dilluns, 29 d’abril del 2013

Por los hijos lo que sea

Querida M,
Ayer quería hablar contigo de nuestras series favoritas. De Sarah Lund y de Dexter. Después leí la entrevista al ministro de justicia, vi el Salvados sobre el metro de Valencia y se me quitaron las ganas. Sabes que no me gusta escribirte desde la rabia; he esperado a hoy, a ver cómo me va y me han venido a la mente series de otro tiempo.
No sé si fue el primero, pero sí sé que hace años Xabier Arzalluz acuñó el concepto de que España es una democracia de baja calidad. Es una verdad como un templo, pero eso que conocemos como la caverna mediática se le tiró a la yugular al grito de quién te has creído tú que eres para decir eso. Cada vez que finalizan unas elecciones, muchos partidos se quejan con amargura de nuestro sistema electoral. Pero no está ahí el problema, M., es un sistema como cualquier otro, una fórmula matemática, una división en circunscripciones, una corrección por población… Con otras reglas habría las mismas quejas porque el drama es otro. Son nuestros políticos, nuestros partidos, los que se podrían definir sin temor a equivocarnos como una puta mierda. Hay quien cree que con listas abiertas, otra fórmula, más centralismo se puede solucionar la baja calidad democrática de nuestro sistema. Bendito sea.
Hay un maravilloso tratado de politología para torpes titulado “El ala oeste de la Casa Blanca”. No se nos muestra en él cómo es en realidad la democracia norteamericana sino cómo debería ser, con muchos visos de verosimilitud. No es una serie que deba ver la población civil, no, es la clase política española la que debería verla para que se den cuenta de cómo nos gustaría que fueran las cosas. En esa serie el ejecutivo lucha a brazo partido por cumplir las promesas de su programa electoral, los congresistas y senadores no se deben a sus partidos sino a los ideales que prometieron defender a quienes les votaron y los errores, por nimios que sean, se reconocen y tienen consecuencias. La ley electoral norteamericana y su sistema de votación no pueden ser más arcaicos e injustos, como si eso importara, sólo son unas reglas aceptadas por todos.
En la última temporada de la serie se explica la campaña electoral para el cambio de presidente, tras ocho años de gobierno de Josiah Bartlet, demócrata y católico practicante. El nuevo candidato demócrata es un latino idealista con pocas posibilidades de éxito porque se enfrenta a Arnold Vinick, un republicano moderado, conciliador y carismático interpretado por Alan Alda. Vinick recibe presiones de su partido para que escoja como futuro vicepresidente a un pastor protestante ultraconservador y antiabortista, y así contentar a las bases más radicales del republicanismo. Pero se niega, por dos motivos: él no es antiabortista y, además, lo considera un error electoral pues la mayoría de la población es favorable al aborto, sean del signo ideológico que sean. Durante muchos años, la derecha española tuvo en Alberto Ruiz Gallardón a su Arnold Vinick particular. Apreciado por la izquierda y vilipendiado por las elites más conservadoras de su propio partido. Pues bien, ahora es ministro de justicia y da igual el proceso por el que fue elegido, el problema es que está ahí, y quiere legislar para él, para sus amigos, sacar a la luz todo el fanatismo religioso que se le ha acumulado en el estómago tras años de disimulo. Y nosotros le importamos un carajo.
Para defendernos de los desmanes de los poderes oficiales la democracia liberal se inventó un cuarto poder, tan importante como los tres primeros, y lo blindó con algo llamado libertad de prensa. En España carecemos de este poder. No porque nuestros diarios sufran algún tipo de censura política, al revés, en España puede publicarse cualquier barbaridad, sino porque la mayoría de nuestros medios de información han sacrificado la línea ideológica para convertirse en órganos de partido o, en su defecto, de empresas con intereses de partido. Nuestra demografía de intelectuales orgánicos y estómagos agradecidos es tan alta que cuesta encontrar alguno que no lo sea. Hace un rato escuchaba a Paco Marhuenda: impresiona.
Para los que gracias a ella quisimos un día ser periodistas, hubo también una serie norteamericana que servía como manual básico de la profesión. “Lou Grant” no explicaba lo que era el periodismo real, seguro, pero explicaba su objetivo de déficit, lo que debía ser. Te pido perdón si me falla la memoria en los detalles, pero hubo un capítulo en el que un fontanero le hace una chapuza a Lou Grant en su casa y le deja las cosas peor que estaban. De aquel capítulo saqué una enseñanza que, por lo que se ve, casi ningún gurú de la comunicación española aprendió. Lou Grant no utilizó su diario para atacar al propietario de la empresa de reparaciones que contrató, no cayó en la tentación de aprovecharse de su condición de periodista para arreglar un conflicto personal. Cada tarde, al acabar su jornada, Lou Grant cogía una pancarta fabricada por él mismo, iba a la casa del chapucero y paseaba por delante de su puerta denunciando que era un estafador.
Se puede extraer otra enseñanza política interesante de aquella acción. Manifestarse con una pancarta ante el lugar donde se cree que está el foco de la queja es la forma tradicional de protestar en el país con la democracia liberal más antigua del mundo; es eso que ahora llamamos “escrache”. Acabo de imaginarme, M., un posible capítulo de “El ala oeste de la Casa Blanca”. En él, un alto dirigente de uno de los grandes partidos norteamericanos acusa en público de nazi a Lou Grant por su acción de protesta. ¿Te imaginas lo que harían con él Josiah Bartlet o Arnold Vinick? ¿Imaginas la que se podría liar?
Un beso.
R.
P.S. Hace ahora más de diez años descubrí gracias a El País la existencia de un libro publicado en francés titulado “Los nuevos perros guardianes”, de un politólogo llamado Serge Halimi. Se le dedicaba un gran espacio elogiando el fenómeno de ventas que había tenido su obra a pesar de haber sido ninguneado por la mayoría de los medios franceses. El libro es un recorrido por gran parte de los periodistas más influyentes de su país, acusándoles de connivencia con el poder político y económico. Gracias al artículo, esperé con ansia su publicación en castellano. Pero tardé en enterarme de que lo había editado Txalaparta porque, como ya le sucedió en Francia, no encontré reseñas de su existencia. En el prólogo de la edición castellana es la prensa española la que sale mal parada. Sobre todo El País.
Por aquella época, la misma editorial publicó un libro de Evaristo, el cantante de La Polla Records, se llamaba “Por los hijos lo que sea”. Ése es el quid de la cuestión. Ése es el modus operandi de la mayoría de los periodistas españoles de prestigio. Dar de comer a sus hijos en una época en que aquello de la honra sin barcos ya no se estila.

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