Querida M,
Aunque sale poco
de casa, una vez cada quince días, John Trollope se encamina hacia la
lavandería. Atraviesa un par de manzanas y esas calles son más negras y brillantes.
Hace dos semanas
que estoy en Taifa y, cada día, cuando salgo de la parada de Joanic, cambio la
música que estoy escuchando por esta canción, “Hamabostean behin”, de Ruper Ordorika,
y sus escasos cuatro minutos me acompañan hasta que doblo el Canigó. La
escuché por primera vez en clase de euskara, en el instituto.
Mientras gira a
la izquierda en el edificio de Correos, John Trollope se acuerda de su sala de
estar. Hay tiendas griegas, un billar, hospitales, pero él piensa en su sala de
estar.
“Hamabostean
behin” es una de esas canciones extremas, perfectas, una de esas poquísimas
canciones que no debería terminar nunca pero que se estropearía si fuera
diez segundos más larga. A Ruper Ordorika no era difícil verlo pasar con su
bicicleta en dirección al parque de La Florida, donde la biblioteca. Ajeno a
la moda del rock radical, se empeñaba en construir hermosas melodías y poner
música a los versos de Bernardo Atxaga y Joseba Sarrionandia. No sé a partir de
cuándo, se hacía acompañar por una banda llamada los “mugalaris”. Aquellas
clases de euskara en el instituto fueron las primeras que recibí en mi vida.
Recuerdo que utilizábamos un diccionario llamado "Bi Mila" y que nos hacía mucha
gracia que la definición de mugalari dijera algo así: persona que ayuda a
cruzar la frontera de forma clandestina y que por el bien de nuestra sociedad
debería desaparecer.
John Trollope
sigue la línea de la acera para regresar a su casa. Se acuerda de su sala de
estar, conoce cada rincón de su sala de estar y, una vez en ella, siente la
nostalgia de su paseo, del paseo que da una vez cada quince días.
Mi hermano fue
uno de los últimos que aún estudió francés cuando a mí no me dejaban estudiar
euskara. Un día apareció con una cinta de casete de George Moustaki, se llamaba “Declaration”
y me la hacía escuchar mientras me traducía las letras. “Yo declaro el estado
de felicidad permanente”, comenzaba. Me acabó gustando, mucho, hasta hoy, que
leo que ha muerto y siento que hace tiempo que lo abandoné a su suerte. Las
canciones de Ruper transcurren... como si hacerlas fuera la tarea más natural y
sencilla del mundo; como las de Moustaki.
Matar un idioma
es muy difícil; dejarlo moribundo en el suelo, sanguinolento, es más sencillo y
tiende al sadismo. Basta con dejarlo en la escuela a merced de un idioma más
poderoso que lo golpee. Quizá por eso ya no quedan hermanos mayores que
obliguen a escuchar a Moustaki, o a Jacques Brel a los hermanos pequeños. Quizá por eso
mi euskara se tambalea esperando un último asalto.
Tenemos en el escaparate
de Taifa el libro de Sarrionandia “Som com moros dins la boira?”. Ayer me dijo
la representante de la editorial Pamiela que pronto tendría una reimpresión y
me enviaría un ejemplar de la traducción castellana. A través de ese libro ingente e
inabarcable se suceden las páginas con la sensación de que es el último libro
que nos queda por leer. Es difícil recomendarlo porque asusta, pero lo
mantenemos ahí por si alguien desea acometer la empresa de la eterna
fascinación. Estar en Taifa es un poco eso, ser un moro entre la niebla.
La única vez que
me atracaron en Vitoria, un yonqui me puso contra una pared mientras me apretaba
el cuello con el brazo. Con infinita inocencia me pidió todo mi dinero,
ignorante de que a un adolescente que regresaba a su casa por la Zapa, a esas
horas, ya no podía quedarle un duro. Constatado el hecho de mi pobreza, me
registró los bolsillos y sacó un casete de Moustaki de mi cazadora. Lo miró y
me preguntó: “¿esto qué es?”, y yo le dije que un cantautor francés (no
discutiremos ahora de nacionalidades). El volvió a mirarlo e insistió: “una puta
mierda, ¿no?”. Y yo, en aquel contexto, oportuno y traidor, le contesté que sí.
Un beso.
R.
P.S. Hace unos
años Radio San Sebastián organizó un concurso para premiar a la mejor
Radionovela y ganó una obra que explicaba la historia del John Trollope de la
canción. John Trollope, además, es el ídolo de un pequeño equipo de fútbol
inglés que nunca ha jugado la Premier, el Swindon Town, una pequeña ciudad a
medio camino entre Bristol y Malborough, la de Mambrú. John Trollope fue veinte
años consecutivos jugador de ese club y después de retirarse se convirtió en el
entrenador.