dilluns, 29 d’abril del 2013

Por los hijos lo que sea

Querida M,
Ayer quería hablar contigo de nuestras series favoritas. De Sarah Lund y de Dexter. Después leí la entrevista al ministro de justicia, vi el Salvados sobre el metro de Valencia y se me quitaron las ganas. Sabes que no me gusta escribirte desde la rabia; he esperado a hoy, a ver cómo me va y me han venido a la mente series de otro tiempo.
No sé si fue el primero, pero sí sé que hace años Xabier Arzalluz acuñó el concepto de que España es una democracia de baja calidad. Es una verdad como un templo, pero eso que conocemos como la caverna mediática se le tiró a la yugular al grito de quién te has creído tú que eres para decir eso. Cada vez que finalizan unas elecciones, muchos partidos se quejan con amargura de nuestro sistema electoral. Pero no está ahí el problema, M., es un sistema como cualquier otro, una fórmula matemática, una división en circunscripciones, una corrección por población… Con otras reglas habría las mismas quejas porque el drama es otro. Son nuestros políticos, nuestros partidos, los que se podrían definir sin temor a equivocarnos como una puta mierda. Hay quien cree que con listas abiertas, otra fórmula, más centralismo se puede solucionar la baja calidad democrática de nuestro sistema. Bendito sea.
Hay un maravilloso tratado de politología para torpes titulado “El ala oeste de la Casa Blanca”. No se nos muestra en él cómo es en realidad la democracia norteamericana sino cómo debería ser, con muchos visos de verosimilitud. No es una serie que deba ver la población civil, no, es la clase política española la que debería verla para que se den cuenta de cómo nos gustaría que fueran las cosas. En esa serie el ejecutivo lucha a brazo partido por cumplir las promesas de su programa electoral, los congresistas y senadores no se deben a sus partidos sino a los ideales que prometieron defender a quienes les votaron y los errores, por nimios que sean, se reconocen y tienen consecuencias. La ley electoral norteamericana y su sistema de votación no pueden ser más arcaicos e injustos, como si eso importara, sólo son unas reglas aceptadas por todos.
En la última temporada de la serie se explica la campaña electoral para el cambio de presidente, tras ocho años de gobierno de Josiah Bartlet, demócrata y católico practicante. El nuevo candidato demócrata es un latino idealista con pocas posibilidades de éxito porque se enfrenta a Arnold Vinick, un republicano moderado, conciliador y carismático interpretado por Alan Alda. Vinick recibe presiones de su partido para que escoja como futuro vicepresidente a un pastor protestante ultraconservador y antiabortista, y así contentar a las bases más radicales del republicanismo. Pero se niega, por dos motivos: él no es antiabortista y, además, lo considera un error electoral pues la mayoría de la población es favorable al aborto, sean del signo ideológico que sean. Durante muchos años, la derecha española tuvo en Alberto Ruiz Gallardón a su Arnold Vinick particular. Apreciado por la izquierda y vilipendiado por las elites más conservadoras de su propio partido. Pues bien, ahora es ministro de justicia y da igual el proceso por el que fue elegido, el problema es que está ahí, y quiere legislar para él, para sus amigos, sacar a la luz todo el fanatismo religioso que se le ha acumulado en el estómago tras años de disimulo. Y nosotros le importamos un carajo.
Para defendernos de los desmanes de los poderes oficiales la democracia liberal se inventó un cuarto poder, tan importante como los tres primeros, y lo blindó con algo llamado libertad de prensa. En España carecemos de este poder. No porque nuestros diarios sufran algún tipo de censura política, al revés, en España puede publicarse cualquier barbaridad, sino porque la mayoría de nuestros medios de información han sacrificado la línea ideológica para convertirse en órganos de partido o, en su defecto, de empresas con intereses de partido. Nuestra demografía de intelectuales orgánicos y estómagos agradecidos es tan alta que cuesta encontrar alguno que no lo sea. Hace un rato escuchaba a Paco Marhuenda: impresiona.
Para los que gracias a ella quisimos un día ser periodistas, hubo también una serie norteamericana que servía como manual básico de la profesión. “Lou Grant” no explicaba lo que era el periodismo real, seguro, pero explicaba su objetivo de déficit, lo que debía ser. Te pido perdón si me falla la memoria en los detalles, pero hubo un capítulo en el que un fontanero le hace una chapuza a Lou Grant en su casa y le deja las cosas peor que estaban. De aquel capítulo saqué una enseñanza que, por lo que se ve, casi ningún gurú de la comunicación española aprendió. Lou Grant no utilizó su diario para atacar al propietario de la empresa de reparaciones que contrató, no cayó en la tentación de aprovecharse de su condición de periodista para arreglar un conflicto personal. Cada tarde, al acabar su jornada, Lou Grant cogía una pancarta fabricada por él mismo, iba a la casa del chapucero y paseaba por delante de su puerta denunciando que era un estafador.
Se puede extraer otra enseñanza política interesante de aquella acción. Manifestarse con una pancarta ante el lugar donde se cree que está el foco de la queja es la forma tradicional de protestar en el país con la democracia liberal más antigua del mundo; es eso que ahora llamamos “escrache”. Acabo de imaginarme, M., un posible capítulo de “El ala oeste de la Casa Blanca”. En él, un alto dirigente de uno de los grandes partidos norteamericanos acusa en público de nazi a Lou Grant por su acción de protesta. ¿Te imaginas lo que harían con él Josiah Bartlet o Arnold Vinick? ¿Imaginas la que se podría liar?
Un beso.
R.
P.S. Hace ahora más de diez años descubrí gracias a El País la existencia de un libro publicado en francés titulado “Los nuevos perros guardianes”, de un politólogo llamado Serge Halimi. Se le dedicaba un gran espacio elogiando el fenómeno de ventas que había tenido su obra a pesar de haber sido ninguneado por la mayoría de los medios franceses. El libro es un recorrido por gran parte de los periodistas más influyentes de su país, acusándoles de connivencia con el poder político y económico. Gracias al artículo, esperé con ansia su publicación en castellano. Pero tardé en enterarme de que lo había editado Txalaparta porque, como ya le sucedió en Francia, no encontré reseñas de su existencia. En el prólogo de la edición castellana es la prensa española la que sale mal parada. Sobre todo El País.
Por aquella época, la misma editorial publicó un libro de Evaristo, el cantante de La Polla Records, se llamaba “Por los hijos lo que sea”. Ése es el quid de la cuestión. Ése es el modus operandi de la mayoría de los periodistas españoles de prestigio. Dar de comer a sus hijos en una época en que aquello de la honra sin barcos ya no se estila.

