divendres, 11 de gener del 2013

El traductor gandul

Querida M,
Hay quien se toma un trabajo extraordinario en demostrar su holgazanería. Personas que se pasan la vida urdiendo planes con los que ahorrarse esfuerzos. Conocí a un tipo así, hace muchos años, en uno de mis últimos viajes. Ayer me enteré por el diario de que había sido ejecutado. Sólo ponía sus iniciales, no sé por qué, aún así supe de inmediato que era él. Trato de recordar su nombre, pero no lo consigo.
Nos conocimos en unas jornadas internacionales sobre traducción. Yo estaba allí de acompañante y no me interesaban demasiado las conferencias, además de no entender a la mayoría de los conferenciantes. Me lo encontré en el bar y me dijo que a él tampoco le interesaban, que estaba allí porque le habían obligado. Le pregunté a qué se dedicaba y me contestó que era traductor, y me contó su historia.
Me explicó que en su país, después de la revolución, todos los jóvenes pasaban un test de aptitud, para saber a qué debían dedicarse. Él rellenó los formularios, hizo las pruebas y el psicólogo del régimen imprimió una hoja con los resultados que le había dado el software: sería traductor. Él había aprendido nuestro idioma con una institutriz que le educó cuando niño, no le había costado ningún trabajo, así que pensaba que lo que en verdad habían detectado las pruebas era su irrefrenable tendencia a la vagancia. La máquina, creía él, debió de concluir que al saber otro idioma y no aparentar ganas de trabajar, lo mejor era dedicarle a la tarea que más sencilla podría resultarle. Y era así como había acabado en aquellas jornadas.
Le comenté que, de todas formas, bien podría aprender alguna cosa útil con las charlas y me miró con estupor, “¿yo?”, me dijo, “si casi todo lo hago con la traducción automática”. Me explicó que los primeros meses de su profesión los había dedicado al diseño de un programa que le permitiera crear traducciones automáticas, memorizando frases completas con su respectiva versión al otro idioma. Yo le dije que ésa era una tarea complejísima y que le habría dado más trabajo que si hiciera las traducciones a pelo. Y él se rio. Puede que al principio sí, me dijo, pero el truco del programa era que estaba diseñado para ser compartido con todos los traductores de su país, que todos podían ir añadiendo sus frases a la base de datos y que no tardó en aprovecharse de las aportaciones de los demás.
Entramos así en una discusión que podría haber sido interesante de no ser por su desidia. Yo insistía en que aún así convenía repasar los textos. Y él que no, que ya casi todo lo resolvía con el corta-pega del programa, que casi todas sus traducciones eran mecánicas, de manuales o textos legales y que, por muy romántico que me pareciera a mí, nunca aspiró a un reconocimiento especial por su tarea. Su sonrisa me irritaba.
¿Y la poesía? ¿Y algún hermoso texto literario? Bebió un sorbo más. “¿Poesía?” Volvió a reír. “Una vez tuve que traducir un libro de poesía”. Ahí le vino un recuerdo especial a la mente porque soltó una carcajada. “Me ha caído usted bien, le contaré un secreto”, se acercó hacía mi cara sin separar el codo de la barra. “Traduje un libro de poesía y no entendí nada. Mi programa no servía porque ninguna de aquellas frases estaba en su memoria. Me costó más aquella porquería minúscula que treinta manuales de electrodomésticos. Y no piense que me esforcé, me limitaba a trascribir las frases de un idioma a otro sin ninguna gracia pero…” Se detuvo un segundo. “Limpiarás las letrinas de la noche, arrastrando la lengua por sus cauces. Ja, ja, ja, aún me acuerdo. Ya me dirá usted qué es eso. Tan harto acabé de aquel libro que cambié esa frase por: hallarás la muerte esta noche, arrastrando la lengua por sus cauces. Y grabé la frase en mi programa y me quedé tan ancho. Nadie se dio cuenta, no crea, nadie se quejó supongo que porque nadie leyó aquel libro”.
La discusión se arrastraba  a falta de nada mejor que hacer. No tenía mucho sentido debatir con un hombre que tenía tan clara su indolencia. Le comenté que si había repetido muchas veces esa operación el programa sería un desastre pero me contestó que no, que sólo aquella vez y porque era una frase absurda difícil de repetir, que había cambiado muchas traducciones por el mero hecho de divertirse, pero que nunca las había grabado como buenas y no habían pasado al sistema.
Me ofreció invitarme a otra bebida. Él tenía prohibido tomar alcohol y lo cierto es que lo habría preferido borracho. Le habría encontrado más sentido a su actitud. Decliné su invitación y preferí asistir a una conferencia sobre oraciones de relativo.
El diario explicaba que el traductor M. L. había sido detenido acusado de falsear traducciones a sabiendas. Una denuncia anónima había puesto al estado tras la pista del súbdito traidor. La burocracia no tolera que le tomen el pelo, así que pusieron a numerosos profesionales a repasar las últimas traducciones de ese hombre y detectaron multitud de bromas absurdas, cambios de significado y veladas ofensas al buen gusto.
Al principio se ve que la cosa no pasaría de un tirón de orejas, un cambio de profesión y una pequeña degradación social. Todo se complicó cuando una organización defensora de los derechos humanos tomó a M. L. como ejemplo de la brutal represión de su gobierno. Habían encarcelado a un representante de la cultura por saltarse algunas normas morales de su país. Nuestro gobierno se vio involucrado y comenzó una campaña por la liberación del traductor gandul al tiempo que su gobierno lo interpretó como una intromisión y endureció las condiciones de su confinamiento.
Tras varias semanas de ataques verbales y reuniones diplomáticas clandestinas, el mundo moderno y aquel gobierno enfurecido llegaron a un acuerdo que satisfizo los egos de todos los participantes: se juzgaría al traductor según las leyes de su país, pero se le aplicaría la pena del libro de castigos del nuestro, a todas luces más civilizado y con más posibilidades de salir indemne.
Como no podía ser de otra manera, a M. L. se le declaró culpable de traición al gremio al que pertenecía. El juez, ataviado de forma fantasmagórica, cogió un ejemplar del libro de castigos para traidores gremiales que se aplica en nuestro país, introdujo su dedo índice entre las páginas, lo abrió al azar y con una sonrisa entre sorprendida y malévola leyó: hallarás la muerte esta noche.
Mil besos, que están los tiempos muy malos.
R.

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