dilluns, 7 de gener del 2013

Clarence Williamson

Querida M,
Cada tarde, C. L.  Williamson esperaba al sexto tañido de la campana de la iglesia y dejaba de trabajar en ese preciso instante. No era C. L. hombre de ponerse la chaqueta y largarse dejando la tronzadora incrustada en un tronco de trijón. Se trataba, más bien, de un juego que jugaba consigo mismo. Media hora antes de las seis su mente dirigía todos sus esfuerzos al objetivo de dejar las cosas listas y en perfecto orden para el momento en que la campana comenzara a sonar. Y algunas veces le gustaba perder, y reconocerse en el perdedor a quien se le han quedado las herramientas esparcidas por el suelo.
Un par de días a la semana C. L. se dejaba caer por la hamburguesería Creeds y hacía un poco de vida social. Los Creeds alimentaban a la población de Bettendorf desde un tiempo que ningún ciudadano actual podría recordar. Corría ahora el rumor de que el futuro del negocio peligraba por una descendencia poco dispuesta. C. L. se sentaba siempre en una mesa del centro del comedor y aprovechaba para comentar a los clientes que pasaban por allí cómo iban sus encargos pendientes y para pactar futuros trabajos con aquéllos a quienes les costaba acercarse a la carpintería. También eran los únicos días que no tenía que prepararse la cena.
Aquella tarde la hamburguesería estaba a pleno rendimiento. El humo y el vapor generaban un delicado ambiente de embriaguez y los últimos en entrar fueron Stuart y su hermana Maggie Cooper. Por un momento pareció que la música había dejado de sonar, aunque en realidad esos segundos sólo se detuvo el murmullo de las voces y la música de la máquina de discos era lo único que se escuchaba. Se sentaron dos mesas más allá de C. L. y le dirigieron un tímido saludo al pasar. Al rato, el carpintero se levantó con su jarra de cerveza en la mano y, más jovial que de costumbre, se acercó a ellos para preguntarle a Maggie si le gustaba la cómoda que le acababa de hacer. Y ella, mirando hacia otro lado, le contestó que sí, y el murmullo volvió a callar, y volvió a sonar, porque sólo C. L. Williamson desconocía el embarazo de Maggie.
Se había convertido en costumbre que Stuart se emborrachara al poco tiempo de entrar y que, en el momento en que comenzaba a ponerse irascible, el sheriff tuviera que ponerlo de patitas en la calle. Maggie lo seguía cabizbaja, acompañando a su hermano como si se tratara de un marido engañado. El sheriff le soltaba un rapapolvo a la puerta del local y lo mandaba para casa. Stuart bebía hasta que no podía concentrase en las miradas de los demás hombres del comedor, escudriñando entre sus cejas buscando culpables.
Cuando la barriga de Maggie fue difícil de disimular, Stuart pasó de arrastrarla por las calles a dejarla en casa ocultando su vergüenza. Las cosas se fueron acomodando y Stuart aguantaba unas horas más en los Creeds antes de caer. No daba por imposible hallar al amante de su hermana, pero se le acababan las líneas de investigación. Hasta que un día C. L. volvió a sentirse jovial y decidió acercarse a él para preguntarle por la continuada ausencia de Maggie, por su salud, por si le pasaba algo. Y el murmullo volvió a silenciarse y todas las miradas apuntaron al carpintero y Stuart leyó en ellas la frase “ahí tienes a tu hombre”. Y su mente recobró un antiguo vigor y comenzó a unir unos hilos cada vez más gruesos. Pero… ¿C. L.?
Cuando el sopor comenzó a dibujarse en la cara de Stuart, el sheriff lo aompañó de nuevo a la calle. “No hagas ninguna tontería Stuart”, “sabes que todos estamos contigo”. Pero a partir de ese día la mente del mayor de los Cooper no tenía pensamientos para nada más. Las frases se agolpaban en su cabeza y el resto de la gente parecía decírselas con los labios cerrados. Como Maggie, C. L. Williamson es un solitario. Nadie le conoce amoríos. No tiene amigos. ¿Qué hace a partir de las seis? Maggie asistía a este proceso de enajenación sin dejar de engordar, sin mediar más palabras con su hermano que las precisas para sobrevivir. Y un día, pasaba Stuart los dedos por la cómoda que C. L.  había instalado en la habitación de Maggie y notó en ella las formas de un grabado. Se agachó para mirarlo de cerca y era un corazón.
Por fin, llegó el momento en que Stuart Cooper se comió una hamburguesa acompañada de un refresco. El murmullo de esa tarde era más tenue y los parroquianos presentes aprovechaban la ausencia de C. L. para lanzar sus miradas más elocuentes. Debía mantener la cabeza fría porque había llegado el día en que todo debía aclararse. Cuando el sheriff, al irse, pasó por su lado, aprovechó para repetirle que todos estaban con él, y eso lo espoleó. Permaneció en el local un rato más e hizo bromas con sus viejos amigos. Se levantó, se puso el sombrero y salió hacia la casa de C. L. Williamson.
No se veía luz dentro. Aplastó la nariz contra la puerta y miró a su alrededor. Estaba sereno y liberado como hacía tanto que no se sentía… Respiró. Todo su sufrimiento estaba a punto de terminar. Hablaría con él. Le sacaría la verdad y le pediría responsabilidades. En el fondo, C. L. era un buen hombre. Parecía como si de repente la bruma que lo había envuelto durante semanas se hubiera disuelto; ya no estaba allí. Hizo sonar la campanilla y se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Entró y buscó un interruptor para encender la luz mientras preguntaba con cierta timidez “¿Clarence, estás aquí?”. Aprovechando la poca claridad que entraba desde la calle trató de avanzar por el recibidor, pero no pudo. Sus pies chocaron contra el cuerpo ensangrentado del carpintero y cayó sobre él. Gritó. Se incorporó y trató de reanimar el cadáver moviéndolo cogido por los hombros. Hasta que unas potentes luces y las voces del sheriff y sus ayudantes completaron su desconcierto: “levanta las manos, Stuart”.
Un beso.
R.

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