divendres, 26 d’abril del 2013

Cuentos para manteles

Querida M,
Pocos días después del cierre de la Catalònia, recibí un mail anónimo con el asunto “contes d’estovalla”. Sabes que un mail así tiene todos los números para ir directo a la papelera, pero el hecho de estar escrito en catalán me hizo creer que al menos podría ser alguien que me conociera. Era un cuento, cortito, escrito por una persona que se presentaba como un adolescente de quince años al que había apenado mucho la noticia. Me decía que le había aconsejado muchos libros y que siempre había pensado cuánto le habría gustado trabajar en un sitio así. No daba más explicaciones.
Desde aquel momento, he tratado a menudo de averiguar quién estaba tras aquel cuento, sin éxito. Hasta hace unos días. Periódicamente, iba escribiendo entre comillas una frase del cuento con la esperanza de que alguien lo subiera a la red.  Y por fin el gran Google dio respuesta a mi búsqueda. Después todo ha sido muy fácil, buscar su perfil de Facebook, contactar con él y ser, a partir de entonces, amigos.
Se trata, en verdad, de un alumno de tercero de ESO que ha ganado un premio literario con este cuento, M., y eso es lo que lo ha delatado. Parte de una idea brillante y se merece que hoy te escriba esta carta especial. Espero que te guste, lo he traducido lo mejor que he sabido para ponértelo aquí. Ahora.

