Querida M,
Desde que nos abonamos al teatro de la
ópera, unas butacas a nuestra izquierda, en la misma fila, se sentaba el
escritor Jesús Manresa. Me hacía ilusión compartir las veladas operísticas con
uno de mis novelistas preferidos; observaba sus movimientos y la expresión de
su cara me servía de inspiración a la hora de formar mi propia opinión sobre el
espectáculo.
Venía solo y no parecía tener amigos
allí. Yo sabía que no era un hombre casado y también que casi nunca se
publicaban fotografías suyas en los diarios, ni concedía entrevistas ni acudía
a firmar ejemplares en las ferias de libros. Por eso sentía el pequeño orgullo
de creer que nadie más en el teatro era consciente de su presencia. Quizá por
todo esto nunca osé acercarme a él a presentarle mi admiración; no sólo sentía
vergüenza, también temor.
Lo había conocido una ocasión en que
fui a instalar unos ordenadores a la editorial que le publicaba los libros.
Estaban decidiendo la portada de una novela que no tardé en comprar. Tampoco
aquel día me atreví a decir nada, pero no me perdí ni uno solo de sus
comentarios, siempre acertados. Tenía un rostro anodino pero plagado de
múltiples marcas que trataba de disimular con una barba larga aunque poco
poblada. Su rasgo más distintivo era un pelo rizado desorientado y parroquial
remotamente similar al de los cantantes de eso que llaman música negra. Unas
raras fotos que alguna vez publicó algún diario, ésa era la única forma de
reconocerlo.
A raíz de aquella feliz coincidencia
comencé a releer toda su obra e hice que la leyera mi mujer a la que, por
fortuna, también parecía gustarle. Al principio para estar preparados ante la
perspectiva de un encuentro casual en el
que pudiéramos charlar. Pero con el tiempo su obra se convirtió en mi
predilección mayor, casi en mi única referencia. Me encantaba esa forma que
tenía de integrar el vocabulario propio de su lugar de origen con el lenguaje
literario estándar. Esa forma de convertir lo cotidiano en fantástico. Y sus
cuentos breves, tan breves, y tan intensos, como aquél en el que todo un pueblo
envenena los pensamientos de uno de los vecinos para que asesine a otro. O
aquel de... Tanto da.
El hecho es que con el tiempo nunca
llegó a producirse el deseado encuentro casual con el escritor. Nunca dimos con
el momento adecuado ni con el valor suficiente. Y poco a poco dejamos de mirar
hacia su asiento y prestábamos atención al escenario, la ópera comenzaba a gustarnos. Nuestra obsesión por Jesús Manresa, como
todas las obsesiones, no duró demasiado y pronto no fue más que una afición.
Hace tres veranos, durante las
vacaciones, leímos la noticia de su muerte y nos arrepentimos de las ocasiones
perdidas para saludarlo. En los obituarios se le reconocía como uno de los más
importantes autores del siglo y se publicaron de nuevo las mismas fotos de
siempre, las únicas. Y reconocíamos su rostro con la distancia que ya habíamos
puesto entre él y nosotros hacía tiempo. Y al final, como se suele decir, a rey
muerto, rey puesto, y tuvimos el divertido pensamiento de creer que su asiento
quedaría vacío y que a nosotros nos correrían un poco más al centro.
La temporada siguiente comenzaba con
“Las Bodas de Fígaro” y grande fue nuestra sorpresa al descubrir no sólo que
conservábamos el asiento de la temporada anterior sino también que Jesús Manresa
continuaba en su butaca, como cada año. Al verlo, mi esposa me miró como si la
hubiera estado traicionando todos esos años. Aquel hombre no era Jesús Manresa
y le habíamos dedicado muchas horas de nuestras vidas. Aquel hombre seguía
allí, solo, sin hablar con nadie, pero de cuerpo presente.
Recuperé de un armario el pequeño
mausoleo de información que había acumulado durante aquel tiempo buscando un
argumento, un hermano, algo que explicara el extraordinario parecido entre
nuestro compañero de fila y el escritor. Eran idénticos, no parecían tener
familia, incluso, conservaba reseñas suyas en las que comentaba los mismos
espectáculos que supuestamente habíamos visto juntos. El resto de la temporada
transcurrió extravagante, intrigados, perdiéndole la atención a lo que sucedía
sobre el escenario mientras mi esposa, que comprendía mi desasosiego, no dejaba
de mirar hacia la izquierda.
En el descanso de la última
representación de la temporada decidimos que la situación se nos hacía
insostenible. El dinero que costaban nuestros abonos se nos escurría por los
pliegues del misterio que rodeaba al doble de Jesús Manresa. Fuimos al salón
que frecuentaba la mayor parte de la elite social que asistía al mismo
espectáculo que nosotros. Con una copa de cava nos acercamos a él que, embebido
en la lectura del programa de mano, no se percató de nuestra presencia.
Y equivocamos la pregunta. Pudimos
darle una oportunidad y preguntarle si no le habían dicho alguna vez que tenía
un extraordinario parecido con Jesús Manresa, y ofrecerle una salida digna.
Pero no, en lugar de eso le preguntamos: “¿Es usted Jesús Manresa?” Y nos miró.
Con un asombro tal que bien podrían habérsele caído los ojos al suelo. Y en
medio de la incomodidad de la situación desapareció. Sí, no se fue,
desapareció, no con un fogonazo de humo, como los magos, simplemente se
desintegró. Nos giramos aturdidos y comprobamos cuatro o cinco miradas sobre
nosotros de personas cuyas familias llevan varias generaciones asistiendo a
aquel teatro. Miradas de desaprobación.
Nos fuimos sin ver el último acto y no
hemos vuelto a asistir a ninguna ópera más, aunque sí recibimos la carta de que
por fin estábamos un poco más centrados gracias a una vacante. De aquel suceso
nunca vimos noticia alguna, ni siquiera nosotros fuimos capaces de decírselo a
nadie. A ti sí, hoy, dos años después me decido a contártelo porque no hemos
vuelto a ser las mismas personas y no sabemos cómo afrontarlo.
Un beso.
R.
Molt xulo Roberto!
ResponEliminaMe ha gustado mucho !!!!!
ResponEliminaEncontrarte y volverte a leer también .
Un saludo
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