Querida
M,
- Siéntese.
Lo
miró de arriba abajo mientras hacía el ademán de apartar la silla y sentarse.
Una llamada del jefe a su despacho y una incitación a la comodidad no suele
traer nada bueno.
- ¿Tiene alguna idea de por qué le he
mandado llamar? –le preguntó a la vez que alargaba la mano por encima de la
mesa para estrechársela.
- No –contestó-. La verdad es que no puedo
imaginar...
- Mire, Rafael, porque ¿le puedo llamar
Rafael, verdad? –el otro asintió con un gesto demasiado leve para ser
convincente-, pues bien, mire, Rafael, ya sabe usted que a mí me gusta tratar a
mis empleados de tanto en tanto, para conocerles, saber cuáles son sus problemas,
sus impresiones…-malo. En estos casos, si no hay intención de derivar en un
agrio desenlace, las frases introductorias son, cuando menos, tranquilizadoras.
Rafael
siguió escuchando sin prestar atención. No porque no le interesara lo que oía,
sino porque era incapaz de concentrarse en lo que le estaba intentando explicar
su jefe. Le miraba a los labios, pero tenía la cabeza en otra parte.
-
…A mí me parece una actitud coherente, ¿no cree?
- Sí. Por supuesto –respondió Rafael sin
titubear.
- Lleva usted muchos años con nosotros y,
por lo que a mí respecta, su labor ha sido intachable y, cómo diría…, no quiero
decirle que es usted un trabajador ejemplar, pero sí que, hasta ahora, no le ha
ocasionado usted a la empresa ningún conflicto. Más bien al contrario... ¿sigue
usted sin percatarse de por qué está aquí ahora?
Rafael
dudó un momento. Los elogios habían suavizado la situación e intentaba recordar
si había surgido alguna vacante en un puesto de mayor responsabilidad. No
recordaba.
- Bueno, como acaba usted de decir… le
gusta conocer mejor a sus empleados –le respondió sin un ápice de ironía en la
voz.
- Sí, sí, claro, pero no es sólo eso, hay
muchos momentos para conversar entre nosotros sin necesidad de estas
formalidades, nos conocemos desde hace bastante tiempo –No tanto, pensó Rafael,
ese hombre no llevaba en la empresa más de año y medio. Intentaba calcular,
pero no acababa de cuadrar las fechas-. Verá –continuó-, usted ya sabe que las
normas de esta casa no son especialmente rígidas en cuanto a la disciplina para
con los empleados –miró a Rafael a los ojos para comprobar si asentía; Rafael
procuró mantener el rostro firme, sin ningún aspaviento, eso provocó una pausa
de autoconvencimiento en su interlocutor-. Nunca hemos sido estrictos a la hora
de los horarios… no hemos investigado con demasiado celo las tarjetas de
fichar. No creo que hayamos sido rígidos para conceder permisos, ni creo que
hayamos escatimado gastos a la hora de conseguir material de oficina, ¿cierto?
–sonrió antes de decir- Le aseguro que sus correos electrónicos son
completamente privados –la sonrisa derivó en una risita cómplice al tiempo que
Rafael reprimía una mueca de incredulidad-. Sin embargo, usted ya sabe que la
empresa inició hace unos meses una campaña de concienciación entre los
empleados para evitar, sobre todo, el despilfarro.
-
Sí. –interrumpió Rafael-, todos estamos al corriente, pero no creo que yo…
- Entiéndame bien, Rafael. Creo que dejamos
muy claro que no se trataba de una campaña de restricciones, sino de que vieran
ustedes la necesidad de que el buen uso de cuanto ponemos en sus manos es una
garantía para evitarnos problemas en el futuro.
- Ya, ya, y así lo entiendo yo también,
señor… -Dios, estaba en blanco, se le había ido el nombre-… Sanjuán.
- Sanjuán –dijo a un tiempo Isidro Sanjuán,
el nuevo responsable de recursos humanos-. Pero llámeme Isidro, hombre, que
hace años que nos conocemos.
- Sí, sí, señor Isidro, que yo también lo
entiendo se esa forma.
- Pues no lo parece –y volvió a sonreír al
tiempo que a Rafael un hachazo le cruzaba la cara.