CUENTOS PARA MANTELES

Una fría tarde de invierno, uno de los dependientes de la Librería Catalònia dejaba atrás un agotador viernes por la tarde y afrontaba, con ánimo renovado, un nuevo fin de semana.
Mientras se despedía de sus compañeros, percibió en su jefe un estado de ánimo más nublado de lo habitual.
-          ¿Pasa algo, Miquel? –le preguntó.
La cara del gerente cambió de la preocupación a la desesperación en un abrir y cerrar de ojos.
-          Claro que pasa, tenemos un problema más. Acabo de recibir otro requerimiento del banco. Debemos cinco meses de alquiler y, si no pasa un milagro, habrá que cerrar.
Fue un duro golpe recibir aquella noticia, pero sólo un segundo después le animó.
-          No te preocupes, seguro que encontramos la manera. Ya lo verás…
Ni siquiera se dijeron adiós. Se marchó cabizbajo, pensando en lo que haría si se quedaba sin trabajo.
Al llegar a casa se lo explicó a su mujer, rumiando antes todas y cada una de las palabras que debía decirle.
Dos semanas después de aquella conversación, la librería pasó de vender libros a vender patatas fritas y vender hamburguesas. La presión del banco cerró la librería y se colocó un MacDonalds en su lugar.
Aquella tarde, mientras cenaban, el dependiente o, mejor dicho, el ex-dependiente de la librería, explicó a su familia que se había quedado sin trabajo, pero que esperaba conseguir otro lo más pronto posible. Su hijo, que lo miraba boquiabierto escondido tras un plato de verdura, se fue a dormir sin entender la tristeza en los ojos de su padre.
Quince años después de la inauguración de aquel MacDonalds un chico joven, de buena presencia, buscaba trabajo y decidió probar suerte en el mundo de la hamburguesería. A los pocos días de la entrevista, lo contrataron.
Cuando Unai, que así se llamaba, se encontraba ya totalmente integrado en aquel trabajo, tuvo una idea que a la larga resultó brillante: se le había ocurrido crear los cuentos para manteles.
La idea, como todas las genialidades, era simple. Lanzarían una nueva línea de manteles de papel para las bandejas donde se servían los menús. En lugar de los convencionales mensajes publicitarios, los clientes podrían leer una selección de cuentos breves escritos por autores jóvenes.
Además, aparte del cuento, el cliente tendría un espacio para escribir su propio relato para manteles.
La idea entusiasmó a los responsables de la cadena que comenzaron ya al día siguiente, a imprimir las primeras historias en los papeles para las bandejas.
Fue todo un éxito. Pronto se dieron cuenta de que había mucha clientela con talento y ganas de escribir. Los cuentos de esos clientes eran, a menudo, mejores que os que iban impresos originalmente.
Unai, que ya ocupaba un puesto relevante en el departamento de márketing, pensó en recopilar las cien mejores historias para editarlas en un libro de bolsillo.
Al principio, los libros estaban sólo a disposición de los clientes, en la zona de espera del restaurante, pero enseguida la demanda hizo que se pusieran a la venta y, poco después, hubo que ampliar la zona dedicada a la venta de libros. Los libros para manteles se habían convertido en el producto más solicitado del mes.
Aquel joven talento no pasó desapercibido en la sede central de la compañía. Le ofrecieron a Unai la dirección de márketing corporativa para trasladar aquella exitosa idea a los principales MacDonalds del resto del mundo.
La noticia corrió rápido por los diarios y las revistas especializadas y, meses más tarde, fue escogido emprendedor del año con gran eco entre los medios dedicados a la economía.
Una tarde, Unai recibió la llamada de una joven periodista entusiasmada por escribir un artículo sobre aquel primer libro de cuentos de bolsillo. Él no se negó y no tardaron en concretar una fecha para la cita.
Unai, un poco nervioso porque nunca había concedido una entrevista, se sentó y comenzó a responder a las preguntas de la chica.
-          ¿Cómo se le ocurrió la idea de los cuentos para manteles?
-          Pues… porque a mi padre le encantaban los libros.
-          ¡Ah! Eso es interesante, hábleme más de su padre.
