Querida M,
Compraba libros de segunda
mano sin importarle el contenido. Buscaba en ellos viejas dedicatorias de amor,
billetes de lotería sin premio usados como marcapáginas, recibos de luz, flores
secas, cualquier cosa que le permitiera ubicar aquel libro en otro tiempo, en
otras estanterías. Su curiosidad por los objetos que habían permanecido en
otras manos era infinita, su deseo por conocer las vidas ajenas de personas
anónimas una vocación enfermiza. Guardaba como si poseyera un tesoro una carta
enviada por una adolescente a otra explicándole sus vacaciones en la costa, una
carta que se había caído del bolsillo de alguna mochila y había llegado a sus
poder. Tenía el remitente y la dirección en el sobre, pero nunca hizo nada por
devolverla, era suya y la releía a menudo.
A
veces, los objetos hallados contenían datos en apariencia inocuos pero que,
buscando en el cajón correcto, podían aportar gran información sobre sus
antiguos dueños. No hará ni un mes que barría el suelo del gimnasio y, al ir a
expulsar hacia la calle la suciedad agrupada en un montoncito perfecto, casi
maniático, vio sobre la acera tres hojas de papel de tamaño anormal, hechas un
ovillo. Las recogió, las desplegó y pudo comprobar que se trataba de tres hojas
arrancadas de una agenda de teléfonos. Había allí treinta números, diez por
página, que se podían leer perfectamente, pero cuyos propietarios le resultaban
ininteligibles porque los nombres estaban escritos en japonés. La mayoría eran
números de móvil, el resto tenían prefijo de la provincia de Barcelona.
Aquel
sí que era un hallazgo prometedor. Se abrían ante él muchísimas expectativas
para la imaginación. Por qué aquellas tres páginas precisamente. Se preguntaba
si no sería la lista de perseguidos de un mafioso japonés, la lista perdida de
contactos de alguien desesperado que nunca llegaba a tener una agenda completa.
Muchas posibilidades. Se le ocurrió que podía visitar una librería para
investigar cuál era el modelo de agenda al que pertenecían aquellas páginas, si
era cara o barata, si era un modelo que se podía adquirir con facilidad en
España o vendría de Japón. Los primeros pasos de una investigación pueden
parecer poco relevantes, pero son necesarios.
Fue
a unos grandes almacenes y allí se percató de la cantidad de modelos de agenda
que existen en el mundo y la tarea se le antojó titánica. Le dio la sensación
de que había miles de modelos de agenda distintos, con sus respectivas
simbologías y sus variados ordenamientos. Después de abrir más de una docena
desistió y decidió que, en caso de comenzar una gran empresa, era mejor ir a la
biblioteca, sacar de allí un diccionario y un manual de japonés y tratar de
desentrañar alguno de aquellos nombres.
Que,
para un occidental, el japonés resulte un idioma muy difícil no supone un gran
descubrimiento. La gran sorpresa se produce al darse cuenta de que es un idioma
imposible. Tras varias horas mirando dibujos y rayas colocadas en las más
variopintas posturas, no sólo no había sacado ninguna conclusión sino que había
llegado un momento en que todos aquellos símbolos le parecían exactamente
iguales. No es que le hubiera dedicado demasiado tiempo, pero veía cómo la
investigación se atascaba sin remedio y se acercaba el momento de optar por una
solución drástica, que echara al traste todo el interés o bien otorgara una
iluminación nueva a aquella estancia vacía.
Descartó
los números de móvil por una cuestión de tacañería; eran más caros y para su
prueba daba lo mismo un número que otro. Del resto escogió el que estaba al
lado del nombre que le parecía, a priori, con la forma más bonita. Era sólo una
llamada, nada podía pasar, además, lo más probable es que le respondieran desde
un restaurante, o desde una tienda de objetos decorativos o algo similar. Llamó
y, como había previsto, le contestó una voz chillona hablándole en japonés. Y
fue en ese momento en el que los nervios lo atenazaron y emitió un extraño
rugido cuyo origen jamás lograría descubrir. La voz chillona debió de
malinterpretar ese sonido porque elevó todavía más el tono y le soltó una larga
parrafada que sólo terminó cuando decidió pulsar el botón de colgar. Al final
no había sido una buena idea. Jadeaba. Había hecho el imbécil y molestado a un pobre oriental que a saber qué estaría
haciendo en ese momento.
