
quedaran sólo en heridas.
Las gotas de agua me caían
encima ya frías. Eran las mismas gotas de agua que antes, pero el trayecto
hasta mí se les hacía demasiado largo. Sonaba la radio y nadie parecía percatarse
de mi drama. Me acurruqué entre las cuatro pequeñas paredes de cerámica que se
convertirían en mi última celda y esperé. Mi hijo golpeó la puerta del lavabo
para echarme en cara el consumo de gas.
Uno de mis dedos del pie se
había encajado en el desagüe y yo yacía allí, con el agua acumulándose a mi
alrededor. Me descubrieron gracias a una broma; una de esas bromas que se
gastan en el momento menos afortunado, una de esas bromas capaces de acabar con
una buena amistad. A mi mujer se le ocurrió apagar el calentador para que el
agua saliera fría y yo abandonara de una vez el lavabo. No era extraño que me
pasara largas horas en aquel recinto que estimaba el más acogedor de la casa, pero
acabó por intrigar a todos que no se escucharan mis alarido nada más percibir
la sacudida del líquido helado. No sé por qué se nos corta la respiración ante un
cambio de temperatura radical, o no sé si esa asfixia me ataca sólo a mí, de lo
que estoy seguro es de que esa broma no tuvo nada que ver con la náusea. La
náusea había llegado antes, cuando todavía mi cuerpo era cálido.
Estaba muerto. Me encontraron
muerto y encogido por el agua que comenzaba a rebosar los bordes de la bañera.
La broma había hecho que mi último color no pudiera resultar más agradable.
Según los comentarios que escuché después, una palidez mayúscula se había
apoderado de mi piel, pero mientras todas las versiones parecían culpar de esa
tonalidad a la náusea, yo sabía bien que la culpable había sido la broma,
aquella broma que desde que se descubrió el acontecimiento nadie había vuelto a
recordar.
Los médicos certificaron una
muerte natural pero eso yo no pude verlo. Me habían cerrado los ojos. En torno
a mí se había llegado a la conclusión de que mi mirada me daba un aire
fantasmal y me habían cerrado los ojos. Cerrarle los ojos a un muerto es un
crimen mayor que matarlo. Yo veía, mi cuerpo no sentía nada, era más bien una
prisión que me impedía hacer todo aquello que estaba acostumbrado a conseguir
sin ningún esfuerzo, pero veía. Me cerraron los ojos y no pude ejercer ninguna
capacidad sobre mis párpados para volver a abrirlos. Ésa fue mi primera lección
para aprender a convivir con la angustia. Dejé de preocuparme por la tristeza
que se había sembrado en mi entorno y pasé a pensar en mí mismo y mi desgracia.
La angustia es aquello que te hace saber que ves, saber a través de la opacidad
del párpado que ves, pero que alguien con sus constantes vitales en perfecto
estado ha decidido colocar una cortina entre tu vista y el mundo, sólo por una
cuestión estética.
Al principio mi razón me
intentaba convencer de que no estaba muerto, de que se trataba de un error. De
que me sucedía como a cualquiera de esos tipos a los que se les da por muertos por
alguna paralización muy similar a la definitiva. Pero desistí pronto. Desde el
primer momento supe que mi cuerpo había caducado. Casi desde la náusea. Los
esfuerzos de mi razón vinieron después, cuando había tomado verdadera
conciencia de mi nueva condición, sin embargo siempre hubo algo que me
aseguraba que mi fin había sido aquél, que no se trataba de un fin de mentira.
Una certidumbre cruel e instintiva se encargaba de recordarme cada minuto, o
como se mida el tiempo en el nuevo orden, que la náusea había compuesto una
representación perfecta.
Pude escuchar todo lo que dijeron
de mí, que fue bueno en los grupos numerosos y malo en esas charlas íntimas,
susurradas. Me regalaron los oídos y me descubrieron todas mis miserias y todas
las miserias de quienes me descubrían mis miserias. Oí muchas mentiras. La
mentira es el peor de los vicios, todos los males se reducen a ella. Si hurgas
en cualquier acontecimiento deleznable, detrás se esconde una mentira de
aquéllas que una vez dicha ya no se pueden olvidar, ni aun siendo
desenmascarada. Y una mentira ensució mi memoria sin que yo pudiera hacer nada
por evitarlo, ni siquiera a escondidas, como en las historias de muertos que no
mueren.
Cuando ya no existes
florecen los bajos instintos. Me hizo feliz saber que me había desposado con
una persona que aún me quería. Y me encogió ¿el alma? conocer sus facetas más
humanas, las más abyectas. Yo había peleado, no está de más recordarlo, frente
a la oposición de todos mis ahora deudos por un panteón familiar y lo compré
pagándolo de mi propio bolsillo con la esperanza de que allí estaríamos unidos
para siempre. Con esa esperanza, que parece convertirse en certidumbre, de que
fuera posible no perder el contacto de la sangre de mi sangre cuando ya no
queda sangre. El día de mi entierro noté con desespero cómo me introducían en
un nicho unipersonal de los que te despiden con una foto amable en la tapa. No
me cubrió una lápida; me encerraron en un gran congelador, húmedo, dándome la
impresión, falsa, por supuesto, de que me provocaría terribles enfermedades
lumbares. Dentro tuve tiempo para conjeturas. Llegué a la conclusión de que
tras el desespero viene el pragmatismo, y de que mi familia había vendido el
panteón cuando creían que yo no me enteraba. Pero sí me enteraba, el eco del
sonido quejicoso de la losa tapiándome la salida fue lo último que escuché, lo
último que noté del mundo exterior.