-          Mi padre escribía cuentos y trabajó en la librería Catalònia hasta su cierre.

Un beso para ti, M., y un abrazo para ti, Arnau.
R.

dimecres, 24 d’abril del 2013

Creer

Querida M.,
De niño recé mucho. Fui a misa mucho, me aprendí las canciones y memoricé el catecismo. Incluso llegué a tener un pequeño misal en gallego con el que daba la paliza a los vecinos de Piñeiro un verano de mucho calor. Por aquel entonces ya no había cura en la parroquia, así que los reunía, nos reíamos un rato, comían trocitos de pan a modo de hostias y agradecían la brevedad de mis discursos. La abuela Carmen, que en realidad no era mi abuela, me sobornaba con galletas María untadas de leche condensada si la acompañaba a rezar el Ángelus que retransmitían a las doce en Radio Nacional. "Es la hora del Ángelus: Y el ángel del señor se anunció a María" y una voz femenina replicaba "He aquí la esclava del señor". Con el tiempo, aquella anciana mujer se habituó a que los socialistas suprimieran todo el texto del rezo y ya sólo se oía que era la hora del Ángelus, después apagaba la radio y continuaba ella sola.
El año de catequesis previo a la comunión me apliqué de verdad y fui el mejor en casi todos los órdenes; supongo que salvo el de la entonación musical, tú me entiendes. Me preparé a conciencia y pasé todo un año esperando la llegada de Jesús. La esperaba en serio, M., con todas mis fuerzas, con la misma pasión que pongo en cualquier recomendación musical. Recuerdo el día de mi comunión con la mezcla exacta de miseria y verdad. Caminábamos en fila hacia la iglesia de Ermua, vestidos con sandalias y un hábito blanco. Allí nos esperaba don Teodoro, infinito. Vimos la misa desde el otro lado del altar, sentados, sin percatarnos de que todo el mundo nos estaba mirando y se daba cuenta de que jugábamos a golpearnos con la cuerda que sujetaba el hábito. Desde ese lado la misa no parece misa, y Jesús tampoco llegaba.
El que se suponía momento culminante era el de comulgar, pero tampoco sucedió nada relevante. A todos los niños se nos adhería la hostia en el paladar intentando evitar tocarla con los dientes, y a algunos eso nos daba arcadas. Mientras esperaba a Jesús, llegaron regalos, besos, felicitaciones y una expedición en caravana hacia un restaurante en Urkiola. Durante la comida bebí alcohol, fumé todos los cigarros que pude conseguir y jugamos a llenar las botellas vacías con el humo, para lanzarlas contra una pared y comprobar si se producía algún efecto curioso. Y vi cómo se emborrachaban casi todos mis seres queridos y hubo conatos de adulterio de los que me enteré años más tarde y regresamos a casa haciendo eses por aquella carretera de curvas que tanto me mareaba. Y me acosté por la noche infeliz, esperando aún. Ya no le he esperado más.
Mi tía Fidelina me regaló un niño Jesús del que lo que más me gustaba era la sabanita tan suave en la que había que depositarlo. El niño era bonito, pero la corona dorada que llevaba clavada con dos pinchos en el cuello se le caía cada dos por tres; se fue cediendo con el tiempo y los agujeros se le hacían más grandes y le daban un aspecto poco entrañable. Un día, mi hermano me perseguía con una zapatilla y yo corría a esconderme en nuestra habitación. Cuando entré, no me dio tiempo a cerrar la puerta y la zapatilla voló y se llevó por delante al niño Jesús. Perdió un pie en la caída y se rompió el cuello. Pausa dramática, no explicaré lo que pasó aquí. Después, mi madre recogió los trozos y pegó la figurita como pudo. En ese proceso, el niño Jesús dilapidó la poca parte de misticismo que le quedaba.
Cuando nació Unai, mi madre creyó que mi adicción a los recuerdos incluía aquella figura de escayola. Reposó unos días sobre la mesilla de Magui, hasta que se fueron las visitas de cortesía y pude quitarla.
No sé dónde está ahora pero, mientras te escribo, me han venido ganas de acariciar la sabanita a ver si aún sigue siendo tan suave como entonces. Hace días que no te toco y para creer en ti necesito un sucedáneo.
Un beso.
R.
P.S. ¡Qué bien cantaba Don Teodoro aquello de “señor, has venido a la orilla”!

