De niño recé mucho. Fui a misa mucho, me aprendí
las canciones y memoricé el catecismo. Incluso llegué a tener un pequeño misal
en gallego con el que daba la paliza a los vecinos de Piñeiro un verano de
mucho calor. Por aquel entonces ya no había cura en la parroquia, así que los
reunía, nos reíamos un rato, comían trocitos de pan a modo de hostias y
agradecían la brevedad de mis discursos. La abuela Carmen, que en realidad no
era mi abuela, me sobornaba con galletas María untadas de leche condensada si
la acompañaba a rezar el Ángelus que retransmitían a las doce en Radio Nacional.
"Es la hora del Ángelus: Y el ángel del señor se anunció a María" y
una voz femenina replicaba "He aquí la esclava del señor". Con el
tiempo, aquella anciana mujer se habituó a que los socialistas suprimieran todo
el texto del rezo y ya sólo se oía que era la hora del Ángelus, después apagaba
la radio y continuaba ella sola.
El año de catequesis previo a la comunión me
apliqué de verdad y fui el mejor en casi todos los órdenes; supongo que salvo
el de la entonación musical, tú me entiendes. Me preparé a conciencia y pasé
todo un año esperando la llegada de Jesús. La esperaba en serio, M., con todas
mis fuerzas, con la misma pasión que pongo en cualquier recomendación musical.
Recuerdo el día de mi comunión con la mezcla exacta de miseria y verdad.
Caminábamos en fila hacia la iglesia de Ermua, vestidos con sandalias y un
hábito blanco. Allí nos esperaba don Teodoro, infinito. Vimos la misa desde el
otro lado del altar, sentados, sin percatarnos de que todo el mundo nos estaba
mirando y se daba cuenta de que jugábamos a golpearnos con la cuerda que
sujetaba el hábito. Desde ese lado la misa no parece misa, y Jesús tampoco
llegaba.
El que se suponía momento culminante era el de
comulgar, pero tampoco sucedió nada relevante. A todos los niños se nos adhería
la hostia en el paladar intentando evitar tocarla con los dientes, y a algunos eso
nos daba arcadas. Mientras esperaba a Jesús, llegaron regalos, besos,
felicitaciones y una expedición en caravana hacia un restaurante en Urkiola.
Durante la comida bebí alcohol, fumé todos los cigarros que pude conseguir y
jugamos a llenar las botellas vacías con el humo, para lanzarlas contra una
pared y comprobar si se producía algún efecto curioso. Y vi cómo se
emborrachaban casi todos mis seres queridos y hubo conatos de adulterio de los
que me enteré años más tarde y regresamos a casa haciendo eses por aquella
carretera de curvas que tanto me mareaba. Y me acosté por la noche infeliz, esperando
aún. Ya no le he esperado más.
Mi tía Fidelina me regaló un niño Jesús del que
lo que más me gustaba era la sabanita tan suave en la que había que
depositarlo. El niño era bonito, pero la corona dorada que llevaba clavada con
dos pinchos en el cuello se le caía cada dos por tres; se fue cediendo con el
tiempo y los agujeros se le hacían más grandes y le daban un aspecto poco
entrañable. Un día, mi hermano me perseguía con una zapatilla y yo corría a
esconderme en nuestra habitación. Cuando entré, no me dio tiempo a cerrar la
puerta y la zapatilla voló y se llevó por delante al niño Jesús. Perdió un pie
en la caída y se rompió el cuello. Pausa dramática, no explicaré lo que pasó
aquí. Después, mi madre recogió los trozos y pegó la figurita como pudo. En ese
proceso, el niño Jesús dilapidó la poca parte de misticismo que le quedaba.
Cuando nació Unai, mi madre creyó que mi
adicción a los recuerdos incluía aquella figura de escayola. Reposó unos días
sobre la mesilla de Magui, hasta que se fueron las visitas de cortesía y pude quitarla.
No sé dónde está ahora pero, mientras te escribo,
me han venido ganas de acariciar la sabanita a ver si aún sigue siendo tan
suave como entonces. Hace días que no te toco y para creer en ti necesito un
sucedáneo.
Un beso.
R.
P.S. ¡Qué bien cantaba Don Teodoro aquello de “señor,
has venido a la orilla”!
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