Mi segundo curso de angustia
comenzó en ese mismo instante, en el interior impasible de mi nuevo hogar. Allí
el tiempo no marchaba en ninguna dirección. Mi única tarea era pensar y
convertirme en un sabio que, sin duda, ha llegado a comprender todos los
misterios de la vida y probablemente de la muerte; no son incognoscibles, sólo
hay que dedicarse a ello. Lo primero que hice fue recordarme a mí mismo,
comencé a repasar mi vida como terapia al hastío global de mi nueva existencia.
Lo supe todo, lo vi todo, no se me quedó ningún segundo sin rememorar.
Revisando mi pasado percibí todo aquello que nos inventamos y hacemos nuestro
como si hubiera sido cierto, de tanto repetirlas nos acabamos creyendo nuestras
propias mentiras. La mentira lo inunda todo, mi vida era un cúmulo de mentiras
derruidas por el repaso último, al fin veraz. Todas las heroicidades que
realicé en mi infancia y mis padres repetían una y otra vez en las reuniones
familiares no eran otra cosa que miserables actuaciones de un niño carente de gracia.
Tantas veces las oí que creía recordarlas, pero el repaso último me las
restregó por la conciencia y la vergüenza que sentí me habría sonrojado, si
pudiera.
El repaso me inhabilitó
durante unos momentos, no sé si largos o cortos. Me presentó tan mezquino como
somos todos y nos negamos a vernos. Cuando terminé decidí pensar en las cosas
en las que me recreaba normalmente. Pero fue imposible; pensé en el sexo y no
me excité, pensé en el fútbol y noté a los futbolistas envejecidos, sustituidos
por otros, ni siquiera los equipos tenían el mismo nombre, y por fin fui del
todo consciente de que la realidad se había olvidado de mí.
Y sin embargo no había
pasado tanto tiempo. Mis conocimientos adquiridos en vida, o en la otra vida,
me permitieron corroborar que sólo llevaba enterrado unos días cuando empecé a
sentir el hormigueo de la muerte. Ahí me licencié en la angustia. Comencé a
percibir mi propia descomposición. Ése fue un tiempo en el que tuve que dejar
de pensar, una oquedad en mi nueva vida de conocimiento. La angustia me obligó
a dedicar todos mis momentos a pensar únicamente en el hormigueo de la muerte.
Fue aquél mi periodo peor.
Empezaba a deleitarme en el mero ejercicio del pensamiento durante tiempo
indefinido y tuve que dejarlo. Primero fue una leve sensación. Después, con la
certeza de haber averiguado qué me estaba sucediendo, ese fenómeno copó todo mi
pequeño universo. No es algo doloroso, sólo una larga transformación, un
cosquilleo que se hace eterno y que no te deja concentrarte en nada que no sea
sentirlo. Pasada la toma de contacto con la nueva experiencia casi podía contar
cada célula de mi cuerpo que desaparecía. Era como un inmenso vaciado de mi
mismo. Como si alguien me estuviera devorando a cucharadas lentas y pacientes.
Podía sentir cada minúsculo pellizco de mi ser que se esfumaba, podía sentir mi
olor sin olfatearlo; había una presencia hedionda a mi alrededor. Los olores
son inherentes a la atmósfera y te impregnan, no es necesario respirarlos, son
visibles, palpables, el olfato es un sentido complementario.
Pronto el hormigueo de la
muerte se acompañó por escalofríos que me recorrían de arriba abajo,
horadándome. Notaba en mi interior un vaciado más voraz, mis pilares se iban
derruyendo y trozos de mi carne caían sobre otros como galerías mal apuntaladas
y el hormigueo de la muerte dio paso al asco infinito. Los túneles de nada que
crecían dentro de mí eran provocados por miles de seres cuya visión me habría
ocasionado terribles náuseas en mi otra "vida". Náuseas en plural,
náuseas repugnantes, no como la náusea.
Quería vomitar y no podía.
La imagen de los gusanos hozando flotaba por todas partes y yo ni siquiera
podía vomitar para aliviar mi asco infinito, un asco atroz que llenaba todos
los instantes y me atrapaba dentro de él sin dejar sitio a ninguna otra imagen.
Ellos trabajaban sin descanso, deslizándose, jugando a hacer carreteras en mi
interior y el asco infinito me ataba dejándoles hacer.
No puedo situar el momento
en el que el asco infinito acabó. De repente desaparecieron todos los gusanos
y, tras una breve temporada de hormigueo, no quedó nada de mí, sólo mi
esqueleto, limpio y seco, en perfecto estado para una clase de anatomía. Las
marcas de la soldadura de mi brazo izquierdo quedaron al descubierto. Y pensé
que podría huir. Pensé que el cuerpo había sido una cárcel para aquella parte
de mi yo que aún continuaba consciente, pero encerrada. Pensé que, desaparecido
el cuerpo, esta cosa que, para entendernos, podríamos llamar alma se deslizaría
entre los huesos y podría escapar.
Pero aquí sigo, adherido a
este esqueleto en un estado bastante deplorable. Y lo único que me sorprende es
que, con todo el tiempo que ha debido de pasar, el cementerio siga en su sitio
y no me hayan trasladado a otra parte. Quizá lo han hecho, los de fuera, y yo
no me he enterado. He estado tan ocupado pensando.
Y ahora sé.
Sé por qué estoy aquí; sé todo lo
que le ha sucedido a eso que podríamos denominar alma para haber superado las
etapas descritas.
Sé la
respuesta a todas las preguntas, incluida aquélla que más os intriga; la de
saber si todos los que están en los nichos que me rodean y en todos los demás
nichos y tumbas del mundo se encuentran en la misma situación que yo.
Y
por supuesto sé que no debo decírtelo.