diumenge, 21 d’abril del 2013

Secuestros

Querida M,
Estar en el paro tiene algo de secuestro. Pasado el desconcierto inicial sobre las grandes cuestiones de la vida, te acabas acomodando a ello, te sumerges en la caricia del no poder hacer nada, o del no hacer nada, o de la nada. Y, como si hubieras entrado en una secta, por fin simpatizas con el secuestrador. Sobre todo al principio te trata bien, dependes de él para ir al baño, pero te mantiene vivo. Puede ser que al final la situación se vuelva insostenible, el secuestrador pierda los nervios y te abandone a tu suerte, o te dispare a la cabeza; o quizá la policía derribe una puerta y te saque de ese lugar y entonces descubras que la realidad está ahí fuera, es otra, ha cambiado y no estás preparado para afrontarla.
Cuando Julio César fue secuestrado en Asia por unos piratas ya tenía en mente su proyecto de vida, que lo llevaría a lo más alto en eso que la gente entiende por estar en lo más alto. Según parece hay bastante de mitología en esa historia, pero seguro que también algo de verdad. Cuenta Plutarco que tan convencido estaba César de que su futuro sería grande que se enojó con los secuestradores porque pretendían pedir sólo 20 talentos como rescate. Él mismo los conminó a que aumentaran la cifra a 50 para sobrevalorar su persona. Pagado el rescate, fue el propio César el que organizó la captura de los piratas y los llevó a la horca.
El primer secuestro del que tengo conciencia fue el de un ingeniero llamado José María Ryan. Acabábamos de irnos a vivir a Vitoria, así que debió de ser en 1980 o 1981. ETA había asumido como propia la lucha contra la inauguración de la central nuclear de Lemóniz. La oposición a las nucleares había logrado detenerla desde que se proyectó, antes de la muerte de Franco, pero durante la transición, ETA pensó que sería un buen reclamo popular hacerse los abanderados de la causa ya que la mayoría de la población no la quería.
Empezó entonces una oleada de sabotajes a las instalaciones de la compañía constructora: Iberduero. Varios atentados después, en los que murieron algunos empleados, decidieron secuestrar a Ryan, ingeniero jefe de la central, amenazando con matarle en una semana si no se suspendían las obras definitivamente. Cumplieron su promesa y apareció muerto a los siete días iniciándose una campaña antiterrorista similar a la de Miguel Ángel Blanco, pero que no tardó en olvidarse. Mi madre me bajó con ella a la puerta del cementerio de Santa Isabel, a una concentración de repulsa. Pareció que todo acababa allí porque Iberduero dijo que abandonaba el proyecto, pero el gobierno vasco creó una empresa para continuar las obras. Poco después asesinaron al sustituto de Ryan y ahí sí que acabó la historia. Han pasado muchos años, pero el edifico vacío de la central sigue allí.
El secuestro más sonado de mis años de infancia fue, sin embargo, el de Patty Hearst, igual lo recuerdas M., hicieron serie de televisión y película. La capturó el Ejercito Simbiótico de Liberación, unos radicales de izquierda americanos con un surrealista logotipo que hacía pensar más en una secta oriental que en un grupo de rojos. Patty se enamoró del líder, empuñó las armas y se cambió el nombre por el de Tania, en homenaje a la compañera del Che. Entre las excentricidades del grupo una de las mejores fue la de pedir como rescate al padre de Patty, el multimillonario Randolph Hearst, hijo del ciudadano Kane, el reparto de una ración de comida diaria entre los pobres de California; incluso le especificaban el menú. La mayoría de los miembros de ese ejército murieron en un tiroteo con la policía, incluido el amante de Patty Hearst, y ella fue capturada poco después. Fue condenada a no sé cuántos años de cárcel, pero Jimmy Carter la liberó pasados unos meses, para entonces la enamoradiza Patty ya se había liado con un guardián de la prisión con el que acabó casándose. Lo último que supe de ella fue verla en los títulos de crédito de alguna película de John Waters.
El Síndrome de Estocolmo debe su nombre a un atraco a un banco de esa ciudad en el que los rehenes estuvieron retenidos varios días dentro de la oficina. Cuando se resolvió el tema, un fotógrafo captó a la salida de los rehenes a una mujer que, tras intimar con los secuestradores, se despedía besando en la boca a aquél del que se había enamorado. Mucho se dijo sobre si Patty Hearst había sufrido de ese síndrome cuando acabó uniéndose al grupo que la secuestró. Pero no creo que sea cierto, M., para que alguien lo padezca el proceso debe ser libre, paulatino, de identificación con el captor y, según parece, a Patty Hearst le lavaron el cerebro usando tácticas propias de las sectas destructivas.
Síndrome de Estocolmo es querer escribirte, aún, y mandarte puntuales y cautivos besos, como éstos, esperando al próximo secuestro.
R.
P.S. Mi padre tuvo que ir varias veces a Lemóniz con transportes de material de construcción. No le gustaba ir allí; debía pasar por un montón de controles policiales y registros antes de entrar. Un día volvió nervioso explicando que, como se aburría, se había metido debajo del camión a revisar algo de las ruedas, y cuando se quiso dar cuenta tenía tumbado a su lado a un Guardia Civil apuntándole y preguntándole qué estaba haciendo.
P.S.2. En “La jungla de cristal” hay una famosa escena en la que un psicólogo opina en televisión sobre el “Síndrome de Helsinki”, equivocando la ciudad. El estúpido entrevistador  le sigue la conversación situando Helsinki en Suecia. Entonces el psicólogo le corrige  diciéndole que no, que está en Finlandia. Algunos lo venden como un gazapo típico de una película de acción, a mí me parece una genialidad con mala baba del guionista.

