Estar en el paro
tiene algo de secuestro. Pasado el desconcierto inicial sobre las grandes
cuestiones de la vida, te acabas acomodando a ello, te sumerges en la caricia
del no poder hacer nada, o del no hacer nada, o de la nada. Y, como si hubieras
entrado en una secta, por fin simpatizas con el secuestrador. Sobre todo al
principio te trata bien, dependes de él para ir al baño, pero te mantiene vivo.
Puede ser que al final la situación se vuelva insostenible, el secuestrador
pierda los nervios y te abandone a tu suerte, o te dispare a la cabeza; o quizá
la policía derribe una puerta y te saque de ese lugar y entonces descubras que
la realidad está ahí fuera, es otra, ha cambiado y no estás preparado para
afrontarla.
Cuando Julio
César fue secuestrado en Asia por unos piratas ya tenía en mente su proyecto de
vida, que lo llevaría a lo más alto en eso que la gente entiende por estar en
lo más alto. Según parece hay bastante de mitología en esa historia, pero seguro
que también algo de verdad. Cuenta Plutarco que tan convencido estaba César de
que su futuro sería grande que se enojó con los secuestradores porque
pretendían pedir sólo 20 talentos como rescate. Él mismo los conminó a que
aumentaran la cifra a 50 para sobrevalorar su persona. Pagado el rescate, fue
el propio César el que organizó la captura de los piratas y los llevó a la
horca.
El primer
secuestro del que tengo conciencia fue el de un ingeniero llamado José María
Ryan. Acabábamos de irnos a vivir a Vitoria, así que debió de ser en 1980 o 1981. ETA
había asumido como propia la lucha contra la inauguración de la central nuclear
de Lemóniz. La oposición a las nucleares había logrado detenerla desde que se
proyectó, antes de la muerte de Franco, pero durante la transición, ETA pensó
que sería un buen reclamo popular hacerse los abanderados de la causa ya que la
mayoría de la población no la quería.
Empezó entonces
una oleada de sabotajes a las instalaciones de la compañía constructora:
Iberduero. Varios atentados después, en los que murieron algunos empleados,
decidieron secuestrar a Ryan, ingeniero jefe de la central, amenazando con
matarle en una semana si no se suspendían las obras definitivamente. Cumplieron
su promesa y apareció muerto a los siete días iniciándose una campaña
antiterrorista similar a la de Miguel Ángel Blanco, pero que no tardó en
olvidarse. Mi madre me bajó con ella a la puerta del cementerio de Santa
Isabel, a una concentración de repulsa. Pareció que todo acababa allí porque
Iberduero dijo que abandonaba el proyecto, pero el gobierno vasco creó una
empresa para continuar las obras. Poco después asesinaron al sustituto de Ryan y ahí sí que acabó la historia. Han pasado muchos
años, pero el edifico vacío de la central sigue allí.
El secuestro más
sonado de mis años de infancia fue, sin embargo, el de Patty Hearst, igual lo
recuerdas M., hicieron serie de televisión y película. La capturó el Ejercito
Simbiótico de Liberación, unos radicales de izquierda americanos con un
surrealista logotipo que hacía pensar más en una secta oriental que en un grupo
de rojos. Patty se enamoró del líder, empuñó las armas y se cambió el nombre
por el de Tania, en homenaje a la compañera del Che. Entre las excentricidades
del grupo una de las mejores fue la de pedir como rescate al padre de Patty, el
multimillonario Randolph Hearst, hijo del ciudadano Kane, el reparto de una ración de comida diaria
entre los pobres de California; incluso le especificaban el menú. La mayoría de los
miembros de ese ejército murieron en un tiroteo con la policía, incluido el
amante de Patty Hearst, y ella fue capturada poco después. Fue condenada a
no sé cuántos años de cárcel, pero Jimmy Carter la liberó pasados unos meses, para
entonces la enamoradiza Patty ya se había liado con un guardián de la prisión
con el que acabó casándose. Lo último que supe de ella fue verla en los títulos
de crédito de alguna película de John Waters.
El Síndrome de
Estocolmo debe su nombre a un atraco a un banco de esa ciudad en el que los
rehenes estuvieron retenidos varios días dentro de la oficina. Cuando se
resolvió el tema, un fotógrafo captó a la salida de los rehenes a una mujer
que, tras intimar con los secuestradores, se despedía besando en la boca a
aquél del que se había enamorado. Mucho se dijo sobre si Patty Hearst había
sufrido de ese síndrome cuando acabó uniéndose al grupo que la secuestró. Pero
no creo que sea cierto, M., para que alguien lo padezca el proceso
debe ser libre, paulatino, de identificación con el captor y, según parece, a Patty Hearst le
lavaron el cerebro usando tácticas propias de las sectas destructivas.
Síndrome de
Estocolmo es querer escribirte, aún, y mandarte puntuales y cautivos besos,
como éstos, esperando al próximo secuestro.
R.
P.S. Mi padre
tuvo que ir varias veces a Lemóniz con transportes de material de construcción.
No le gustaba ir allí; debía pasar por un montón de controles policiales y
registros antes de entrar. Un día volvió nervioso explicando que, como se
aburría, se había metido debajo del camión a revisar algo de las ruedas, y
cuando se quiso dar cuenta tenía tumbado a su lado a un Guardia Civil
apuntándole y preguntándole qué estaba haciendo.
P.S.2. En “La
jungla de cristal” hay una famosa escena en la que un psicólogo opina en televisión sobre el “Síndrome de Helsinki”, equivocando la ciudad. El
estúpido entrevistador le sigue la
conversación situando Helsinki en Suecia. Entonces el psicólogo le corrige diciéndole que no, que está en Finlandia. Algunos
lo venden como un gazapo típico de una película de acción, a mí me parece una
genialidad con mala baba del guionista.
No sé si la anécdota sobre César es cierta, pero lo cierto es que sale en todos los libros sobre él. También se cuenta cierto asuntillo con el rey de Bitinia, pero eso ya es otra historia.... César tenía un concepto tan elevado de sí mismo y de su deber como miembro de una familia que descendía directamente de Venus, ahí es nada, que no me sorprendería que fuera cierto. Un tipo que hizo lo de Alesia no debería sorprendernos... Recuerdo lo de Patty Hearst, en su momento fue impactante su fotografía empuñando una metralleta. Un icono de los setenta.
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