dijous, 10 de gener del 2013

Pablo Nieto, editor de diccionarios

Querida M,
El primer día que vi a Pablo Nieto me pareció un personaje salido de una novela de Pérez Reverte o Ruiz Zafón. Uno de esos tipos que nunca sabes a qué bando pertenece y acaba muriendo hacia la mitad del texto, justo cuando empiezas a simpatizar con él. Pequeño, con bigote, calvo bajo una gorra de otra época y llevando un misterioso maletín de contenido preocupante. Yo nunca antes había llevado una sección de diccionarios así que lo primero que pensé es que me estaba tomando el pelo. Que si podía repasar el fondo, me dijo, que por si me faltaba algo. Poco tiempo después me preguntó si conocía a alguien que hablara coreano.
Pablo hacía diccionarios. A mano. A pelo. Buscaba idiomas en los que no se hubiera fijado nadie antes y hacía un diccionario. Lo maquetaba, lo imprimía con un procesador de textos, lo recortaba y lo pegaba, le ponía unas tapas de un color diferente a cada modelo y lo forraba como si fuera un libro de texto. En su página web especifica, “aunque se vea forrado a mano con el plástico vuelto, no son de segunda mano, sino auténticos”. Esta frase genial muestra que era al mismo tiempo tan meticuloso como un poco chapucero.
Cuando nos conocimos él sabía de mi afición por la piratería y estaba enfadado porque le habían plagiado su diccionario de rumano. Era su superventas gracias a la enorme inmigración de ese país y una distribuidora que no nombraré había comenzado servir  un diccionario copiado del suyo. ¿Cómo puedes saber que te lo han copiado?, le pregunté, y me dijo que porque habían copiado su primera versión y tenía los mismos errores. Él ya reconocía que no tenía ni idea de rumano y él también había copiado su diccionario de otros extranjeros, pero que no era lo mismo, que lo suyo era artesanal y al menos se tomaba la molestia de corregirlo.
Cuando se reeditó el diccionario de rumano de Sopena la cosa cambió, y el best-seller de Pablo pasó a ser cualquiera de sus modelos de urdú. Por los mismos motivos. El bengalí o el indonesio nunca tuvieron la misma salida. Yo siempre me preguntaba si detrás de ese diccionario estaban las palabras correctas, pero los pakistaníes que lo compraban se iban contentos y se lo recomendaban unos a otros. Por aquella época andaba el hombre enfrascado con el coreano, que le costaba mucho, que no entendía la gramática y le resultaba imposible saber cómo coño se ordenaba alfabéticamente.
Poco antes de que me tocara dejar la sección de diccionarios estuvo un tiempo sin venir. No llegaban las reposiciones de las ventas en su maletín y no acabábamos de saber nada de él. Un día apareció de repente, me felicitó por el nacimiento de Unai y me ilustró con un refranillo serbio sobre la paternidad (refranillo que luego me repitió cada día que volvimos a vernos). Cuando le dije que los pakistaníes estaban desesperados por la escasez de vocabularios me dijo que había estado enfermo, asma, creo, y que con la cola de pegar los diccionarios se ahogaba. Y ese día entendí su verdadera dimensión. Me dijo que traía algo, pero que las reposiciones las iría haciendo poco a poco. Le sugerí que en un caso así probara con una imprenta y eso sí que no, ¿qué sentido tenía? Que lo hizo una vez y le salía muy caro, como si con lo que hacía ganara dinero.
Sorprendido por la enorme demanda del urdú, trató de mejorar el producto y me presentó una novedad, el acolchado. Así pegados, con cola, los diccionarios acababan perdiendo las hojas, por eso ideó un sistema de cámara de aire que les daba más flexibilidad. Él me preguntaba que qué precio podía ponerle, ¿20 euros? Y yo qué sé Pablo, si sólo está el tuyo, puedes cobrar lo que te dé la gana. Pero claro, más de 20 euros es demasiado… Cuando volví a la literatura le fui perdiendo la pista. Se acercaba por mi mostrador, sonreía, me enseñaba el maletín en plan traigo material, me repetía el proverbio, charlaba con los clientes a la caza de alguna información que le pudiera servir.
Hasta que un día llegó y nos dijo que había tenido un cáncer. Pablo era irreal, no parecía un ser de este tiempo y, aunque lo teníamos delante, nos resultaba difícil creérnoslo. Allí estaba, tan tranquilo, explicando aquello de que, como Azarías, se lavaba las manos con la orina o lo del ovni que vio y trató de documentar como pudo en internet con unas dosis de surrealismo que no llaman a la locura, sólo enternecen. Sí, allí estaba, tan normal, y a la vez un espectro que en cualquier momento podría desaparecer.
Hace un mes me enteré de que había muerto, un año antes, y yo pensando que lo había seguido viendo todos estos meses.
Mecachis.
Un beso.
R.
P.S. Quizá me sirva de consuelo ver que sólo hay dos condolencias del mundo del libro en la página web de su esquela. No el hecho de que haya dos, puede haber habido muchas más de otra forma, sino el hecho de que habiendo muerto Pablo en diciembre de 2011, las condolencias de su distribuidora en Madrid son de marzo.

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