dimecres, 17 d’abril del 2013

La curiosidad mató al gato

Querida M,
Compraba libros de segunda mano sin importarle el contenido. Buscaba en ellos viejas dedicatorias de amor, billetes de lotería sin premio usados como marcapáginas, recibos de luz, flores secas, cualquier cosa que le permitiera ubicar aquel libro en otro tiempo, en otras estanterías. Su curiosidad por los objetos que habían permanecido en otras manos era infinita, su deseo por conocer las vidas ajenas de personas anónimas una vocación enfermiza. Guardaba como si poseyera un tesoro una carta enviada por una adolescente a otra explicándole sus vacaciones en la costa, una carta que se había caído del bolsillo de alguna mochila y había llegado a sus poder. Tenía el remitente y la dirección en el sobre, pero nunca hizo nada por devolverla, era suya y la releía a menudo.
A veces, los objetos hallados contenían datos en apariencia inocuos pero que, buscando en el cajón correcto, podían aportar gran información sobre sus antiguos dueños. No hará ni un mes que barría el suelo del gimnasio y, al ir a expulsar hacia la calle la suciedad agrupada en un montoncito perfecto, casi maniático, vio sobre la acera tres hojas de papel de tamaño anormal, hechas un ovillo. Las recogió, las desplegó y pudo comprobar que se trataba de tres hojas arrancadas de una agenda de teléfonos. Había allí treinta números, diez por página, que se podían leer perfectamente, pero cuyos propietarios le resultaban ininteligibles porque los nombres estaban escritos en japonés. La mayoría eran números de móvil, el resto tenían prefijo de la provincia de Barcelona.
Aquel sí que era un hallazgo prometedor. Se abrían ante él muchísimas expectativas para la imaginación. Por qué aquellas tres páginas precisamente. Se preguntaba si no sería la lista de perseguidos de un mafioso japonés, la lista perdida de contactos de alguien desesperado que nunca llegaba a tener una agenda completa. Muchas posibilidades. Se le ocurrió que podía visitar una librería para investigar cuál era el modelo de agenda al que pertenecían aquellas páginas, si era cara o barata, si era un modelo que se podía adquirir con facilidad en España o vendría de Japón. Los primeros pasos de una investigación pueden parecer poco relevantes, pero son necesarios.
Fue a unos grandes almacenes y allí se percató de la cantidad de modelos de agenda que existen en el mundo y la tarea se le antojó titánica. Le dio la sensación de que había miles de modelos de agenda distintos, con sus respectivas simbologías y sus variados ordenamientos. Después de abrir más de una docena desistió y decidió que, en caso de comenzar una gran empresa, era mejor ir a la biblioteca, sacar de allí un diccionario y un manual de japonés y tratar de desentrañar alguno de aquellos nombres.
Que, para un occidental, el japonés resulte un idioma muy difícil no supone un gran descubrimiento. La gran sorpresa se produce al darse cuenta de que es un idioma imposible. Tras varias horas mirando dibujos y rayas colocadas en las más variopintas posturas, no sólo no había sacado ninguna conclusión sino que había llegado un momento en que todos aquellos símbolos le parecían exactamente iguales. No es que le hubiera dedicado demasiado tiempo, pero veía cómo la investigación se atascaba sin remedio y se acercaba el momento de optar por una solución drástica, que echara al traste todo el interés o bien otorgara una iluminación nueva a aquella estancia vacía.
Descartó los números de móvil por una cuestión de tacañería; eran más caros y para su prueba daba lo mismo un número que otro. Del resto escogió el que estaba al lado del nombre que le parecía, a priori, con la forma más bonita. Era sólo una llamada, nada podía pasar, además, lo más probable es que le respondieran desde un restaurante, o desde una tienda de objetos decorativos o algo similar. Llamó y, como había previsto, le contestó una voz chillona hablándole en japonés. Y fue en ese momento en el que los nervios lo atenazaron y emitió un extraño rugido cuyo origen jamás lograría descubrir. La voz chillona debió de malinterpretar ese sonido porque elevó todavía más el tono y le soltó una larga parrafada que sólo terminó cuando decidió pulsar el botón de colgar. Al final no había sido una buena idea. Jadeaba. Había hecho el imbécil y molestado a un  pobre oriental que a saber qué estaría haciendo en ese momento.
Hizo una pelota con aquellas tres páginas de agenda y las tiró a la papelera. Tenía que olvidarse cuanto antes de aquella estúpida investigación y procurarse una nueva, más relajada. Tardó un par de días en que dejaran de rondarle por la cabeza la voz chillona, los caracteres japoneses, los números de teléfono echados a perder. Salió del trabajo y dio un largo paseo que le despejara la cabeza, que convirtiera aquellas páginas en una pequeña sombra en su memoria. Y regresó a casa. Nada más cruzar el umbral de su recibidor una lividez enfermiza prima hermana del vómito le llenó la cara. Su gato, de desafortunado nombre Kanji, colgaba del extremo de una soga atada a la lámpara del comedor, con la lengua fuera, como relamiéndose. Sobre la mesa una nota manuscrita; también en japonés. Un miedo absoluto lo invadió como si nada hubiera sobre la faz de la tierra que no le fuera hostil. Se tiraba de los cabellos tratando de comprender y miraba la nota sin hallar en ella ninguna explicación.
Casi todos los humanos tendemos al exceso. Siempre parece que hay algo que podemos añadir, aunque no hagamos otra cosa que repetirnos. La historia debería haberse terminado en ese momento. Había jugado a la curiosidad infinita y había recibido su merecido. A qué más. Ya tuvimos un final que estuvo bien, ¿por qué no dejarlo ahí? Porque nos obsesionamos y nunca queremos dar nuestro brazo a torcer, aunque eso nos suponga estirar un poquito más la elástica cuerdita del riesgo. Pasó un par de semanas sin salir de casa, hasta estar convencido de que quien había asesinado a Kanji se daba por satisfecho con esa venganza. Creyó que ya podría acercarse al gimnasio e intentar dar una explicación a su ausencia más convincente que gangosas excusas telefónicas.
En la calle, el aire le rozaba las mejillas, limpio, libre de la cargante atmósfera que había respirado los últimos días. Caminaba con una pausa mayor que la habitual y se metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de que en uno de ellos llevaba la nota que había dejado el matarife. La volvió a mirar y seguía pareciéndole tan ilegible como el primer día, y pensó que tampoco estaría de más averiguar cuál era su mensaje. Se detuvo en un semáforo y se cruzó con un hombre de ojos rasgados y creyó que no, que debía de ser chino. Atravesó la calle y recordó el cuento de Calders en el que al protagonista le parecía que todos a su alrededor componían una sibilina invasión de japoneses. No se acababa de decidir por ninguno.
Por fin, a pocos metros, vio a un hombrecillo fibroso acercándosele, con el pelo encrespado y sonrisa de no entender los nombres de las calles. Esos metros le dieron el tiempo suficiente para decidirse y, al ponerse a su altura, lo detuvo, sujetándole del brazo con suavidad. La cara de susto de aquel individuo le obligó a precipitarse y enseñándole la nota le preguntó “¿me puedes traducir lo que pone este papel?”. El japonés, no sin algunos aspavientos, pareció entenderle, y miró la nota y sus ojos se abrieron de tal forma que bien parecían estar a punto de quebrarse por los lados. Emitió un agudo gemido, le dio un violento empujón y salió corriendo como quien va en busca de su hermano mayor. Y ahí se dio cuenta de que acababa de cometer un nuevo error y de que ya no le quedaba ningún gato que sacrificar.
Un beso.
R.

