dimarts, 6 de novembre del 2012

La Casa de Odila

Querida M, 
De niños, cuando pasábamos días de vacaciones en Castro, mi hermano y yo dormíamos en la habitación conocida como “La Peluquería”. No era una peluquería en sí, sino el lugar en el que mi madrina guardaba parte de sus materiales y uno de esos sillones con secador para la cabeza que usaba los días de fiesta, cuando tenía algún cliente de emergencia. “La Peluquería” estaba en el piso de arriba y sus ventanales daban al lado de la carretera nacional que atraviesa la aldea.
Por las noches, ya en la cama, buscábamos el sueño jugando a adivinar de dónde vendría el próximo coche que cruzase ante nuestra casa. Primero veíamos un ligero resplandor de sus faros en el techo de la habitación y uno decía que iba hacia Antas y el otro que venía de allí. Después comenzábamos a oír el sonido de su motor acercándose, hasta que las luces iluminaban casi por completo la estancia acompañadas del rápido zumbido de sus engranajes y sus neumáticos.
A veces nos asomábamos a alguna de esas ventanas a ver la noche estrellada y entre las sombras asomaba la fantasmal figura de la casa de Odila, al otro lado de la carretera. Creo que nunca llegué a conocer a la mujer que se supone que vivía allí. Nunca la vi salir por la puerta y, si alguna vez se acercó a nuestra puerta en busca de conversación, nunca supe que era ella. No sé si Odila era nombre, apellido o alcume, ni siquiera sé si se escribe así. Sólo recuerdo que de día era una vieja casa más, y por la noche era un lugar lúgubre y misterioso que seguro contribuyó a más de un sueño intranquilo.
Han pasado muchos años desde entonces, y la casa sigue ahí. Vacía. Al lado se ha instalado en otra casa  moderna una familia entera que tampoco conozco ni he conocido estas últimas vacaciones. Contrasta la modernidad y vitalidad del nuevo edificio junto al aspecto cada vez más desaliñado de la casa de Odila. Algo más descascarillada y hueca. Mi tía Esther dice que la lagartija que sube por la pared de su izquierda sigue siendo la misma de siempre. No sé la edad media de las lagartijas así que no tengo por qué dudar de ello.
Al otro lado de la casa de Odila mi familia tiene una especie de granero en el que guardan la leña y el tractor. Y allí estábamos este ardiente junio, a la caza de un poco de sombra dejando a Unai revolcarse un poco por la tierra. Manolo, mi primo, se acercó por allí y nos contó que Odila había muerto ya y que les había dejado a ellos la casa en herencia; que, desde Madrid, creo, había removido todos los papeles posibles para dejar ese asunto zanjado. ¿Y la casa qué tal está? Le preguntamos. Nos dijo que mejor verla, fue a buscar la llave y entramos.
Dentro sólo quedaban algunos muebles destartalados de su antigua propietaria. Todo lo demás eran trastos guardados allí y cientos de miles de telarañas que Manolo iba apartando con una escoba como si se abriera paso por la jungla. Ésa era la herencia: hay mucho que arreglar aquí, nos decía Manolo, como si de verdad pensara que algún día alguien fuera a arreglar algo en ese lugar.
El último día que pasamos en Castro de vacaciones recibimos la visita de mi prima Rosa Mari con su hija Paula. A mi prima no había vuelto a verla desde la adolescencia y a la niña, por supuesto, ni siquiera la conocía. Paula tiene trece años y la primera impresión al bajarse del coche sin dejar de jugar a la Nintendo no fue buena. Después apagó la consola y se mostró dulce y sociable, como mi madre había jurado que era. Traté de entablar conversación con ella y la cosa no iba del todo mal hasta que su mirada se quedó clavada en la casa de Odila. Me preguntó quién vivía allí. Nadie, le dije, la dueña murió y le dejó la casa a mi familia.
Sin mediar palabra, cruzó la carretera como hipnotizada, se llegó a la puerta y trató de abrirla. Todos los demás nos miramos sin comprender, así que crucé también, tras ella, para decirle que estaba cerrada. Ante su mueca de disgusto y tratando de ejercer de anfitrión le dije que si quería ver la casa por dentro podía ir a buscar la llave. No dudó y me contestó que sí. Algo desconcertado regresé y le pedí a Manolo la llave de la casa de Odila, me miró con cara de “para qué” y yo le miré con cara de “chico, tengo un compromiso”.