- No entiendo –acertó a decir, el temblor,
le había llegado el temblor.
- Tranquilo, hombre. No vaya usted a
preocuparse, tampoco es tan grave. No piense que le estamos investigando ni
nada por el estilo. Sólo es que, haciendo números, hemos descubierto un curioso
fenómeno del que parece ser que usted podría darnos alguna explicación.
- Si puedo ayudar en algo… -respondió
Rafael intentado recomponer el rictus.
- Yo creo que sí. Todos los caminos nos conducen
a usted. Bueno, en realidad no hay tantos caminos. De hecho sólo hay uno, pero
conduce a usted.
- Yo… debo de tener enemigos, no lo
comprendo.
- Hombre de Dios. Qué va a tener usted
enemigos. Tranquilícese y verá cómo hallamos una solución, es un asunto mucho
más rutinario de lo que usted se imagina.
- Llevo una vida tranquila, no me gustan
las complicaciones…
- Como usted sabrá –proseguía Sanjuán-, la
empresa genera mucho correo comercial y eso es algo que, hasta ahora, se
tramitaba sin demasiados miramientos, es algo normal, un gasto necesario.
-
Sé que no me relaciono demasiado con los compañeros, pero siempre he pensado
que a la larga eso me evitaría muchos problemas…
-
¡Por Dios! – se exasperó Sanjuán-. No tiene nada que ver con los compañeros.
¡Son los certificados! –Rafael enmudeció de golpe. Se hizo una larga pausa,
pero el silencio, lejos de ser incómodo, sirvió para relajar el ambiente, no a
Rafael, en un estado de estupor tan culpable que lo sumía en la más profunda
indefensión-. Veo que podríamos empezar a entendernos.
-
No pensaba que los certificados pudieran tener tanta importancia –balbuceó
Rafael.
- En
teoría no –siguió Isidro Sanjuán-. En principio, la mayoría del correo que
genera la empresa es normal y corriente, propaganda, publicidad o envíos
informativos a nuestros clientes. El correo certificado está reservado en
exclusiva a documentos de mucha mayor relevancia y en este sentido somos una
empresa modesta, no generamos tantos documentos cuya entrega al destinatario sea
una cuestión de vida o muerte. Con la valija interna tenemos más que de sobra
para ciertas cosas. Así que los certificados tienen importancia… cuando los
pagamos nosotros.
-
Entiendo –Rafael iba sumergiendo la cabeza en sus hombros esperando
acontecimientos, buscando excusas.
-
Resulta que en los últimos meses ha habido un incremento muy espectacular del
envío de correos certificados por parte de nuestra empresa a dos direcciones en
particular, aunque a diferentes nombres que no tengo el gusto de conocer. Le
repito que no le hemos investigado, pero comprenderá que no nos ha resultado
difícil averiguar que ambas direcciones tienen mucho que ver con usted en su
vida privada.
La
palidez de Rafael delataba su deseo de extender los brazos y dejarse esposar,
Sanjuán seguía, machacándolo.
-
Se ha enviado usted a sí mismo más de un certificado diario durante los últimos
tres meses. Algo que sin ser un gran desfalco para a la empresa, sí que supone
un gasto preocupante de cara al futuro. Además hay otra cosa…
Rafael
abrió de nuevo los ojos de forma desmesurada.
- Uno no se envía cartas a su domicilio sin
ningún motivo. No le hemos investigado, pero sí que hemos intentado averiguar
qué tipo de documentos son los que usted tiene tanto interés en conseguir sin
ser visto –Rafael pareció respirar aliviado al oír eso, mientras, un
todopoderoso Sanjuán seguía jugando a detective-. Por más vueltas que hemos
dado, no conseguimos saber qué le puede interesar tanto de nosotros. No hace usted
demasiadas fotocopias, no tiene acceso a documentación trascendente, no
corretea por los pasillos, no trata con los compañeros por lo que no debe de
enterarse de ningún cotilleo interno… Por el amor de Dios, me quiere decir ¿qué
coño es lo que llega a su casa a nuestra costa?
Rafael
bajó los ojos un poco más y dijo:
- Es por los adhesivos.
-
¿Perdón?