dissabte, 13 d’abril del 2013

Raíces

Querida M,
En uno de los últimos capítulos de “The Big Bang Theory”, Sheldon trata de camelarse a una responsable de la Universidad a la caza de un puesto vacante. Para ello no se le ocurre nada mejor que regalarle, ya que se trata de una mujer negra, un ejemplar del libro “Raíces”, de Alex Haley. Ante la cara de estupefacción de ella, Sheldon le insiste en que en ese libro se explica la historia de sus antepasados. Recuerdo “Raíces” como el primer gran volumen al que me enfrenté. Nunca pude ver la serie, supongo que tendría uno o dos rombos, pero no sé por qué, el libro sí me lo dejaron leer. El verano pasado, aproveché mi viaje a Vitoria para traerme los últimos ejemplares de aquella biblioteca a los que aún me unen los recuerdos.
Dice el poeta  que el pensamiento de quien ha estado preso vuelve siempre a la prisión. Que los policías, aún sin reconocerlo, lo miran, porque su paso no es sosegado, o bien, porque su paso es demasiado sosegado. Que en su corazón habita, de por vida, un condenado.
Debe de hacer más de diez años, yo estaba en la FNAC entonces, que unas señoras mayores y bien vestidas vinieron a mi mostrador y en catalán me pidieron un libro de poemas de Joseba Sarrionandia. Ante mi cara de sorpresa ellas debieron de pensar que yo no sabía quién era, hasta que la cosa se aclaró: Gregorio Morán había escrito un artículo en el que venía a decir que Sarrionandia era el mejor poeta que había leído en mucho tiempo. No pude ayudarlas, les expliqué la vida y obra del autor, pero en aquel momento el único libro suyo en castellano de poemas que existía era un libro-cd de la editorial Txalaparta que estaba agotado.
Llevo en la mochila estos días otro libro enorme. Un libro majestuoso, casi inabarcable, un libro impresionante en cada una de sus más de mil páginas para el que no encuentro adjetivos precisos. Habla también de los perseguidos, de los esclavos, de hombres que no son libres. Ganó el año pasado el Premio Euskadi de Ensayo, se titula “¿Somos como moros en la niebla?” y se trata, por fin, de una excelente traducción al castellano de una obra de Sarrionandia. Puede haber otros libros de ensayo tan hermosamente escritos como éste, no digo que no, pero dudo que los haya mejores.
La edición de “Raíces” que ahora tengo en mi estantería es del año 1979, así que debí de leerlo antes de entrar en el instituto. Aún me acuerdo de la enorme satisfacción que me produjo cerrarlo cuando lo terminé. Mientras le enseñaba a Magui alguno de aquellos libros que habíamos traído de Vitoria le explicaba esta historia y el porqué sentimental de no dejarlo allí. Hojeándolo, descubrimos que dentro había un sobre, un telegrama, quizás el único telegrama que he visto en mi vida. Me gusta descubrir viejas estampas o billetes  de autobús en los libros que compro de segunda mano, pero “Raíces” nunca había salido de mi casa, así que aquel telegrama era nuestro.
Hay ideas discutibles en el libro de Sarrionandia. Seguro. Pero su talento poético es tan indiscutible como la ceguera de quienes lo maldicen. Según parece, los delitos por los que fue encarcelado han prescrito, pero él ya no parece tener ganas de volver o se siente más a gusto siendo un perseguido. Los moros de su libro no son personas de una procedencia geográfica concreta, son los chivos expiatorios de nuestras miserias.
El telegrama que encontramos dentro de “Raíces” fue enviado desde Madrid y tiene un matasellos del 18 de junio de 1982. El texto dice “Deseo buena cena espero veros pronto. Hasta siempre Inaki”. No hay más información y me costó unos segundos saber qué quería decir. Fue cuando Magui me preguntó quién podía ser ese Iñaki cuando todo cuadró. Es posible que mi hermano escondiera ese telegrama allí, dentro de un libro que nadie iba a leer nunca más, porque el telegrama era suyo. Él acababa de cumplir 17 años y ese 18 de junio parecía la fecha correcta para hacer una cena de fin de curso. Poco antes, Iñaki había sido encarcelado, sin mayores motivos, y estudiaba desde prisión. Miro en Google y ahora es juntero en la diputación de Álava por la izquierda abertzale.
La mañana del sábado en que Unai y yo volvimos de Vitoria esta Semana Santa salí yo solo, a ver novedades en la librería Elkar. Allí vi la edición original del ensayo de Sarrionandia. Comprobé que Asel había publicado ya un libro explicando su absurdo encarcelamiento en Chile. Vi varias obras sobre Arnaldo Otegi, que sigue en prisión. Después, esperando en el andén, poco antes de subir al tren, me crucé con mi primera profesora de literatura del instituto, Pilar, la hermana del Iñaki del telegrama. Quizás han pasado veinte años desde la última vez que la vi, pero estaba seguro de que se acordaría de mí. Me tocaba el vagón número tres, era lejos del suyo y no me atreví a saludarla. Y me gustaría decir o creer que las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero no estoy seguro de ello.
Un beso.
R.
P.S. Yo estoy leyendo la traducción al catalán del libro de Sarrionandia, que también es muy buena. Eso me reconcilia con los traductores después de una experiencia traumática con un libro de poemas de Kirmen Uribe.

