Querida M.,
Un libro grande no es necesariamente un gran libro. Más bien al revés. No son habituales los ramalazos de genio que hacen merecer la pena a más de 500 páginas. Por desgracia, hoy vengo a decirte que me he traicionado a mí mismo; dos veces. La primera traición es esta carta, no me gusta hablar mal de libros o películas, me molestan los críticos que sólo se dedican a desanimar, me alegran el día aquellos que recomiendan con pasión lo que les gustó. Te escribo irritado, molesto por sucumbir a la necesidad de hablar mal de una novela, de hablar únicamente mal de una novela, con la intención de olvidarme de ella, de quitármela de encima. Y no lo hago por la novela en sí; lo hago por todo aquello que la ha rodeado desde el momento en que salió al mercado. Reseñas elogiosas, 160.000 ejemplares vendidos, reza la faja, recomendada por Mario Vargas Llosa, Benjamín Prado, Iñaki Gabilondo, Ignacio Martínez de Pisón… Estos dos últimos me desconciertan especialmente, por los primeros nunca tuve gran estima intelectual, pero Gabilondo siempre pareció saber de qué hablaba, y Martínez de Pisón, “Cuando acabas de leerla, sabes que has leído un clásico”, ¿en qué estaría pensando?
La segunda traición ha sido acabar de leer “Patria”, la novela de Fernando Aramburu. Por lo general, en las primeras páginas ya se sabe si nos enfrentamos a un mal escritor o no, se puede dudar y llegar a la página 30, o la 40, pero pasar de ahí a sabiendas de que lo que tengo entre manos es una porquería no lo hacía desde la adolescencia. “Tienes que leerla”, me han dicho, “me interesa tu opinión”, etcétera. Sólo puedo escudarme en la ética personal. Si quería escribirte esto hoy, necesitaba tener la certeza de haber terminado el libro. Una escena, una actuación brillante son capaces de salvarme una película; con un libro es más difícil, pero necesitaba intentarlo.
El Aramburu escritor.
“Patria” es, en esencia, una mala novela. Diría que muy mala, pero no es necesario. Su escritura es irregular hasta hartar, no se trata de que el autor utilice diversos registros narrativos, se trata de que casi todos los utiliza mal. Tiene un comienzo más o menos brillante, algunos capítulos intermedios aceptables y como 30 páginas, hacia el final, que logran transmitir alguna buena emoción. Esto se da cuando el autor se expresa en primera persona a través de aquellos personajes con los que se identifica. En esos momentos de intimidad, zozobra, sentimientos… de frases interrumpidas, conectadas por los espacios en blanco, Aramburu logra hacer vibrar algunas cuerdas. Son los pasajes en los que los personajes “buenos” dicen lo que él quiere decir y el momento en que el etarra se acerca a su redención. Es decir, Aramburu escribe bien cuando habla.
Cuando se trata de escribir, la novela pasa de mala a infame, y en ocasiones alcanza los límites de la vergüenza ajena. La primera persona de los personajes que desprecia es de todo punto insostenible. No sabe hablar por su boca así que suelta peroratas increíbles sin ningún rubor. La tercera persona narrativa es repetitiva, anticuadísima, vulgar, estomagante por lo minucioso de los detalles absurdos y, lo que es peor, en ocasiones trata al lector de imbécil extenuándolo con explicaciones inútiles sobre asuntos prescindibles; no es que sea incapaz de sugerir nada, Aramburu se muestra incapaz de suprimir nada. Mención aparte merecen los pasajes eróticos de la novela, de una puerilidad insana, su uso de la palabra polución me ha trastornado y perdurará en mi memoria largo tiempo. A pesar de todo, sin duda lo peor son los diálogos. Ningún personaje habla normal. Ni uno. Es materialmente imposible leerlos en voz alta sin sonrojarse. Entendería que me pidieras ejemplos. De los pasajes más horribles tuve tentación de tomar nota, pero según avanzaba la lectura lo fui considerando innecesario por dos razones. La primera es que se trata de un libro prestado y marcarlo supondría quedármelo y eso sí que no. La segunda es que, de verdad, puedes abrirlo por la página que quieras, casi seguro será mala.