-
Es por los adhesivos –repitió-. Las etiquetas. Necesito las etiquetas. Hace
meses que me compré un congelador nuevo.
-
¿Y eso qué tiene que ver? –preguntó Sanjuán cuando pudo cerrar la boca.
-
Al principio no le di importancia. Pero con el tiempo descubrí que me resultaba
imposible saber lo que había en cada paquete. Así que comencé a descongelar
alimentos que no me hacían falta y que se me acababan estropeando –La candidez
en los ojos de Rafael habría desarmado a cualquiera-. Así es como decidí que
debía etiquetar los paquetes.
Isidro
Sanjuán se pasó una mano por la frente como para secarse un sudor imaginario.
Respiró hondo para adaptarse a la nueva situación y continuó preguntando.
-
¿Me está usted diciendo que se envía por correo certificado los adhesivos de
etiquetas de la empresa para sus paquetes de congelados? ¿No podía llevárselos
bajo el brazo como todo el mundo?
-
¡Oh, no! –Rió el empleado, cada vez más liberado de su carga-. No me ha
entendido usted. Eso fue lo primero que hice. Pero no funcionó. Los adhesivos
que utilizamos nosotros no pegan. Se desprenden tanto del papel de aluminio
como de las bolsas de congelación. He probado con todas las marcas del mercado
y ninguna me iba bien. Siempre acababa con el congelador lleno de paquetes sin
identificar y adhesivos desperdigados. Hasta que –se acercó al rostro de su
jefe bajando el tono de voz- descubrí lo de los certificados…
Isidro
Sanjuán creyó percibir una mirada de loco tras la sonrisa de su subordinado. Su
rostro reflejaba un desconcierto tal que Rafael Cabello prosiguió como si
alguien le hubiera dado cuerda por la espalda.
-
Un día recibí una reclamación del impuesto municipal por correo certificado y
me percaté de que en el sobre, se quedaba una copia del adhesivo para la firma
como el que se lleva el cartero. Me dio por probar y… ¡voilá! Mano se santo.
Esa etiqueta resiste a la humedad y las bajas temperaturas como si hubiera
nacido en el polo –Rafael parecía poseído por una felicidad inmensa.
-
¿Entonces, los certificados?
-
Van vacíos –insistió Rafael con displicencia, como si Isidro no demostrara
estar a la altura de las circunstancias para comprender la realidad. Volvió a
acercarse al rostro de su jefe para susurrarle-: El valor está en el sobre. A
veces, si el paquete no es muy grande, puedo utilizar también los dos pequeños
adhesivos que rodean la etiqueta.
Se
hizo un silencio ambiguo en el despacho. Rafael estaba ligero bajo la capa de
sinceridad que flotaba en el aire, sin embargo, Isidro notaba que el techo
estaba unos centímetros más bajo que antes de la reunión. La espera fue
desdibujando la sonrisa de Rafael y eso permitió a Isidro recomponer algo el
gesto, recolocarse la americana y erguirse un poco en el sillón. Sacudió la
cabeza como si hubiera llegado al final de un asalto de boxeo y volvió a
preguntar:
- ¿Y me puede usted explicar por qué no
intentó conseguir ese tipo de adhesivos de otra manera? Pudo usted ponerse en
contacto con la empresa que los fabrica.
Rafael
perdió de nuevo el buen humor. Con gesto serio, sintiendo que intentaba hablar
ante un auditorio que no cesaba de abuchearle, insistió:
-
Pero, ¿por quién me toma? ¿Usted sabe el grado de desesperación que se puede
llegar a alcanzar cuando tienes un congelador que te ocupa un espacio enorme y
se te estropean la mitad de las cosas por una tontería… burocrática? ¿De verdad
cree que no lo he intentado todo antes de tener que recurrir a un método tan
trabajoso? Claro que hablé con esa empresa –se relajó, y con esa infinita calma
digna dijo: Insistí de todas las maneras que pude, ofrecí mucho más dinero del
que valían, pero sólo venden al por mayor. Así que me quiere usted decir ¿para
qué quiero yo cincuenta cajas con cincuenta rollos de mil adhesivos cada una?
Un
beso, y feliz aniversario.
R.