Abrí la puerta y Paula y yo entramos. Unai, que se había empeñado en acompañarme, nada más ver la sordidez y oscuridad del interior salió corriendo disparado en busca de su madre. Yo trataba de abrir algunas ventanas que iluminaran rápido aquello y a Paula se le acumulaban como sentimientos complementarios el miedo, el asco y la curiosidad. Las telas de araña y el polvo la horrorizaban y no hacía otra cosa que limpiarse las manos en la ropa; pero no podía dejar de tocar. Me confesó que le gustaban las historias de terror y no tuve más remedio que creerla. ¿Habrá ratas? Me pregunto. Claro, le dije sin dejarle ver el ratoncito muerto que dejamos allí días antes. Subimos al piso de arriba y el miedo a que las maderas del suelo cedieran no le impedía avanzar. Se sorprendió de lo primitivo de los lavabos y las camas, pero el exceso de luz y la falta de sorpresas le fueron quitando emoción a la visita y pronto decidimos que ya habíamos visto bastante.
Esa noche, con Unai acostado ya, decidí salir solo a sentarme en el banco de la calle. A contemplar las últimas estrellas de mi viaje a Galicia. Las mismas estrellas de siempre, como la lagartija, después de tantos años. Creí respirar allí mejor que en ningún otro lugar, a grandes bocanadas de un silencio que sólo se rompía por el paso fugaz de algún coche. Saqué el móvil y comencé a enviar los últimos mensajes de mis vacaciones, largos, como casi todos mis mensajes.  En ello estaba cuando unos pasos me descentraron. Miré a mi izquierda y entre las sombras vi acercarse al viejo Cañoto, con su andar vacilante, arrastrando los pies. Al pasar a mi lado me dijo buenas noches con ese hablar gangoso a medio camino entre el vino y la falta de dientes. Me sorprendió que no siguiera su camino recto, el de todos los días. Me sorprendió que cruzara la carretera y se introdujera a trompicones por el resquicio que hay entre la casa de Odila y la de los nuevos vecinos. Lo seguí con la mirada, observando cómo se perdía entre la oscuridad.
Fue precisamente con la mirada allí como me sorprendieron los potentes faros de un coche camino de Antas. Y fue así como, a la luz de esos faros, levanté la vista y pude ver a la perfección recortarse una figura humana en la ventana del dormitorio de aquella pared de la casa de Odila. El móvil se me resbaló de los dedos y todo aquel aire majestuoso que creía respirar se quedó unos instantes atascado en mi garganta. Cuando reaccioné, recogí el teléfono y lo limpié de piedrecitas. Me quedé un rato mirando al suelo y decidí esperar a que pasara otro coche. Cuando otros faros iluminaron aquella ventana no me cupo ninguna duda de que allí había alguien.
Entré en la cocina de mi tía y mientras todos miraban con interés la elección de la mejor vaca gallega del año cogí con disimulo las llaves de la casa  de Odila y una linterna y volví a la calle. Ahora lo pienso y no comprendo cómo reuní valor para entrar solo en aquella casa de aroma espectral, pero en aquel instante no encontré ningún motivo que me lo impidiera. Iluminé la escalera de madera chirriante con la linterna y comencé a subir al piso de arriba. No venía de allí ningún sonido y todos los ruidos de la casa parecía producirlos yo con mi torpeza. Sólo el viento que se colaba por las ventanas mal selladas me hacía algo de competencia. Una vez arriba giré hacia el dormitorio y vi que la puerta estaba cerrada aunque no recordaba haberla dejado así. Mi mano libre quería apoyarse en todo cuanto le ofreciera apoyo y las láminas de madera del suelo parecían ondular mucho más que por la mañana. Una sensación de mareo me encaminaba hacia aquella puerta y me impelía a abrirla con la misma mano que sujetaba la linterna.
Giré el pomo y empujé la madera carcomida y el terror se apoderó de mí en el breve lapso de tiempo que transcurrió entre ese acto y la posibilidad de iluminar el cuarto. Creí que ese segundo de oscuridad podría ser mi último segundo, así que alumbré con rabia el interior. Y sí, dentro había alguien. Una anciana irreconocible colgaba de una cuerda en el centro de la habitación asomándole un trozo de lengua a través de una boca desdentada. Una oleada de calma relajó todos mis miembros en ese momento en que ya los hechos parecían consumados. Allí no había nadie más. Me giré y tras de mí tampoco había nadie. Sin necesidad de razonar sobre lo que acababa de ver, volví sobre mis pasos y bajé las escaleras acelerando de forma inconsciente el paso. Cuando alcancé la puerta de la calle tuve por fin la certeza de que estaba a salvo.
Salí, introduje la llave en la cerradura sin parame a pensar si había dejado las cosas como estaban y traté de alejarme cuanto antes de aquella situación. Cuando iba a cruzar de nuevo la carretera una mano nudosa se apoyó con firmeza en mi hombro, deteniéndome, y el terror volvió a mí y lancé un pequeño grito. Impropio. A mi espalda, el viejo Cañoto echó una carcajada, volvió a desearme buenas noches y me recordó que él había sido muy amigo de mi padre.
Un beso.
R.

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