No sé cuántas palabras o páginas pueden sobrarle a “Patria”, muchas, no comprendo cómo la editorial Tusquets no tiene un editor con criterio y unas tijeras. Pero como mínimo sé que le sobran capítulos enteros por inútiles. ¿Sabes cuando estás viendo una serie que te gusta y una semana te endosan un capítulo en el que ni pasa nada, ni lo que parece que pasa tiene valor? Pues capítulos de esos a Aramburu le nacen a mansalva. La estructura del libro no tiene mucho de particular, da saltos en el tiempo que, si son intencionados, mal (por lo que tendría de tramposo dar la sensación de que cualquier tiempo es igual a otro), y si no lo son, pues nada, allá él si le gusta así. El problema está en la cantidad de personajes de los que, sin venir a cuento, trata de dibujarnos una semblanza elaborada. Secundarios que con cuatro brochazos serían felices tienen salas enteras del museo. En este sentido, la niña del exorcista hija del director de la emisora resulta de verdad impresionante. Se intuye una cierta ansia por convertir el texto en película, el tiempo lo dirá.
De la parte literaria del libro sólo me queda hablarte un poco del argumento y los personajes. El maniqueísmo alcanza en “Patria” unas cotas difíciles de igualar en la historia de la literatura. Es más difícil discernir los buenos de los malos en una película de zombies que en “Patria”. Mordor es un vergel al lado de la localidad vasca donde transcurre la historia. No es que los abertzales sean malísimos, es que son feos (literalmente), desgraciados, infelices, bobalicones, ¡es que tienen halitosis! (literalmente). Los tonos grises aparecen, tímidos, a partir del centenar de páginas, cuando ya el lector no tiene tiempo de echarse atrás. La historia en sí no tiene un gran valor, los vascos nos la sabemos y los no vascos deberían saberla, todo ello aderezado con buenas dosis de odio, exageración, manipulación y una tendencia más que desagradable al culebrón con frases finales en las que un imperceptible tantatachán suena en nuestro cerebro. Aramburu no se deja tópico sin sacar brillo, la iglesia proetarra, el matriarcado, los de fuera, el euskera subvencionado, el folklorismo abertzale... Los tópicos tienen su razón de ser, claro, pero en "Patria" llevan el lenguaje de la época más savateriana de El País.
El ideólogo Aramburu.
De esta parte puedes prescindir, M., aunque no lo parezca, aquí empieza lo subjetivo. Vaya por delante que, como bien sabes, nunca he sido abertzale, que he tenido vecinos a los que he oído gritar con su hijo por sus algaradas nocturnas, familiares directos que me han estropeado las cenas de Navidad, amigos peperos a los que dejaban cajas de cartón vacías a la puerta de casa, he ido a un instituto público vasco en los años ochenta con El País bajo el brazo, he tenido todos los discos de Eskorbuto y de La Polla Records, he tenido un piso franco de la policía en el tercero de mi bloque, he vivido casi toda mi vida sobre un supermercado de capital francés que periódicamente hacían desalojar, hemos tenido unos amigos íntimos de los cuales la mujer tuvo que huir de su familia para casarse con un gallego, incluso unos amigos llamaron africana a mi mujer (supongo que de broma) cuando supieron que era de origen andaluz.Vaya por delante que siempre he creído que HB tuvo un enorme control social y cultural en las calles vascas, tan o más influyente que el político del PNV.
Vaya por delante todo eso, M., para decirte que Aramburu miente, como un bellaco y, casi seguro, a sabiendas. Para la historia parece haberse inspirado en el caso de Ramón Baglietto, junto al de Yoyes una de las historias más estremecedoras emocionalmente del terrorismo etarra. Aramburu lleva eso a un extremo aún más alejado (dos parejas de amigos íntimos y el hijo de uno de ellos está implicado en el asesinato de la pareja de mus de su padre). Y así es todo. Muchas de las situaciones que describe la novela parecen por completo inverosímiles (el tratamiento del hermano del etarra, homosexual y aficionado a los libros que se tiene que ir del pueblo es surreal), aún así, estaría dispuesto a aceptar que algún día, en algún lugar de Euskadi, por algún instante, pudieron suceder. Ésa es una de las grandes trampas de la novela, Aramburu nos muestra multitud de casos extremos, casi inauditos, excepcionales y los sitúa todos en el mismo pueblo, el mismo barrio, el mismo momento, haciéndonos creer que esa era la vida cotidiana. Mil verdades pueden construir una enorme mentira.