dimarts, 9 d’abril del 2013

La Wii, las estrellas, las gafas y la primavera.



Querida M,
No sé si escribirte o matar zombis en la Wii. Los días pasan melancólicos, rápidos y lentos, y yo vuelvo a lo de todas las primaveras. Suena Itoiz, toda la mañana.
Piratear una Wii es tan fácil que no tiene mérito. Al principio había que tener un juego original concreto, se trataba de grabar una partida en un punto en el que, al volverla a jugar, se podía sustituir por un archivo que instalaba el canal Homebrew que abre todas las puertas. Después, con la posibilidad de leer archivos desde tarjetas de memoria todo fue mucho más fácil. Para humanizar el proceso, en todas las consolas que han pasado por mis manos, al comenzar el programa que carga los juegos suena la canción “Astelehen urdin batean”. Sí, ésa.
El domingo estuvieron aquí Arnau y Aina y jugamos. Me emocionó verlos cantar la canción casi entera, de tantas veces que debían de haberla escuchado. Me suena que alguna vez les había contado lo que significa, pero aún así tiene mérito, es una letra complicada en un idioma ininteligible. Itoiz eran aficionados a las metáforas imposibles, por eso no es rara en ellos la expresión "Izar betaurrekodunak", pero es muy mala de traducir. En euskara, cuando se dice un nombre y un adjetivo, el nombre se queda sólo en la raíz y el adjetivo acapara todos los sufijos. La traducción más literal que se me ocurre de "izar betaurrekodunak" es "estrellas con gafas". Izar es la raíz de la palabra estrella y con la palabra "gafas", "betaurrekoak", se hace una construcción añadiéndole el sufijo "dun", que implica algo que se tiene, y después se añaden el artículo "a" y el plural "k".
En la facultad usé esta canción para una práctica de radio y la traduje como buenamente pude. Entonces no se me ocurrió nada mejor aunque quedara feo. Escribí: "Hay estrellas con gafas en el reino del hielo". Por desgracia, esta canción es del primer disco de Itoiz, y es el único que lleva las letras sólo en euskara, quizá porque en 1978 no se estilaba la traducción, quizá porque no tenían grandes aspiraciones. Ese hecho explica también que “Lau teilatu”, su canción más conocida, sólo tenga traducciones apócrifas correteando por internet.
Años después de mi interpretación de la palabra “betaurrekodunak” descubrí otra hecha por alguien con más conocimientos que yo para la página web www.musikazblai.com, especializada en letras de canciones vascas. Esa persona bienintencionada escribió: "Estrellas gafosas en el reino del hielo", una opción que, creo, empeora notablemente la mía y no resuelve este diminuto drama personal.
Como siempre, el destino lo resolvió por mí. La suerte hizo que Juan Carlos Pérez publicara en 2006 un disco recopilatorio de su carrera en solitario. Por primera vez desde la disolución del grupo, decidió volver a cantar una de las viejas canciones de Itoiz y escogió "Astelehen urdin batean" (En un lunes azul). Y en este disco sí, en este disco se incluye una traducción al castellano de la letra de esa canción escrita hace treinta años por el poeta Joseba García. Una traducción mucho mejor que la mía y la del anónimo bienintencionado. A ver qué te parece:

En el reino del hielo, las estrellas con anteojos claman al cielo buscando a sus hijos.
En el reino del hielo, las estrellas con anteojos huyen hacia la tierra buscando calor.
Las estrellas con anteojos se sientan sobre el mar un lunes azul.
Las estrellas con anteojos, aquéllas que alegran las verdades.
Las estrellas con anteojos, después de enterrar las mentiras en el ataúd,
beben del agua clara, destrozan su violín,
y encadenan sus celestes alas a la tierra.

Un beso.
R.
P.S. Musikaz blai quiere decir empapado de música. Es un buen nombre para una web y también el título del cuarto disco de Itoiz.