Querida M,
Cada tarde, C. L. Williamson esperaba al sexto tañido de la
campana de la iglesia y dejaba de trabajar en ese preciso instante. No era C.
L. hombre de ponerse la chaqueta y largarse dejando la tronzadora incrustada en
un tronco de trijón. Se trataba, más bien, de un juego que jugaba consigo
mismo. Media hora antes de las seis su mente dirigía todos sus esfuerzos al
objetivo de dejar las cosas listas y en perfecto orden para el momento en que
la campana comenzara a sonar. Y algunas veces le gustaba perder, y reconocerse
en el perdedor a quien se le han quedado las herramientas esparcidas por el
suelo.
Un par de días a la semana
C. L. se dejaba caer por la hamburguesería Creeds y hacía un poco de vida
social. Los Creeds alimentaban a la población de Bettendorf desde un tiempo que
ningún ciudadano actual podría recordar. Corría ahora el rumor de que el futuro
del negocio peligraba por una descendencia poco dispuesta. C. L. se sentaba
siempre en una mesa del centro del comedor y aprovechaba para comentar a los clientes
que pasaban por allí cómo iban sus encargos pendientes y para pactar futuros trabajos
con aquéllos a quienes les costaba acercarse a la carpintería. También eran los
únicos días que no tenía que prepararse la cena.
Aquella tarde la
hamburguesería estaba a pleno rendimiento. El humo y el vapor generaban un
delicado ambiente de embriaguez y los últimos en entrar fueron Stuart y su
hermana Maggie Cooper. Por un momento pareció que la música había dejado de
sonar, aunque en realidad esos segundos sólo se detuvo el murmullo de las voces
y la música de la máquina de discos era lo único que se escuchaba. Se sentaron
dos mesas más allá de C. L. y le dirigieron un tímido saludo al pasar. Al rato,
el carpintero se levantó con su jarra de cerveza en la mano y, más jovial que
de costumbre, se acercó a ellos para preguntarle a Maggie si le gustaba la
cómoda que le acababa de hacer. Y ella, mirando hacia otro lado, le contestó
que sí, y el murmullo volvió a callar, y volvió a sonar, porque sólo C. L. Williamson
desconocía el embarazo de Maggie.
Se había convertido en
costumbre que Stuart se emborrachara al poco tiempo de entrar y que, en el
momento en que comenzaba a ponerse irascible, el sheriff tuviera que ponerlo de
patitas en la calle. Maggie lo seguía cabizbaja, acompañando a su hermano como
si se tratara de un marido engañado. El sheriff le soltaba un rapapolvo a la
puerta del local y lo mandaba para casa. Stuart bebía hasta que no podía
concentrase en las miradas de los demás hombres del comedor, escudriñando entre
sus cejas buscando culpables.
Cuando la barriga de Maggie
fue difícil de disimular, Stuart pasó de arrastrarla por las calles a dejarla
en casa ocultando su vergüenza. Las cosas se fueron acomodando y Stuart
aguantaba unas horas más en los Creeds antes de caer. No daba por imposible
hallar al amante de su hermana, pero se le acababan las líneas de investigación.
Hasta que un día C. L. volvió a sentirse jovial y decidió acercarse a él para
preguntarle por la continuada ausencia de Maggie, por su salud, por si le
pasaba algo. Y el murmullo volvió a silenciarse y todas las miradas apuntaron
al carpintero y Stuart leyó en ellas la frase “ahí tienes a tu hombre”. Y su
mente recobró un antiguo vigor y comenzó a unir unos hilos cada vez más
gruesos. Pero… ¿C. L.?
Cuando el sopor comenzó a
dibujarse en la cara de Stuart, el sheriff lo aompañó de nuevo a la calle. “No
hagas ninguna tontería Stuart”, “sabes que todos estamos contigo”. Pero a
partir de ese día la mente del mayor de los Cooper no tenía pensamientos para
nada más. Las frases se agolpaban en su cabeza y el resto de la gente parecía
decírselas con los labios cerrados. Como Maggie, C. L. Williamson es un
solitario. Nadie le conoce amoríos. No tiene amigos. ¿Qué hace a partir de las
seis? Maggie asistía a este proceso de enajenación sin dejar de engordar, sin
mediar más palabras con su hermano que las precisas para sobrevivir. Y un día, pasaba
Stuart los dedos por la cómoda que C. L.
había instalado en la habitación de Maggie y notó en ella las formas de
un grabado. Se agachó para mirarlo de cerca y era un corazón.
Por fin, llegó el momento
en que Stuart Cooper se comió una hamburguesa acompañada de un refresco. El
murmullo de esa tarde era más tenue y los parroquianos presentes aprovechaban
la ausencia de C. L. para lanzar sus miradas más elocuentes. Debía mantener la
cabeza fría porque había llegado el día en que todo debía aclararse. Cuando el
sheriff, al irse, pasó por su lado, aprovechó para repetirle que todos estaban
con él, y eso lo espoleó. Permaneció en el local un rato más e hizo bromas con
sus viejos amigos. Se levantó, se puso el sombrero y salió hacia la casa de C.
L. Williamson.
No se veía luz dentro.
Aplastó la nariz contra la puerta y miró a su alrededor. Estaba sereno y liberado
como hacía tanto que no se sentía… Respiró. Todo su sufrimiento estaba a punto
de terminar. Hablaría con él. Le sacaría la verdad y le pediría responsabilidades.
En el fondo, C. L. era un buen hombre. Parecía como si de repente la bruma que
lo había envuelto durante semanas se hubiera disuelto; ya no estaba allí. Hizo
sonar la campanilla y se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Entró y
buscó un interruptor para encender la luz mientras preguntaba con cierta
timidez “¿Clarence, estás aquí?”. Aprovechando la poca claridad que entraba
desde la calle trató de avanzar por el recibidor, pero no pudo. Sus pies
chocaron contra el cuerpo ensangrentado del carpintero y cayó sobre él. Gritó.
Se incorporó y trató de reanimar el cadáver moviéndolo cogido por los hombros.
Hasta que unas potentes luces y las voces del sheriff y sus ayudantes
completaron su desconcierto: “levanta las manos, Stuart”.
Un beso.
R.
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