dimecres, 24 d’abril del 2013

Creer

Querida M.,
De niño recé mucho. Fui a misa mucho, me aprendí las canciones y memoricé el catecismo. Incluso llegué a tener un pequeño misal en gallego con el que daba la paliza a los vecinos de Piñeiro un verano de mucho calor. Por aquel entonces ya no había cura en la parroquia, así que los reunía, nos reíamos un rato, comían trocitos de pan a modo de hostias y agradecían la brevedad de mis discursos. La abuela Carmen, que en realidad no era mi abuela, me sobornaba con galletas María untadas de leche condensada si la acompañaba a rezar el Ángelus que retransmitían a las doce en Radio Nacional. "Es la hora del Ángelus: Y el ángel del señor se anunció a María" y una voz femenina replicaba "He aquí la esclava del señor". Con el tiempo, aquella anciana mujer se habituó a que los socialistas suprimieran todo el texto del rezo y ya sólo se oía que era la hora del Ángelus, después apagaba la radio y continuaba ella sola.
El año de catequesis previo a la comunión me apliqué de verdad y fui el mejor en casi todos los órdenes; supongo que salvo el de la entonación musical, tú me entiendes. Me preparé a conciencia y pasé todo un año esperando la llegada de Jesús. La esperaba en serio, M., con todas mis fuerzas, con la misma pasión que pongo en cualquier recomendación musical. Recuerdo el día de mi comunión con la mezcla exacta de miseria y verdad. Caminábamos en fila hacia la iglesia de Ermua, vestidos con sandalias y un hábito blanco. Allí nos esperaba don Teodoro, infinito. Vimos la misa desde el otro lado del altar, sentados, sin percatarnos de que todo el mundo nos estaba mirando y se daba cuenta de que jugábamos a golpearnos con la cuerda que sujetaba el hábito. Desde ese lado la misa no parece misa, y Jesús tampoco llegaba.
El que se suponía momento culminante era el de comulgar, pero tampoco sucedió nada relevante. A todos los niños se nos adhería la hostia en el paladar intentando evitar tocarla con los dientes, y a algunos eso nos daba arcadas. Mientras esperaba a Jesús, llegaron regalos, besos, felicitaciones y una expedición en caravana hacia un restaurante en Urkiola. Durante la comida bebí alcohol, fumé todos los cigarros que pude conseguir y jugamos a llenar las botellas vacías con el humo, para lanzarlas contra una pared y comprobar si se producía algún efecto curioso. Y vi cómo se emborrachaban casi todos mis seres queridos y hubo conatos de adulterio de los que me enteré años más tarde y regresamos a casa haciendo eses por aquella carretera de curvas que tanto me mareaba. Y me acosté por la noche infeliz, esperando aún. Ya no le he esperado más.
Mi tía Fidelina me regaló un niño Jesús del que lo que más me gustaba era la sabanita tan suave en la que había que depositarlo. El niño era bonito, pero la corona dorada que llevaba clavada con dos pinchos en el cuello se le caía cada dos por tres; se fue cediendo con el tiempo y los agujeros se le hacían más grandes y le daban un aspecto poco entrañable. Un día, mi hermano me perseguía con una zapatilla y yo corría a esconderme en nuestra habitación. Cuando entré, no me dio tiempo a cerrar la puerta y la zapatilla voló y se llevó por delante al niño Jesús. Perdió un pie en la caída y se rompió el cuello. Pausa dramática, no explicaré lo que pasó aquí. Después, mi madre recogió los trozos y pegó la figurita como pudo. En ese proceso, el niño Jesús dilapidó la poca parte de misticismo que le quedaba.
Cuando nació Unai, mi madre creyó que mi adicción a los recuerdos incluía aquella figura de escayola. Reposó unos días sobre la mesilla de Magui, hasta que se fueron las visitas de cortesía y pude quitarla.
No sé dónde está ahora pero, mientras te escribo, me han venido ganas de acariciar la sabanita a ver si aún sigue siendo tan suave como entonces. Hace días que no te toco y para creer en ti necesito un sucedáneo.
Un beso.
R.
P.S. ¡Qué bien cantaba Don Teodoro aquello de “señor, has venido a la orilla”!

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