Otra trampa de “Patria” es su descontextualización. No sé si es deliberada o por ignorancia. No deseaba saberlo, pero en su biografía ya indica que Aramburu vive en Alemania desde 1985. A lo largo del libro se hace muy evidente que sólo conoce la realidad vasca a través de la prensa de Madrid. No hay cronología, para el autor la Eta de los 70, la de los 80, la de los 90, y la de sus últimos días fue siempre lo mismo. El abertzalismo y sus líderes fueron siempre los mismos. Euskadi estuvo siempre igual. Es un juntador de anécdotas de periódico para construir una realidad y da cierta sensación de haber leído algunos libros para documentar pasajes, pero de tener graves problemas de contexto real en otros muchos. Resulta muy inverosímil que, en la época que describe, Eta asesinara a un pequeño empresario, euskaldun y apolítico por un malentendido con el importe del impuesto revolucionario. Resulta aún más increíble que el lehendakari Ardanza no asistiera al entierro. Y resulta delirante que asistieran algunos políticos del “espectro constitucionalista” en los años en que el PNV gobernaba con Rosa Díez. Si alguien sale con la excusa de que se trata de una novela, Aramburu se encarga de desmentirle en el capítulo en que integra como personaje a Manuel Zamarreño. En ese instante el autor nos asegura que eso que cuenta es la verdad, un enorme fresco de una realidad extenuante.
Leyendo “Patria” es imposible no acordarse de Bernardo Atxaga y su maravillosa “Hijo del acordeonista” o de la película “La muerte de Mikel”. A pesar de lo que dice Aramburu hay mucha obra magnífica sobre la realidad vasca durante esos años, hecha en euskera y en castellano. El trato que da Aramburu al racismo, a la homosexualidad, a los inmigrantes, está fuera de lugar, lo traslada de una época a otra sin vergüenza que lo detenga porque en este libro todos los tiempos son iguales. El trato que le da al euskera en el libro, a los escritores en lengua vasca, a los periodistas, al Egin y el Diario Vasco, al rock radical vasco (lo nombra de pasada una vez aún siendo fundamental esos años, tan inexistente para él como para la prensa en la que se ha basado), a todo aquello que huela a euskaldun y, por tanto, a nacionalista, tiene un permanente aroma de desprecio, un revelador tufillo de suficiencia. Los idiomas son usados en ocasiones como arma dialéctica y hay uno mejor que el otro. Las patrias son como las religiones, M., los que tienen una no la sueltan y los que no tenemos ninguna nos tragamos las de los demás. En “Patria” no existe España, sí unos españoles casi beatíficos, pero no España, que no entra en la ecuación, no vaya a ser que pudiéramos confundirnos y llegar a creer que el autor se debe a otro patriotismo diferente. En "Patria" no existe el PNV.
Acabo M., incapaz de comprender qué han visto algunas mentes preclaras en este libro sin valor alguno. No me entra en la cabeza. Sólo la lamentable situación cultural y política en la que está inmersa España puede explicar que traten de colarnos este folletín como literatura. Sólo la profunda crisis que vive nuestra prensa escrita en manos de energúmenos y desalmados puede explicar que este libro haya pasado el mínimo filtro de calidad. “Patria” no se parece a las películas de Imanol Uribe ni a los libros de Atxaga o Saizarbitoria, se parece al tostón ése que escribió Rafael Vera y del que hicieron una serie para Tele5. Cielo, Aramburu no ha escrito la gran novela vasca contemporánea, ni un clásico. Ha escrito el culebrón del odio contenido y la humillación del vencido. Eta no siempre fue lo mismo, aunque nunca tuviera razón. Eta supo una cosa desde el primer día, luchaban para perder y perdieron. Desde su atalaya de vencedor Aramburu les obliga a pedir perdón, les arrodilla, les hace firmar el tratado de Versalles y, a pesar del lloriqueante final, no tengo muy claro que haya perdonado.
Un beso.
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