Hizo
una pelota con aquellas tres páginas de agenda y las tiró a la papelera. Tenía
que olvidarse cuanto antes de aquella estúpida investigación y procurarse una
nueva, más relajada. Tardó un par de días en que dejaran de rondarle por la
cabeza la voz chillona, los caracteres japoneses, los números de teléfono
echados a perder. Salió del trabajo y dio un largo paseo que le despejara la
cabeza, que convirtiera aquellas páginas en una pequeña sombra en su memoria. Y
regresó a casa. Nada más cruzar el umbral de su recibidor una lividez enfermiza
prima hermana del vómito le llenó la cara. Su gato, de desafortunado nombre
Kanji, colgaba del extremo de una soga atada a la lámpara del comedor, con la
lengua fuera, como relamiéndose. Sobre la mesa una nota manuscrita; también en
japonés. Un miedo absoluto lo invadió como si nada hubiera sobre la faz de la
tierra que no le fuera hostil. Se tiraba de los cabellos tratando de comprender
y miraba la nota sin hallar en ella ninguna explicación.
Casi
todos los humanos tendemos al exceso. Siempre parece que hay algo que podemos
añadir, aunque no hagamos otra cosa que repetirnos. La historia debería haberse
terminado en ese momento. Había jugado a la curiosidad infinita y había
recibido su merecido. A qué más. Ya tuvimos un final que estuvo bien, ¿por qué
no dejarlo ahí? Porque nos obsesionamos y nunca queremos dar nuestro brazo a
torcer, aunque eso nos suponga estirar un poquito más la elástica cuerdita del
riesgo. Pasó un par de semanas sin salir de casa, hasta estar convencido de que
quien había asesinado a Kanji se daba por satisfecho con esa venganza. Creyó
que ya podría acercarse al gimnasio e intentar dar una explicación a su
ausencia más convincente que gangosas excusas telefónicas.
En
la calle, el aire le rozaba las mejillas, limpio, libre de la cargante
atmósfera que había respirado los últimos días. Caminaba con una pausa mayor
que la habitual y se metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de que en
uno de ellos llevaba la nota que había dejado el matarife. La volvió a mirar y
seguía pareciéndole tan ilegible como el primer día, y pensó que tampoco
estaría de más averiguar cuál era su mensaje. Se detuvo en un semáforo y se
cruzó con un hombre de ojos rasgados y creyó que no, que debía de ser chino.
Atravesó la calle y recordó el cuento de Calders en el que al protagonista le
parecía que todos a su alrededor componían una sibilina invasión de japoneses.
No se acababa de decidir por ninguno.
Por
fin, a pocos metros, vio a un hombrecillo fibroso acercándosele, con el pelo
encrespado y sonrisa de no entender los nombres de las calles. Esos metros le
dieron el tiempo suficiente para decidirse y, al ponerse a su altura, lo
detuvo, sujetándole del brazo con suavidad. La cara de susto de aquel individuo
le obligó a precipitarse y enseñándole la nota le preguntó “¿me puedes traducir
lo que pone este papel?”. El japonés, no sin algunos aspavientos, pareció
entenderle, y miró la nota y sus ojos se abrieron de tal forma que bien parecían
estar a punto de quebrarse por los lados. Emitió un agudo gemido, le dio un
violento empujón y salió corriendo como quien va en busca de su hermano mayor.
Y ahí se dio cuenta de que acababa de cometer un nuevo error y de que ya no le
quedaba ningún gato que sacrificar.
Un
beso.
R.
Me ha encantado este cuento, Roberto. Seguiré leyendo los otros. Un fuerte abrazo,
ResponEliminaLázaro Covadlo