dilluns, 14 de gener del 2013

Espinas clavadas

Querida M,
Hay problemas de clasificación que se reproducen en todas las librerías, resolviéndolos cada uno a su manera sin que una sea más correcta que otra. He visto los mismos libros de Kapuscinski en secciones de comunicación, antropología, viajes o política, a Chejov unido o separado de sí mismo porque en castellano comienza con C y en catalán con T. He visto a Castaneda en antropología y colecciones elitistas en bolsillo. Otro problema habitual consiste en decidir dónde van las traducciones castellanas de libros escritos en gallego, catalán o euskara. He trabajado en tres modelos distintos de librería y en los tres resolvimos el tema de forma distinta.
Hace ya muchos años tenía esas traducciones en las estanterías de literatura española porque la rotulación de las traducciones decía “literatura extranjera” y admitía suspicacias y porque, todo hay que decirlo, no eran muchos libros y la mayoría estaban publicados por Anagrama o Ediciones B en sus colecciones de literatura hispánica. Una tarde, poco antes de cerrar, entró un cliente más o menos habitual con un amigo al que se ve que le quería recomendar un libro. Estuvo buscando un rato hasta que lo encontró, era el Obabakoak de Bernardo Atxaga publicado por Ediciones B en su colección Ficcionario.
Le enseñó el libro a su amigo y al momento giró hacia mí y me llamó. Me acerqué y me preguntó por qué una traducción del euskara estaba como literatura española. En condiciones normales me habría parecido un tema interesante de conversación, pero siempre me ha molestado que los clientes me digan cómo y dónde tengo que colocar los libros (eso no sólo me pasa a mí, ya lo sabes), así que le contesté en tono condescendiente que la colección que lo publicaba era de literatura española. Él, delante de su amigo, insistió en que era literatura vasca y no española y yo le dije que tampoco era literatura extranjera y que no tenía sección de literatura vasca y que (entonces me puse aún un poco más pedante), en el caso de ese libro en particular, el mismo Atxaga había reconocido que lo había reescrito en castellano, como si no fuera una traducción.
La cosa acabó ahí. Después, como siempre M., me venció el sentimiento de culpa y me arrepentí del trato injusto que le di. Pensé que la siguiente vez que viniera me acercaría a disculparme y a darle las mismas explicaciones pero de otra manera. Aquel hombre que defendía la particularidad de la literatura vasca en una librería de Barcelona había sido educado en sus apreciaciones y sólo mi mala leche del instante enturbió la conversación. No tuve oportunidad. Aquel cliente, más o menos habitual, era Ernest Lluch y fue asesinado una semana después.
Años más tarde trabé amistad con un amigo de uno de los encarcelados por aquel asesinato. Pero esa es otra historia, otro drama, para otra ocasión, quizás para nunca.
Un beso.
R.
P.S. Corrigiendo este texto me vi a mí mismo llorando en el sofá el día que asesinaron a Fernando Buesa. Como tantos otros de mi generación había odiado a Fernando Buesa mucho tiempo, a lo que representaba dentro de su partido, y había aprendido a odiarlo porque no es justo decir que me lo enseñaron. Viendo su cadáver en el suelo me preguntaba cuánto había contribuido mi odio y el de otros muchos a matarlo. Y por muy ínfimo que fuera el porcentaje me cuesta asimilarlo.

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